Angel Guerra
No voy á narrar el argumento de Angel Guerra; supongo, desde luego, que han leído la novela todos los españoles—y muchos más—á quien puede interesar un mal articulaje de crítica. Además en este libro, como en casi todos los de Galdós, lo principal son las personas, por dentro, y esta clase de principalidades son innarrables ó poco menos. Lo que constituye la atmósfera moral en una novela, al igual de la atmósfera física, se siente, sí, pero no se vé ni se palpa. Necesítanse páginas y páginas para ponerse al cabo de estos tiquis miquis psicológicos, de estos negocios espirituales, que en Angel Guerra rayan tan alto, y son, por decirlo así, la entraña.
Mucho se ha repetido en conversaciones, y no sé si también en la prensa, que Angel Guerra, lo mismo demagogo que místico, es inverosímil. Claro está, que quien esto afirma, es gente de poso más o menos, pero por desgracia, así suelen ser todos los lectores de novelas en esta tierra donde los hombres graves—por no perder su gravedad—continuan no sabiendo qué cosas sean, naturalismo y realismo. Debe pues tenerse en cuenta la opinión antedicha, no por lo que ella valga en el sentido de crítica literaria, sino como dato demostrativo, de que hay un cierto realismo superior que el público español, que come bien y goza de excelente salud, no suele entender. Sería necesario someter á estos felices lectores, á ayunos como los de Angel Guerra, y un así, muchos se morirían de hambre, sin haber sacado en limpio otra cosa que... morirse.
Asombra en esta novela, el conocimiento que Galdós tiene de los distintos ambientes sociales, desde el sacristanesco al demagógico. Un novelista que ve tan hondo, que ha adivinado toda una época, como sucede en los Episodios, es el llamado á hacer la novela de salón, de que tanto se habla hoy día. ¿Qué es realidad sino una novela de este género? Para que ciertos críticos la consideren como tal, no le falta mas que un título de duquesa á Augusta.
Pero no es este conocimiento de que acabo de hablar lo más admire en Galdós, sino la prodigiosa facilidad que para novelas posee. ¿Qué dirían—si se curasen más de letras españoles—ciertos tasadores literarios que por Francia se estilan, de los tres tomos de Angel Guerra, publicados en tan corto espacio? Y no se diga que en esta novela hay pobreza de asunto: todo lo contrario. A ser un insigne autor uno de estos novelistas recortados y primerosos como los de Goncourt; metódicos y rectilíneos como Pablo Bourget, no una, sino cuatro novelas hubiese escrito, que para tanto dan materias los Babeles, Leré, doña Sales y alguno de los magistrales tipos toledanos. ¡Qué galería de admirables figuras! ¡qué riqueza de caracteres! ¡qué abuso de facultades creadoras! Y sin embargo el maestro se queja de no poseer la misma facilidad que antaño. En datos publicados por el eminente crítico Clarín, y debidos al mismo Galdós, hay este párrafo:
«El año 1873 escribí Trafalgar sin tener aún el plan completo de la obra, después fué saliendo lo demás. Las novelas se sucedían de una manera... inconsciente.
Doña Perfecta la escribí para la Revista de España por encargo de León y Castillo y la comencé sin saber cómo había de desarrollar el asunto. La escribí á empujones, quiere decir, á trozos, como iba saliendo, pero sin dificultad, con cierta afluencia que ahora no tengo.»
En vista de Angel Guerra, no creo que haya disminuido mucho la afluencia, y á fe que estoy por lamentarlo. Pienso que á producir con menos facilidad, Galdós sería no más novelista, pero sí más literato. Entonces en Angel Guerra se perseguiría más directamente la historia del protagonista: el camino se haría en una sola jornada, sin detenerse aquí y allí, como hacen los rapaces para cojer moras.
En esta novela, como en Doña Perfecta, como en otros libros del primer novelista español, hay un profundo simbolismo. Angel Guerra no es solamente un revolucionario arrepentido, es la encarnación del más puro amor humano, el fanático de virtudes sociales, el Amadís de Gaula de la caridad, en una palabra: la santidad libre pensadora y fracmasónica. Angel Guerra, con Tomás Orozco son los primeros apóstoles de una religión nihilista—porque ha de nacer de la ruina de las existentes—basada en el evangelio. Son dos bienaventurados heterodoxos, dos iluminados que creen conocer el verdadero sentido de la predicación del hijo de Dios. Sus manos y su corazón están siempre abiertos; su vida es una constante práctica del bien.