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Don Ceferino Araujo Sánchez

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Don Ceferino Araujo Sánchez (diciembre 1897)
de José Ramón Mélida
Nota: José Ramón Mélida «Don Ceferino Araujo Sánchez» (diciembre de 1897) La España Moderna, año 9.°, nº 108, pp. 114-131.
DON CEFERINO ARAUJO SÁNCHEZ

Las personas que en el último tomo de La España Moderna acabaron de leer el interesante trabajo titulado Palmaroli y su tiempo, y conserven de tal lectura honda impresión, la que produce todo lo que es relato ingenuo de cosa vivida, no esperarían, seguramente, ver la firma que le avalora convertida aquí, al cabo de tan corto espacio de tiempo, en epígrafe de estos apuntes necrológicos. Y, sin embargo, el autor mismo, cuando ya en el lecho, donde le retenía la última enfermedad, corrigió las pruebas del final de su trabajo, en el que, con frases que le brotaron del alma, se duele de la indiferencia con que la sociedad presente ha visto la muerte del insigne Palmaroli, debió ser el primero en presentir la suya; y acaso, acaso pensó, antes que nosotros, que esas líneas eran ya la última protesta que lanzaba contra la vulgar ignorancia y la falta de sentido estético, males ambos que estimaba endémicos en España, á pesar de lo cual empleó en combatirlos con sistemático tesón, durante toda su vida, aquella su inteligencia clarísima.
No quiero decir aquí, de una vez y en breves palabras, todo lo que yo creo que debe llorarse la pérdida de este hombre insigne y benemérito, que, acaso sin haberlo creído, sea de los que más contribuyan, con los escritos que deja, á la cultura artística del mañana, en que tengo yo más fe que tenía él.—Pero no puedo callar, puesto que en el orden intelectual y moral hay daños irreparables, que tal y tanto es, para todos los que le leíamos y para todos los que le queríamos, esa pérdida inesperada y tristísima, hasta por las circunstancias que la han acompañado.—Araujo ha muerto en un rincón de España, en un pueblo de la Rioja alavesa, en Labastida, donde había pasado el verano con su familia, antes de poder regresar á Vitoria, punto de su residencia desde hacia siete años. Ha sucumbido víctima de una rapidísima enfermedad, bruscamente, como á los golpes del hacha cae el añoso roble, y en verdad que él lo pareció por su fortaleza física, aunque su aspecto no lo delataba. El, que había hecho vida obscura por su propia voluntad, ha fallecido obscuramente en la madrugada del día 26 de Octubre último.
En otro país, á pesar de todas esas circunstancias, al día siguiente hubieran dado los periódicos la noticia, acompañada de aquellos sentidos comentarios con que se indica á la opinión que la patria está de duelo por la pérdida de uno de sus hijos preclaros, que contribuyó á engrandecerla. Aquí, y en estos dias de indiferencia por todo lo que á la cultura y al arte en particular se refiere, sólo podemos congratularnos con que algún periódico de gran circulación haya dado la noticia, pero sin comentario, y sin duda porque es más luerte que todo esa ley fatal en cuya virtud no se aquilata el valor de lo que se posee hasta que se pierde.
Aun así, y aunque el nombre de Araujo no podía serle desconocido á nadie que de Bellas Artes se ocupara, seguramente que ni de su existencia ni de sus obras tendrían la menor noticia muchos españoles, y habrá que decirles hoy que Araujo fué un pintor muy distinguido y que fué un crítico eminente de cosas de arte. Esas dos manifestaciones de su talento, esos dos aspectos de su personalidad , señalan precisamente las dos épocas de su vida, de la que quiero ofrecer aquí un esbozo, si á más no alcanzo; esa vida que yo conozco bien porque lo que tiene de más interesante comenzó cuando alboreaba la mía.
Los recuerdos que yo conservo de Araujo van unidos á los más remotos que conservo de cosas y personas. ¡Qué viva está en mi mente la imagen de aquel hombre que no parecía haber sido nunca joven! Nervudo, alto, pero con tendencia á inclinar el cuerpo hacia delante; con aquella cabeza tan noble y tan artística, que con la cabellera y la barba negras, tan recias como indómitas y desordenadas, la frente despejada, el ceño duro y la mirada dulce, parecía de un santo de Ribera, carácter que supo encontrar con feliz acierto León Bonnat en el hermoso retrato que le hizo en Madrid, en 1864, y que hoy se conserva en París; Araujo era una persona de continente severo, de aspecto frío y hosco, como de filósofo, casi misántropo, cuyo retraimiento se respeta instintivamente. Pero así que se le hablaba y se le oía hablar con aquella voz de timbre ligeramente agudo, aquel acento sincero y aquella palabra fácil y persuasiva, no exenta de natural donaire, descubríase un corazón de niño, un espíritu dotado de la más exquisita sensibilidad para todo lo que fuera arte, para las más sutiles delicadezas de la forma y del pensamiento. Por eso era imposible tratar á Araujo y no estimarle, y estimarle mucho y de veras. Por eso, porque tenia corazón de niño, fuimos amigos tan pronto, él que era hombre que llegaba á la madurez de su vida, y yo que comenzaba la mía.
Era un temperamento reflexivo el de Araujo, que le inclinaba á contemplar y á examinar con interés todo lo que para otros espíritus es indiferente: los niños, los insectos, las plantas. Pruebas de paciencia debió dar conmigo mi primer amigo según he comprendido por algunos de aquellos que conservo, pues me pintaba decoraciones de teatro, me hacía dibujos y guardaba los míos, sin duda como curiosidad proto-histórica ó documento humano, que diría algún defensor del naturalismo. Después, cuando mis aficiones se encauzaron por donde iban las de Araujo, le oí sus doctrinas y las aprendí en sus escritos, fué para mí más que un amigo: un maestro, una autoridad indiscutible, no por afecto, sino por la fuerza de su criterio; más tarde, cuando formado el mío tomé los derroteros de la Arqueología, solíamos discutir no en puntos de doctrina sino de lo que me permitiré llamar fe científica, pues Araujo no tenía ninguna en el método que siguen muchos historiadores del arte, desconfiaba de la veracidad de ciertas fuentes y del valor de ciertos resultados de la investigación; pero excuso decir que nuestra amistad seguía tan fuerte, y debo decir que más viva, puesto que el correr de los años ha ido ensanchando ante mis ojos el mundo de ideas en que la personalidad de Araujo resalta con toda la fuerza de su raro mérito.
Lo que motivó mi temprana amistad con Araujo, éste mismo lo ha revelado al público que lo ignorase, en su último citado trabajo, Palmaroli, con estas sentidas palabras: «Y no digo más, porque hablar de Enrique Mélida, para mí es hablar de un hermano.»
La reserva que Araujo impone aquí á su pluma, porque el cariño, cuando es íntimo y verdadero, se guarda como el mejor tesoro, parece que debiera servirme de ejemplo para no proseguir yo tampoco hablando de él. Pero ha habido dos consideraciones superiores á todas para que yo escriba estas líneas, que á Araujo se le deben de justicia, y son, que acaso no las hubiese escrito otro, dado el olvido en que, según indiqué, se tiene aquí cuanto al arte se refiere, y que al escribirlas no hago más que cumplir un deber de gratitud. Tales fueron los estímulos que desde luego me hicieron aceptar la invitación que me hizo el Director de La España Moderna, de escribir «ste artículo, que aquí ó en otra parte hubiera escrito de seguro.
Debía escribirlo, tenía que escribirlo como expresión no precisamente del afecto que profesé á Araujo, sino de todo lo que por espacio de tantos años he pensado de él mientras vivió, y por esto debí callarlo y no debí decirlo hasta ahora, para ser creído.
Veamos ahora cómo Araujo se hizo artista y luego crítico.

I

D. Ceferino (así le llamado yo siempre á aquel constante amigo de mi casa y el más íntimo de mi hermano mayor) había nacido en Santander á 21 de Octubre de 1829.
Nació allí por circunstancia fortuita, sin duda por haber llevado allá á su familia los deberes del cargo de Médico de la Armada que ejerció su padre D. Tomás Araujo. Este era natural de Valladolid; la madre, doña Teresa Sánchez, de Madrid, y él, D. Ceferino (que no fué hijo único), era por sus gustos madrileño neto. De su puño y letra nos lo declaraba hace poco más de un año en una carta escrita desde Vitoria, y que revela, como todas las de su continua correspondencia mantenida en los últimos ocho años con los amigos, la nostalgia de Madrid.
Dice así: «Volviendo á lo que hablaba últimamente de Madrid. Aunque no nací en él me considero su hijo legítimo y cariñoso. Nací en Santander, tan por accidente, que no hacía un mes había llegado mi madre de Bayona. Luego, de los sesenta y siete años que cuento, sesenta he pasado en la corte, sin más que ausencias cortas, y la larga que ahora llevo; me parece que son títulos. Era tan pequeño cuando hice el viaje á Madrid, que aún no sabía muchas palabras; así es que al oír que tal día íbamos á pasar el puerto, tenia yo la ilusión de que iba á volver á ver el mar, que sentía haber dejado, y cuando en Somosierra me dijeron que aquello era el puerto, recibí un desencanto y aprendí un nuevo significado de la palabra. Entonces la vista de Madrid desde los Cuatro Caminos era muy diferente que ahora: nada le ocultaba, había infinidad de torres ¡que ya no hay! Por el aspecto artístico es el dolor, y presentaban una silueta (aquí hay un dibujo hecho de recuerdo) que tenía cierta analogía con la de los barcos que dejaba, lo que me cansó gran impresión, y quizás fué el origen de mi amor á aquellas torres, que ojalá entonces hubiera podido dibujar, pues serían muchas más, algunas curiosas. Después he dibujado muchas y observado también corresponden á tres ó cuatro tipos, todos elegantes y graciosos. No sé si el que se hallan asociadas á mi infancia, mi juventud me hace verlas así.»
En el año de 1847 empezó á asistir á la «dependencia de los estudios menores» que la Academia de Bellas Artes tenía establecida en la calle de Fuencarral. Ignoramios si antes había recibido lecciones, como es muy verosímil, de su tío, que llevaba igual nombre (D. Ceferino Araujo, pintor valisoletano, de quien precisamente en la catedral de Valladolid, en la sacristía, hay un tríptico con la imagen del Salvador en el centro y en las portezuelas las de los santos y santas de los reyes D. Fernando y Doña Cristina, Doña Isabel y D. Francisco de Asis), y que es el único antecedente artístico que conozco en la familia. Ello es que, según declara él mismo en la segunda de sus conferencias leídas en el Ateneo é impresas en la colección de ellas, titulada La España del siglo XIX (t. 3.°), asistió allí á la clase de figura, á la que asistían los alumnos «mayores y más formales», cuyo profesor era D. Juan Antonio Ribera. «Al cabo de un año de plumear figuras, dice él mismo, pedí el pase á los estudios superiores, que me fué concedido, previa presentación á la Junta (de profesores) de algunos de los trabajos ejecutados». Con efecto, en 1848 se matriculó en la clase de yeso, que, como las demás de la indicada enseñanza, se daba en el local mismo de la Academia, donde contiúa dándose, y tuvo de profesor á D. José Piquer. Ya entonces empezaba á despertar el movimiento artístico contemporáneo, cuya historia bosqueja Araujo en los primeros capítulos del citado trabajo, Palmaroli y tu tiempo, y recuerda como hecho trascendental y culminante de aquel año la creación de las pensiones para Roma, y el legítimo triunfo que en la oposición convocada al efecto alcanzó el joven pintor Bernardino Montañés. Asistió luego ála clase de colorido que tenía á su cargo D. José de Madrazo, y á la que concurrieron también Víctor Manzano, León Bonnat, Vicente Palmaroli, Antonio Gisbert, José Casado, Francisco Aznar, Carlos Esquivel, Juan García y Francisco Bande. Araujo se contó, por consiguiente, en la pléyade animosa y entusiasta que había de provocar el nuevo renacimiento de nuesta pintura, que hubo de manifestarse ó iniciarse desde la primera Exposición de Bellas Artes, celebrada en 1856; la primera Exposición seria, después de aquellas celebradas en la Academia por tiempo de ferias y que el mismo Araujo ha descrito tan pintorescamente. Lo que no dice es si concurrió á alguna de ellas, como es probable, pero no comprobable, por falta de catálogos impresos de tales certámenes.
En cambio veo que uno de los ciento treinta y cinco expositores de aquel de 1856, es Araujo: su obra es un retrato «de la señora J . G. de L.»; pero lo que más me llama la atención en el Catálogo que me sirve de guía, es que mi amigo se hizo inscribir en él como «discípulo de su tío D. Ceferino Araujo», lo cual prueba que, ó no estimaba grande el provecho que hubiese podido reportarle la enseñanza académica, ó prefirió ser consecuente al afecto de familia. Es posible que ambas causas influyeran en ello, y aunque en lo primero pudiera verse la primera muestra de una personalidad independiente, no sería el primero ni el único caso de rebeldía forzosa, nacida del temperamento, á la forma y espíritu de una enseñanza cuyas deficiencias rutinarias reconoce el mismo Araujo, á la par que la saludable influencia que en ella ejercía D. José de Madrazo, cuyas iniciativas y reformas hasta la creación de la escuela independiente de la Academia alaba sinceramente.
La citada Exposición fué sin duda el acontecimiento más importante de la historia contemporánea de las Artes españolas, por lo mismo que es el punto de partida de nuestro moderno renacimiento; y para Araujo marca época con más razón que para otros, sin duda porque su alma de artista, mejor preparada á sentir frente á la muda Naturaleza que frente á los dramas humanos, debió ser de aquéllas en las que causaron más honda impresión, algo como una revolución en las ideas y sentimientos estéticos, los paisajes pintados del natural (cosa novísima entonces, por extraño que parezca) que presentó un pintor belga, joven también, cuyo nombre se hizo famoso desde aquella ocasión, D. Carlos de Häes.
Dichos paisajes eran tres, dos de ellos pintados en el extranjero, pues son vistas de los brezales de Hasselt (Bélgica) y del bosque de Beaufort (Prusia), respectivamente, y el otro en España, pues el motivo es «el cerro Coronado, por la tarde». Para que se comprenda lo trascendental del hecho señalado y de la impresión que le causó á Araujo, es menester recordar las palabras de éste en su último trabajo: «Aquellos lienzos fueron una revelación que los artistas empezaban apenas á presentir; encerraban el estudio ingenuo del natural, elemento el primero y más necesario, que aquí andaba completamente olvidado».
Sin duda dicha impresión, conservada tantos años hasta consignarla en las líneas acabadas de transcribir, decidió por completo la suerte del joven Araujo como pintor. Todo innovador arrastra secuaces, y entre los primeros de De Häes se contó nuestro amigo. Leyéndole, se adivina el interés con que siguió el curso de la oposición que hizo aquél en 1857 á la plaza de profesor de Paisaje en la Escuela de Bellas Artes, la grata sorpresa y la íntima satisfacción con que debió ver que los ejercicios, en vez de hacerse de memoria, según rutina añeja, se hicieron en el campo, lo que de antemano proclamaba el triunfo de opositor de tal fuerza.
No se contentó el admirador con serlo platónico, sino que quiso también ser neófito de la nueva doctrina que, según su frase, «siguió predicando» De Häes desde la clase que había ganado; y, con efecto, en el catálogo de la segunda Exposición, ó sea la de 1858, Araujo no se titula ya discípulo de su tío, sino de D. Carlos da Häes, aunque no debió recibir sus lecciones en la Escnela, sino particularmente, y su cuadro no es, por lo tanto, de figura, sino un paisaje respecto de cuyo asunto y ejecución se creyó obligado á inscribir lo siguiente: «La noria arruinada: paisaje tomado de las inmediaciones del puente de Santa Isabel, en el canal de Manzanares».
Celebróse en Valladolid, en 1859, una Exposición castellana, en la que expuso Araujo y ganó, ignoro con qué obra, nada menos que una medalla de plata. Seguramente que entonces, tiempos más inocentes que los actuales, no se ponían en juego todos los poderes humanos y divinos para obtener recompensas en las Exposiciones; pero os juro que de todos modos no fué nunca Araujo quien así ganó sus recompensas.
Llegó la Expoción de Bellas Artes del 1860 y presentó dos paisajes: Lavadero de San Lorenzo en los alrededores de Avila y Recuerdo de la arboleda de San Antonio de Avila, uno de ellos le valió una mención honorífica de primera clase, que sin duda representaba tanto como la medalla obtenida en un certamen no esencialmente artístico.
En la Exposición siguiente, que fué la de 1862, recibió mayor recompensa: una medalla de segunda clase, y las obras que presentó eran La playa del Grao en Valencia, Tarde de verano, obra que pertenecía á la señora condesa viuda de Velle, y Recuerdos del Guadarrama.
Los títulos de los cuadros que vamos citando indican que Araujo, como todos los paisajistas de la nueva escuela, viajaba, seguramente, sin otros fines que los artísticos. Esto de viajar por satisfacer una necesidad estética debía ser muy nuevo en nuestras costumbres, y la pintura de paisaje debió contribuir á ello, pues el ejemplo de los paisajistas fué bien pronto seguido en ese punto, como en otros muchos, por los demás artistas. Araujo, que tenía—y no lo hemos dicho-—medios de fortuna para vivir modestamente, pero sin necesitar del producto de sus obras, y sin otras ambiciones que las de satisfacer á su propio espíritu con el cultivo del arte, viajó por la Península y viajó también por el extranjero. A esto debió impulsarle el ejemplo de su maestro, que no dejaba de hacer excursiones á su país, de donde siempre traía bellos paisajes. Araujo estuvo en Bélgica, en Inglaterra y en Francia. Su ausencia de España debió ser, ó empezar, en el año 1864, pues no concurrió á la Exposición nacional celebrada aquel año; pero sí á la internacional de Bayona, también entonces celebrada, y en la que se vio premiado con Medalla de bronce.
Estos triunfos no le envanecieron, ni era Araujo hombre para ello; cultivador del arte por el arte, nunca dio aprecio á lisonjas y ostentaciones de esa naturaleza, y repetidamente ha sustentado el principio de que en las Exposiciones no debían darse premios. Si aquí consignamos los que él tuvo es porque para la generación actual es un pintor desconocida y no queremos que bajo nuestra sola palabra se crea en su mérito.
Sería largo el depurar las varias causas que contribuyeron á qué Araujo mirase con indiferencia cuanto á su medro personal pudiera referirse, y casi de seguro hallaríamos el fundamento de todo en su modo de ser en su temperamento de artista pasivo, si vale la expresión, más propenso á la contemplación del arte como materia de reflexión y de análisis, que á su práctica activa y ardorosa: gozaba más, sin duda, viendo obras de arte que pintando cuadros. Cada uno es como le hace el medio que le rodea, y Araujo, en su bienestar, halló apropiada á sus deseos esa inactividad laboriosa del pensador que gusta de solazarse en la observación de aquello que más le atrae y solicita su atención. Sobrio, sin ambiciones, contento de ver medrar á sus amigos, en los que siempre pensó más que en sí mismo, bien pronto se amortiguó en él aquel estusiasmo con que concurrió á las primeras Exposiciones.
Todavía presentó en la de 1866 cuatro paisajes: uno, cuyo motivo no se consigna en el Catálogo, pero que es un jardín con figuras á lo Watteau, cuadro elogiado y que, á lo que recordamos (pero no hemos podido comprobar), alcanzó premio; otro de Madrid, otro de Avila y otro de Hendaya. Después, desde la Exposición de 1871 ya no presentó nunca, ni en Madrid ni fuera. Seguía pintando, sin embargo, y siguió siempre, pero como distracción de su espíritu y sin fines ulteriores. Tenia y ha tenido muchos años estudio puesto en la casa que poseía y en que ha habitado en Madrid, en la calle de Tudescos. Cultivó con preferencia el paisaje, sin olvidar la figura, tanto que, entre otros, pintó dos retratos para la colección del Ateneo de Madrid: uno el de D. Salustiano de Olózaga y otro el del General D. Antonio B . Zarco del Valle; y pintó también algunos cuadros que mejor pueden llamarse de género que no paisajes con figuras. Cuatro de ellos regaló á mi hermano Enrique: el más importante es el citado de la Exposición de 1866.
Por entretenimiento, en la casa que poseía en El Escorial y en la cual pasó algunas temporadas, no sólo veraniegas, por los años de 68 á 78, ejecutó también con acierto alguna pintura decorativa.
La pintura de Araujo se distingue por la sinceridad, la sencillez en el pensamiento y en la ejecución, lo elegante del dibujo y lo agradable del color. En sus cuadros, como en sus escritos, resalta una personalidad original que, sin rasgos brillantes, se manifiesta completamente opuesta á lo vulgar. Independientemente de sus escritos, sus cuadros bastan para enaltecer su nombre que no consta y debiera constar en el Catálogo del Museo de la pintura contemporánea, pues la originalidad de Araujo está en una distinción que atrae, que despierta simpatía, y que no suele hallarse en nuestros pintores.
Por falta de datos no puedo, ni es absolutamente necesario, seguir progresivamente la vida de Araujo; pero retrocediendo un poco debo consignar que, asiduo concurrente á la tertulia de artistas y aficionados á cosas de arte que se reunían por los años inmediatamente anteriores á la revolución de 1868 en el café Suizo todas las noches, fué uno de los que contribuyeron á la publicación de la revista titulada El Arte en España, cuyo pensamiento, de que fué alma el distinguido escritor de Bellas Artes D. Gregorio Cruzada Villaamil, nació allí, en 1862. Orgulloso se sentía Araujo —él mismo nos lo ha dicho hace un mes—de haber tomado parte en tal obra, y podía estarlo, porque en ella dejó muestras estimables de su talento de artista, al propio tiempo que sus primeros notabilísimos trabajos como crítico.
De aquellos, unos son dibujos originales, litografiados por él mismo: Playa de Valencia y un paisaje sin título (tomo I); otra, la litografía del precioso paisaje que hizo Velázquez en la Villa Medicis (cuadro número 102 del Museo del Prado), otras facsímiles, también litografiados por él, de dibujos de Navarrete El mudo (en el tomo II), de Manzano (tomo IV) y de Aniello Falcone (tomo VI). Esta litografía, publicada en 1867, es la última obra de arte que Araujo dio al público. Ya desde el año anterior había cambiado de rumbo, y prefería publicar los juicios que le merecían los pintores antiguos.

II

Sin duda, la causa que debió impulsar á Araujo á ejercitar su talento en el campo de la historia del arte y de la crítica pictórica, tan acomodado á sus gustos y á su temperamento, fué el viaje que realizó por el extranjero, donde vio tantos monumentos y tantas obras maestras dispuestas convenientemente para la pública contemplación en las salas de los Museos.
A los ojos de otro español quizá esto no hubiese pasado de ser agradable; á los de Araujo, tan observador, el nivel de la cultura artística de países en que tanta atención se pone en desarrollarla, hubo de impresionarle hondamente, y al establecer comparaciones con nuestro país, como no sentía el patriotismo del envanecimiento, sino aquel otro más práctico, que se ejercita en reclamar y procurar el perfeccionamiento progresivo, apoderóse de su espíritu una sed ardiente de fomentar en España el amor verdadero á las cosas de arte, quilatando con juicios acertadísimos el valor técnico de las obras de nuestras pinacotecas nacionales, pidiendo incesantemente mejoras y reformas en tales centros educadores, combatiendo con tesón incansable todo aquello que á su parecer podía ser obstáculo para el logro de tan beneficiosos deseos. Ilustrar la opinión, formarla con elementos sanos, nuevos y sencillos, tomados de las mismas obras de arte, de sus caracteres peculiares y distintivos: esto es lo que constituyen el móvil y el objeto de todos los escritos de Araujo. En ellos, y de palabra, solía dar muestras de negro pesimismo respecto de la ineficacia de sus predicaciones, pero no por eso dejaba de hacerlas, aunque sólo le leyeran los amigos, como él solía decir; y esto prueba que podía más que su falta de fe en las aficiones de nuestro público al arte y á la lectura, el noble deseo de arrojar la semilla de la buena doctrina. Pero la verdadera causa de que él, es decir, sus escritos no hayan llegado á la gran masa del público, siquiera sea tan poco numeroso el que tiene tales aficiones, fué aquella apatía que le mantuvo siempre obscuro, sin procurarse notoriedad, sin imponerse ni hacer alarde de sus opiniones. No basta decir las cosas, sino saberlas decir de modo que se oiga, de modo que llegue, y él acaso no lo supo porque no necesitó de su pluma, como no necesitó de sus pinceles para vivir, ni tuvo ambición de ganar honores.
Lo mismo en sus cuadros que en sus escritos, Araujo ha cultivado el arte por el arte: cuando pintaba, por el placer de ejecutar; cuando escribía, por el de dar á conocer, según su criterio, las obras artísticas y fomentar la estimación de ellas. Acaso tan nobles deseos produjo á veces resultados contraproducentes, haciendo parecer intencionadas censuras á las personas lo que era celo patriótico por las cosas. Pero los que le hemos tratado sabemos que era inofensivo como un niño, y que en su noble corazón no cabían pasiones pequeñas.
Ofrecen sus escritos dos aispectos: uno batallador, en todo lo referente á las mejoras de los Museos y colecciones artísticas; otro, crítico ó doctrinal, que encierra sus juicios sobre la pintura y el arte en general. Aquello es transitorio, porque las mejoras que él reclamaba, la fuerza de las cosas ha impuesto algunas de ellas y con el tiempo las impondrá todas; pero los juicios quedarán siempre. Y quedarán por lo mismo que no es posible afiliarlos á ninguna escuela estética, sino que son producto espontáneo de un criterio independiente, amplio, sin prevenciones, formado en la observación desapasionada y personalísima; quedarán, porque este valor personal inapreciable tenia por sólidos fundamentos la educación técnica, la ejercitada experiencia, y, lo que valía más que todo, porque no es ciencia que se aprende, sino don con que se nace: la intuición verdaderamente genial con que sabía penetrar con pasmosa seguridad, sin esfuerzo ni vano alarde, en las entrañas, por decirlo así, de las obras de arte, y descubrir los rasgos peculiares de quien las ejecutó y los caracteres distintivos de su estilo. La piedra de toque de las clasificaciones en la historia del arte y muy especialmente en la de la pintura, el discernimiento de las obras auténticas de un autor ó de aquellas que deban atribuírsele, y de las que le fueron erróneamente atribuidas, era el fuerte de Araujo, que, como es consiguiente, poseía la cualidad indispensable para el caso, que es bastante amplitud de criterio, y esa fina perspicacia para comprender y sentir con saludable eclecticismo las diversas y hasta contradictorias escuelas y personalidades del arte.
Tales son los rasgos personales que se descubren desde los primeros escritos de Araujo, que fueron Estudio del Museo de Valencia y Una visita á los Museos de Barcelona y Zaragoza, publicados en El Arte en España (tomos IV y VI) en los años 1866 y 1867, que más tarde, en unión de otra serie de artículos sobre la pinacotea matritense y las demás provinciales, fueron publicados en la Revista Europea (tomo V) y constituyeron el libro de Los Museos de España, el más importante de Araujo para la vulgarización de conocimientos, fin que si no lo consiguió bastante fué por lo corto de la edición. El prólogo de este libro tiene por tema el que lo fué constante en la crítica del autor: la falta de afición á las artes que en España se advierte y se advirtió siempre. Otro escritor hubiese empezado, como es corriente, por pintar un estado de cosas de lo más lucido y próspero en la materia. Araujo, que no servía para desfigurar las cosas, sino para declararlas, traza con fidelísimos rasgos el cuadro elocuente de la azarosa lucha por la existencia que arrastraron nuestros pintores de antaño, en un país que sólo admitía el arte como complemento de las necesidades del culto, y señala la importancia de los Museos en las naciones como medio educador en las mismas, la necesidad de fomentarlos y mejorarlos, sin ocultar las deficiencias existentes entonces, cuya raíz era la falta de aficiones artísticas en el país. Después examina las colecciones existentes, comenzando por la de Madrid, planteando desde luego el problema de la clasificación por escuelas. Combate duramente el sentido, generalmente geográfico, que se da al término escuela, que sólo cree aplicable á individuos. Examina luego los cuadros, á un tiempo los de la Academia de San Fernando y los del Museo del Prado (tanto era su deseo de ver juntas ambas colecciones), fijándose principalmente en las atribuciones. De la cuenta de Rubens y de la de Velázquez, por ejemplo, quita varias obras de las numerosas que se les atribuyen.
En los últimos años, en las columnas del periódico El Día, amplió, en una serie de artículos, sus juicios sobre nuestra pinacoteca nacional, é hizo una campaña tenaz en pro de las mejoras del Museo.
Con ser tan importante el libro de Los Museos, lo es aún más, por el alcance y lo acabado del estudio que contiene, el libro titulado Goya, de cuyas primicias disfrutaron los lectores de La España Moderna. Seguramente el mayor triunfo de Araujo, el que inmortalizará su nombre, es el de haber destruido, con racionales deducciones y evidentes pruebas, la leyenda con que se han desfigurado la personalidad y las obras de D. Francisco Goya. En aquellas páginas admirables hay elementos sobrados para sanear la crítica de las artes, tan viciada y desfigurada por vulgares preocupaciones y falsos conceptos mantenidos por la rutina y la ignorancia. Si á pesar de haber presentado Araujo á Goya bajo un aspecto completamente nuevo, que es el de la realidad, y de haber puesto por apéndice de su libro un catálogo bastante completo de sus obras, sigue presentándose á aquél, hasta en el teatro, como no fué—torero y amigo de andar entre gente maleante,—y si se sigue creyendo ver en alguna de sus obras el mayor ultraje que un hombre bien nacido y honrado, como, era Goya, puede inferir á una dama de quien recibió protección, es porque, desgraciadamente, Araujo tenía razón en lamentarse de la falta de amor á la lectura que hay en este país.
A la breve lista de las obras de Araujo hay que añadir dos opúsculos que bajo el título de Pintores españoles y otro con el de Nociones de Perspectiva se han publicado anónimos (tan poco se pagaba Araujo del valor de sus escritos por ser suyos), en la Biblioteca Popular de Arte, y que sin duda han de contribuir poderosamente á la obra de vulgarización que él persiguió siempre con fin eminentemente patriótico.
No sólo con los libros, también desde la cátedra del Ateneo, en un período que sólo abraza unos ocho años, hasta el de 1890 en que se retiró á vivir en Vitoria, procuró Araujo difundir el amor al arte. Impresas están sus notabilísimas conferencias, á que hicimos referencia, sobre el desarrollo de la pintura española desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días, y otra cuyo originalísimo tema se deja comprender por el título: Categoría y excelencias del Arte barroco. Porque Araujo, inspirado en aquel saludable eclecticismo que garantiza y avalora la imparcialidad de sus juicios, jamás admitió y combatió siempre el estrecho cuanto caprichoso principio defendido por los clásicos y académicos de antaño, de que era menester abominar de la obra de Borromino y Churriguera, porque no se ajusta á los preceptos de Vignola, ó á las máximas de Canova y de David. Araujo, sin haber leído á Taine y acaso antes que éste, ha sentado y defendido el saludable principio de la igualdad de méritos en el arte de cada tiempo ante la crítica moderna, que debe á cada pueblo ó época pasada la misma consideración y respeto.
Vivos están en la memoria de los artistas y aficionados al arte los recuerdos de las conferencias leídas por Araujo en el Ateneo y las controversias amenísimas por él mantenidas en esa casa, en el círculo llamado de los estamperos y el de tertulios asiduos al salón que se distinguió como antitesis del llamado de la cacharrería. Fué Araujo una de las figuras más características de dicho círculo en el Ateneo, por haber sido coleccionista de estampas en aquellos primeros años de su estancia y de estudio puesto en Madrid. Justamente las estampas españolas de fines del pasado siglo y principios del actual le sirvieron de tema para una conferencia, que fué de las primeras que se dieron en el Ateneo con el complemento gráfico del aparato de proyecciones.
Escribió, y vieron la luz pública en periódicos y revistas, algunos artículos de asuntos artísticos; y su pluma, que no gustaba de permanecer ociosa, se ejercitó también en la amena literatura y en censurar con fina sátira los defectos sociales. Es curioso en este respecto su artículo La navaja, cosa que considera como signo de una barbarie no desterrada aún del país de los toros, fiesta que también juzgaba desde igual punto de vista.
Araujo escribía bien, y hubiese escrito mejor ai se hubiese cuidado de pulir sus escritos. La forma suele ser descuidada ó incorrecta; pero la expresión es más personal que la de algunos literatos. De él puede decirse que ál escribir pintaba.
Deja inéditos un curiosísimo trabajó sobre Estampas españolas, con las que va trazando la historia de sucesos pasados, y un estudio en el que, bajo el titulo de Aspectos y transformaciones del arte ha puesta de manifiesto el lógico proceso histórico de la forma.
Tales han sido las obras y los esfuerzos del artista y del crítico.
Araujo, ya lo he dicho, es poco conocido; le han leído pocos más que los artistas, que eran los que estaban mejor preparados para comprenderle, pero debe tenerse fe en lo porvenir. Las ideas no se imponen y tardan en arraigar. Araujo ha sido un precursor del eclecticismo y la crítica técnica de las artes.
Como tantos hombres eminentes que se adelantaron á su tiempo, será conocido más adelante, apreciado por otras generaciones, que tomarán sus juicios por guia y su sinceridad por modelo. Esa será su gloria.
No digo esto por amistoso tributo, sino porque realmente lo siento. Este convencimiento íntimo ha dictado estas líneas, y cuantos conocieron á Araujo saben que merecían mucho más su privilegiada inteligencia y su corazón de oro.

José Ramón Mélida.
30 Noviembre 1897.