El alquimista (Howard Phillips Lovecraft)
El alquimista (The alchemist en inglés) es un relato de terror de H. P. Lovecraft , escrito en 1908, cuando Lovecraft tenía entre 17 y 18 años, y publicado por primera vez en la edición de noviembre de 1916 de The United Amateur.— Fragmento de El Alquimista en Wikipedia, la enciclopedia libre.
A
llá en lo alto, coronando la cimera cubierta de hierba de un montículo hinchado cuyos lados están arbolados cerca de la base con los árboles nudosos de la selva primitiva, está el viejo château de mis ancestros. Por siglos su alta crestería ha fruncido el ceño al salvaje y escarpado campo circundante, sirviendo como hogar y fortaleza para la casa orgullosa cuyo linaje honrado es más viejo incluso que los muros llenos de musgo del castillo. Estos torreones antiguos, manchadas por las tormentas durante generaciones y desmoronadas bajo la lenta pero poderosa presión del tiempo, formaron en las épocas del feudalismo una de las fortalezas más temidas y formidables de toda Francia. Desde sus matacánes y petriles, y sobre sus cresterías, barones, condes e incluso reyes habían sido desafiados, pero nunca sus amplios pasillos resonaron al paso del invasor.Pero desde esos gloriosos años todo ha cambiado. Una pobreza poco por encima de la miseria extrema, junto al orgullo de un nombre que prohíbe su alivio por las actividades de la vida comercial, han impedido que los vástagos de nuestro linaje mantengan sus propiedades en su esplendor prístino; y la piedras desprendidas de los muros, la maleza de los parques, el foso seco y polvoriento, los patios mal pavimentados y las torres derrumbadas afuera, así como los suelos hundidos, los boiseries comidos por gusanos, y los tapices descoloridos adentro. Todos cuentan un sombrío cuento de grandeza caída. A medida que pasaban las edades, primero una, y luego otra de las cuatro grandes torres se dejaron en ruinas, hasta que al final una sola torre albergó a los descendientes tristemente reducidos de que una vez fueron los poderosos señores de la finca.
Fue en una de las vastas y oscuras cámaras de esta última torre que yo, Antoine, último de los infelices y malditos Comtes de C––, vi por primera vez la luz del día, hace noventa años. Dentro de estos muros, y entre los oscuros y sombríos bosques, los barrancos salvajes y las grutas de la ladera de la colina, pasaron los primeros años de mi vida atribulada. Mis padres nunca los he conocido. Mi padre había muerto a la edad de treinta y dos años, un mes antes de que yo naciera, por la caída de una piedra de algún modo desalojada de uno de los parapetos desiertos del castillo, y mi madre había muerto en mi nacimiento, mi cuidado y mi educación dependía sólo del último servidor que quedaba, un hombre viejo y de confianza de considerable inteligencia, cuyo nombre recuerdo como Pierre. Yo era hijo único y la falta de compañía que este hecho implicaba para mí fue aumentada por el extraño cuidado que ejerció mi anciano guardián al excluirme de la sociedad de los niños campesinos cuyas moradas se dispersaban aquí y allá en las llanuras que rodean la base de la colina. En ese momento, Pierre dijo que esta restricción me fue impuesta porque mi noble nacimiento me colocó por encima de la asociación con tal compañía plebeya. Ahora sé que su verdadero objetivo era mantener alejados de mis oídos los relatos ociosos de la horrible maldición sobre nuestro linaje, que eran contados durante la noche y amplificados por los sencillos arrendatarios mientras hablaban en en voz baja en al fuego de los hogares de sus chozas.
Aislado de esa manera y librado a mis propios recursos , pasé las horas de mi infancia examinando los tomos antiguos que llenaban la sombría biblioteca del château y en vagar sin destino ni propósito a través del perpetuo crepúsculo de bosque espectral que cubre los lados de la colina cerca de su base. Tal vez fue un efecto de tales entornos que mi mente pronto adquirió una sombra de melancolía. Los estudios y las actividades que participan de lo oscuro y lo oculto en la naturaleza reclamaron con más fuerza mi atención.
De mi propia estirpe se me permitía aprender singularmente poco, y sin embargo, el pequeño conocimiento que podía obtener de ella parecía deprimirme mucho. Tal vez fue, al principio, sólo la manifiesta repugnancia de mi viejo preceptor a la hora de discutir conmigo mi ascendencia paterna que dio lugar al terror que sentía por la mención de mi gran clan, aunque mientras abandonaba la niñez, pude juntar fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar por una lengua poco dispuesta que había comenzado a vacilar al acercarse a la senilidad, que tenía una especie de relación con una cierta circunstancia que siempre había considerado extraña, pero que ahora se volvía un tanto terrible. La circunstancia a la que me refiero es la temprana edad en que todos los Comtes de mi linaje alcanzaban su fin. Mientras yo había considerado esto hasta entonces como un atributo natural de una familia de hombres de corta vida, después reflexioné mucho tiempo sobre estas muertes prematuras, y comencé a conectarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo hablaba de una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores de mi título superaran el límite de treinta y dos años. Cuando cumplí veintiún años, el anciano Pierre me entregó un documento familiar que, según él, durante muchas generaciones había sido transmitido de padre a hijo, y continuado por cada poseedor. Su contenido era de la naturaleza más sorprendente, y su lectura confirmó el más grave de mis temores. En este momento, mi creencia en lo sobrenatural era firme y profunda, de lo contrario debería haber desechado con desprecio la increíble narración desplegada ante mis ojos.
El papel me llevó de nuevo a los días del siglo XIII, cuando el castillo antiguo en el que estaba había sido una fortaleza temida e inexpugnable. Hablaba de cierto hombre antiguo que había habitado una vez en nuestras haciendas, una persona de no pocos logros, aunque poco por encima de la categoría de campesino; por su nombre, Michel, usualmente designado por el apellido de Mauvais, el Mal, por su siniestra reputación. Había estudiado más allá de la costumbre de su especie, buscando cosas tales como la piedra filosofal, o el elixir de la vida eterna, y era considerado sabio en los terribles secretos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo, llamado Charles, un joven tan competente como él mismo en las artes ocultas, y que por lo tanto le habían llamado Le Sorcier o el Brujo. Este par, rechazado por toda la gente honesta, eran sospechosos de las prácticas más horribles. Se decía que el viejo Michel había quemado a su esposa viva como un sacrificio para el Diablo, y las inexplicables desapariciones de muchos niños pequeños campesinos fueron echadas a la temida puerta de estos dos. Sin embargo, a través de la naturaleza oscura del padre y el hijo brilló un redentor rayo de humanidad; el viejo malvado amaba a su descendencia con intensidad feroz, mientras que el joven tenía para sus padres un afecto más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró en la confusión más salvaje por la desaparición del joven Godfrey, hijo de Henri, el Comte. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la cabaña de los hechiceros y se encontró con el viejo Michel Mauvais, ocupado en un caldero enorme y violentamente hirviendo. Sin ninguna causa, en la locura desenfrenada de la furia y la desesperación, el comte puso las manos sobre el anciano mago, y antes de soltar su agarre asesino, su víctima ya había dejado de existir. Mientras tanto, los alegres criados proclamaban en voz alta el hallazgo del joven Godfrey en una cámara lejana y sin uso del gran edificio, anunciándolo demasiado tarde, ya que el pobre Michel había sido asesinado en vano. Cuando el Comte y sus colaboradores se alejaron de la humilde morada de los alquimistas, la forma de Charles Le Sorcier apareció entre los árboles. La emocionada charla de los hombres que estaban a su alrededor le contó lo que había ocurrido, pero al principio parecía indiferente ante el destino de su padre. Luego, avanzando lentamente para encontrarse con el Comte, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que siempre perseguiría la casa de C––.
- «No podrá un noble de tu linaje homicida
- sobrevivir para alcanzar una edad mayor que la tuya!»
Proclamó cuando, de repente saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una ampolla de líquido incoloro que lanzó en la cara del asesino de su padre desapareciendo detrás de la entintada cortina de la noche. El Conde murió sin decir palabra, y fue sepultado al día siguiente, con poco más de treinta y dos años desde la hora de su nacimiento. Ningún rastro del asesino pudo ser encontrado, aunque bandas incansables de campesinos barrieron los bosques vecinos y la pradera alrededor de la colina.
Así, el tiempo y la falta de un recordatorio entorpecían el recuerdo de la maldición en las mentes de la familia del difunto comte, de modo que cuando Godfrey, causa inocente de toda la tragedia y ahora llevando el título, fue asesinado por una flecha mientras cazaba, a la edad de treinta y dos años, no había pensamientos excepto los de dolor en su fallecimiento. Pero cuando, años después, el joven comte, llamado Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano sin causa aparente, los campesinos contaron en susurros que su señor había pasado su trigésimo segundo cumpleaños cuando fue sorprendido por una muerte prematura. Luis, hijo de Roberto, fue encontrado ahogado en el foso a la misma edad fatídica, y así a través de los siglos corrió la crónica ominosa; Henris, Roberts, Antoines y Armands arrebatados de vidas felices y virtuosas un poco por debajo de la edad de su desafortunado antepasado en su asesinato.
No me quedaba mucho, aunque once años de existencia posterior se me aseguró por las palabras que leí. Mi vida, antes tenida a un pequeño valor, ahora se volvía más valiosa para mí cada día, mientras profundizaba cada vez más en los misterios del mundo oculto de la magia negra. Aislado como estaba, la ciencia moderna no había producido ninguna impresión en mí, y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como lo habían sido el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición del aprendizaje demonológico y alquímico. Sin embargo, leyendo todo lo que podía, de ninguna manera podía dar explicación a la extraña maldición sobre mi linaje. En momentos inusualmente racionales, llegaría incluso a buscar una explicación natural, atribuyendo las primeras muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y a sus herederos; sin embargo, después de haber investigado cuidadosamente que no había descendientes conocidos del alquimista, volvería a mis estudios ocultos, y una vez más me esforzaría por encontrar un hechizo que liberara mi casa de su terrible carga. En una cosa estaba absolutamente resuelto. Yo nunca me casaría, porque como no existían otras ramas de mi familia, podría poner fin a la maldición conmigo mismo.
Cuando me acerqué a la edad de treinta años, el viejo Pierre fue llamado al más allá. Yo solo lo enterré bajo las piedras del patio sobre el que había amado vagar en vida. Así me dejé para reflexionar sobre mí como la única criatura humana dentro de la gran fortaleza, y en mi completa soledad mi mente empezó a cesar su vana protesta contra el destino inminente, a reconciliarse con el destino que tantos de mis antepasados tuvieron. Gran parte de mi tiempo estaba ahora ocupado en la exploración de las salas y torres en ruinas y abandonadas del antiguo château , que en la juventud el miedo me había hecho huir, y algunas de las cuales el viejo Pierre me había dicho una vez que no había sido pisado por el pie humano durante más de cuatro siglos. Extraño e impresionante fueron muchos de los objetos que encontré. Muebles, cubiertos por el polvo de los siglos y desmenuzados con la putrefacción de la larga humedad, se encontraron con mis ojos. Telarañas en una profusión nunca antes vista por mí tejidas por todas partes, y los grandes murciélagos batían sus huesudas y misteriosas alas por todos lados de la de lo contrario vacía oscuridad.
De mi edad exacta, incluso hasta días y horas, guardaba un registro muy cuidadoso, pues cada movimiento del péndulo del reloj masivo de la biblioteca dejaba escapar mucho más de mi condenada existencia. Al fin me acerqué a ese tiempo que tanto tiempo había visto con aprensión. Puesto que la mayoría de mis antepasados habían sido confiscados un poco antes de que llegaran a la edad exacta del comte Henri en su final, yo estaba a cada momento a la espera de la llegada de la muerte desconocida. En qué extraña forma la maldición me alcanzaría, no lo sabía; pero al menos estaba resuelto a no encontrarme una víctima cobarde o pasiva. Con un nuevo vigor me dirigí a mi examen del antiguo château y su contenido.
Fue en una de las más largas de todas mis excursiones de exploración en la parte desierta del castillo, faltaba una semana antes de la hora fatal cuando sentí que marcaba el último límite de mi estancia en la tierra, más allá del cual yo ni siquiera tenía la más mínima esperanza de seguir respirando, que me encontré con el acontecimiento culminante de toda mi vida. Había pasado la mayor parte de la mañana subiendo y bajando escaleras medio arruinadas en uno de los más dilapidados de las torreones antiguos. A medida que avanzaba la tarde, buscaba los niveles inferiores, descendiendo a lo que parecía ser un lugar medieval de confinamiento, o un almacén excavado más recientemente para la pólvora. Mientras atravesaba lentamente el pasadizo lleno de incrustaciones al pie de la última escalera, la pavimentación se volvió muy húmeda y pronto vi a la luz de mi antorcha parpadeante que una pared en blanco, manchada de agua, impedía mi viaje. Girando para volverme sobre mis pasos, mi mirada fue a parar a una trampilla con un anillo, que yacía directamente debajo de mis pies. Hice una pausa, tuve dificultad en levantarla, después de lo cual se reveló una abertura negra, exhalando vapores nocivos que causaron que mi antorcha chisporroteara, y revelando en la mirada vacilante la cima de un escalón de piedra. Tan pronto como la antorcha, que bajé a las profundidades repelentes, ardía libre y firmemente, comencé mi descenso. Los peldaños eran muchos, y conducía a un estrecho pasadizo de piedra que yo supuse que debía estar muy por debajo del suelo. Este pasaje resultó de gran longitud y terminó en una gigantesca puerta de roble, goteando con la humedad del lugar, y resistiendo con firmeza todos mis intentos de abrirla. Cesando después de un tiempo mis esfuerzos en esta dirección, había retrocedido un poco hacia los escalones, cuando de repente sufrí una de las experiencias más profundas y enloquecedoras capaces de ser soportadas por la mente humana. Sin advertencia, oí cómo la pesada puerta tras de mí crujía lentamente sobre sus oxidadas bisagras. Mis sensaciones inmediatas son incapaces de análisis. Ser confrontado en un lugar tan completamente desierto como había considerado el antiguo castillo con evidencia de la presencia de un hombre o un espíritu, produjo en mi cerebro un horror de la descripción más aguda. Cuando por fin me volví y me enfrenté la fuente del sonido, mis ojos debieron haberse salido de sus órbitas ante la escena que contemplaban. Allí en la antigua puerta gótica había una figura humana. Era el de un hombre vestido con un cervelliere y una larga túnica medieval de color oscuro. Su cabello largo y su barba frondosa eran de un tono negro terrible e intenso, y de profusión increíble. Su frente, más allá de las dimensiones usuales; sus mejillas, profundamente hundidas y fuertemente forradas de arrugas; y sus manos, largas, como garras y nudosas, eran de una blancura mortal como el mármol, como jamás he visto en el hombre. Su figura, inclinada a las proporciones de un esqueleto, estaba extrañamente doblada y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar prenda. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos; cavernas gemelas de negrura abismal; profundo en la expresión de la comprensión, pero inhumano en grado de maldad. Estos estaban ahora fijados en mí, perforando mi alma con su odio, y arraigándome al lugar en que me encontraba. Por fin, la figura habló con una voz profunda y lenta que un frío me atravesó con un sordo vacío y latente malevolencia. El idioma en el que se vestía su hablar era esa forma degradada de latín en uso entre los hombres más eruditos de la Edad Media, y me fue familiarizado por mis prolongadas investigaciones sobre las obras de los antiguos alquimistas y demonologistas. La aparición habló de la maldición que había suspendido por mi casa, me habló de mi próximo fin, se ocupó del mal cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais y se regodeó por la venganza de Charles Le Sorcier. Me contó cómo el joven Charles había escapado en la noche, volviendo después de años a matar a Godfrey el heredero con una flecha justo cuando se acercaba a la edad que había tenido su padre durante el asesinato; cómo había regresado secretamente a la finca y se había establecido, ignorado, en la siempre desierta cámara subterránea, cuya puerta ahora enmarcaba al horrible narrador; cómo se había apoderado de Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzó veneno por su garganta y lo dejó morir a la edad de treinta y dos años, manteniendo así las vil aplicación de su vengativa maldición. En este punto me quedé a imaginar la solución del mayor misterio de todos, cómo se había cumplido la maldición desde aquella época en la que Charles Le Sorcier debió haber muerto según el curso de la naturaleza, pues el hombre divagó en un relato sobre los estudios de las profundidades alquímicas de los dos brujos, padre e hijo, hablando sobre todo de las investigaciones de Charles Le Sorcier sobre el elixir que debe conceder a quien lo toma la vida eterna y la juventud.
Su entusiasmo había parecido, por el momento, quitar de sus terribles ojos el odio que en un principio los había atormentado, pero de repente la mirada diabólica volvió y con un sonido inesperado como el seseo de una serpiente, el desconocido levantó una ampolla de cristal con la evidente intención de terminar mi vida como lo había hecho Charles Le Sorcier, seiscientos años antes, terminando con la de mi antepasado. Empujado por algún instinto conservador de autodefensa, rompí el hechizo que hasta entonces me había mantenido inmóvil, y arrojé mi antorcha ahora moribunda a la criatura que amenazaba mi existencia. Oí cómo el frasco se rompía inofensivamente contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del hombre extraño se incendiaba y alumbraba la horrible escena con un brillo espantoso. El grito de pánico y la malicia impotente emitida por el presunto asesino resultó demasiado para mis nervios ya sacudidos, y caí sobre el suelo embarrado en un total desmayo.
Cuando finalmente recobré el sentido, todo era terriblemente oscuro, y mi mente recordando lo que había ocurrido, se encogió ante la idea de contemplar más; sin embargo, la curiosidad sobrepasó todo. ¿Quién, me pregunté, era este hombre del mal, y cómo llegó dentro de las murallas del castillo? ¿Por qué debía buscar la venganza de la muerte del pobre Michel Mauvais, y cómo se había llevado a cabo la maldición a lo largo de los largos siglos desde los tiempos de Charles Le Sorcier? El temor de años se salió de mis hombros, porque sabía que el que yo había derribado era la fuente de todo mi peligro de la maldición; y ahora que estaba libre, ardía con el deseo de aprender más de lo siniestro que había perseguido mi linaje durante siglos, e hizo de mi propia juventud una larga pesadilla. Determinado en la exploración adicional, busqué en mis bolsillos el pedernal y el acero, y encendí la antorcha no utilizada que tenía conmigo. En primer lugar, la nueva luz reveló la forma distorsionada y ennegrecida del extraño misterioso. Los horribles ojos estaban ahora cerrados. No me gustaba la vista, me di la vuelta y entré en la cámara más allá de la puerta gótica. Aquí encontré lo que parecía un laboratorio de alquimistas. En una esquina había una inmensa pila de un brillante metal amarillo que brillaba magníficamente a la luz de la antorcha. Puede que fuera oro, pero no me detuve a examinarlo, pues me sentí extrañamente afectado por lo que había sufrido. En el extremo más alejado del apartamento había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos salvajes del bosque oscuro de la ladera. Lleno de asombro, pero ahora dándome cuenta de cómo el hombre había conseguido acceso al castillo, procedí a regresar. Había tenido la intención de pasar por los restos del extraño con rostro desviado, pero cuando me acerqué al cuerpo, parecía oír emanar de él un débil sonido, como si la vida no estuviera todavía completamente extinguida. Horrorizado, me volví para examinar la figura carbonizada y arrugada en el piso
Entonces, de repente, los ojos horribles, más negros incluso que el rostro chamuscado en que estaban puestos, se abrieron de par en par con una expresión que no pude interpretar. Los labios agrietados trataron de enmarcar palabras que no podía entender bien. Capté una vez el nombre de Charles Le Sorcier, y de nuevo me imaginé que las palabras “años" y “maldición" salían de la boca retorcida. Sin embargo, fallé en encontrar el significado de su discurso entrecortado. Ante mi ignorancia evidente de su significado, los alquitranados ojos volvieron a brillar malévolamente hacia mí, hasta que, impotente como vi a mi oponente ser, temblé mientras lo observaba.
De repente, el desgraciado, estimulado con su última fuerza, levantó su espantosa cabeza del pavimento húmedo y hundido. Entonces, mientras yo estaba en el lugar, paralizado por el miedo, encontró su voz y en su aliento moribundo gritó aquellas palabras que siempre perseguirán mis días y mis noches:"Necio!–gritaba–¿No puedes adivinar mi secreto ?, ¿no tienes cerebro para reconocer la voluntad que durante seis siglos ha cumplido la terrorífica maldición sobre tu casa? ¿No te he hablado del gran elixir de la vida eterna? ¿No sabes cómo se resolvió el secreto de la Alquimia?, te lo digo, soy yo! Yo! Yo! quien ha vivido durante seiscientos años para mantener mi venganza, ¡PORQUE SOY CHARLES LE SORCIER!"
H. P. LOVECRAFT.