Al otoño
Estación de la bruma y la dulce abundancia,
gran amiga del sol que todo lo madura,
tú que con él planeas cómo dar carga y gozo
de frutos a la vid, bajo el pajizo alero;
cómo doblar los árboles musgosos de las chozas,
con peso de manzanas, y sazonar los frutos.
y henchir la calabaza y rellenar de un dulce
grano las avellanas: cómo abrir más y más
flores tardías para las abejas, y en tanto
crean ya que los cálidos días no acaban nunca,
pues les colmó el estío sus pegajosas celdas.
¿Quién, entre tu abundancia, no te ha visto a menudo?
A veces, el que busque fuera, podrá encontrarte
sentado en un granero, en el suelo, al descuido,
el pelo suavemente alzado por la brisa
algo viva; o dormido, en un surco que a medias
segaron, al aliento de las adormideras,
mientras tu hoz respeta trigo próximo y flores
enlazadas. Y a veces, como una espigadora,
enhiesta la cabeza cargada, un riachuelo
cruzas; o junto a algún lagar de sidra, velas
pacientemente el último fluir, horas y horas.
¿Dónde están las canciones de primavera? ¡Sí! ¿Dónde?
Ni pienses más en ellas, pues ya tienes tu música,
cuando estriadas nubes florecen el suave
morir del día y tiñen de rosa los rastrojos;
entonces el doliente coro de los mosquitos
entre sauces del río se lamenta, elevándose
o bajando, según el soplar de la brisa;
y balan los crecidos corderos en los montes;
canta el grillo en el seto; y ya, con trino blando,
en el jardín cercado, el petirrojo silba
y únense golondrinas, gorjeando, en el cielo.