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El mayordomo

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Está vendida la estancia. Han venido a recibirse de ella dos hermanos, rubios, jóvenes, con muchas pecas en la cara, polainas en las piernas y gorrita de paño a cuadros en la cabeza.

Ellos son, al mismo tiempo, los dueños y administradores. Hablan español con mucho acento inglés, pero se hacen entender bien, y por lo demás, hablan poco.

Al mayordomo viejo, un criollo nacido en ese mismo campo, cuando los indios todavía pegaban a menudo sus matones, y que ha plantado por su mano los sauces más viejos que dan a la casa su sombra, le han declarado que no necesitan sus servicios, y que, ya que se han contado las haciendas, e inventariado el material, se puede él retirar con la familia cuando guste.

No le han negado, hasta le han ofrecido algunos días para buscar su comodidad, y el viejo les ha dado las gracias.

Bien sabía él, hacía tiempo, que la estancia estaba vendida; que el patrón viejo había muerto, que estaba medio embarullada la testamentaria y que los hijos no habían podido guardar esta propiedad. Pero, mientras iban desarrollándose con lentitud los mil trámites de ley, allá, en la ciudad, él seguía cuidando los intereses como siempre lo había hecho.

Un sueldito, una habitación pequeña, sus modestos gastos de vida pagados; si necesitaba cien pesos, jamás se los negaba el patrón, sobre todo que las cuentas nunca se arreglaban del todo. ¡Había tanta confianza entre el patrón y él! Él le decía «patrón», porque al fin la estancia era de él, pero habían sido más bien compañeros siempre.

¡Cuántas veces habían ido juntos, cuando muchachos, a los apartes, a las hierras, a los bailes! Juntos, habían disparado de los indios, en pelo, de noche, cruzando en sus parejeros, como relámpagos, cañadones y lomas, huncales y bizcacherales. Habían vuelto juntos a campear las haciendas desparramadas y a fortificar el rancho.

En aquel tiempo, no había más mesa que el fogón, con el asador parado, y cada cual con el cuchillo sacaba tajada.

Hombre de poca instrucción, sin más ambición que la de dejar al patrón contento, había vivido allí su vida, sin pensar en el porvenir. ¿Y para que?, el patrón no lo había de dejar en la calle, ¿no es cierto? ¿Entonces?

Y había formado familia, y sus hijos, mozos ya, lo ayudaban en sus trabajos, sin pedir más, como en herencia propia.

Poco a poco, el campo había tomado valor; lo habían cercado; los animales criollos habían desaparecido, algunos años después de los indios. El ferrocarril acercó la estancia a la ciudad, y a cada rato, ahora, el patrón mandaba carneros finos o algún toro que era una flor.

Y el rancho de antaño se había cambiado por un palacete, donde venía a pasar, el patrón una temporada en la primavera; otra en la Semana Santa, a cazar; y los muchachos a domar petizos, y los mayores a cansar la caballada.

Días felices aquellos, cuyo recuerdo se iba perdiendo ya, envuelto en las neblinas del tiempo que corre.

¡Y siempre tan bueno con él, el patrón viejo! Cierto es que cada uno de ellos ahora comía en su casa; pero él tenía un comedor lindo, con su buen aparador y sillas de esterilla. Hasta lujo le habían dado.

¿Y ahora?

Ahora ¿qué le hemos de hacer? Pasaron los tiempos aquellos. Murió el patrón viejo y se vendió la estancia...

-«¿Pero, con qué queda Vd.?

-Con unos caballitos, señor, de mi marca, y unas vaquitas, hijas de las que siempre sabía regalar a mi señora el patrón viejo, cuando me nacía un hijo. Varias veces, habló de darme en propiedad unas cien cuadras de campo; pero pasó el tiempo; y después no se habrá acordado...»

A los dos días, ensilló y puso en las varas de un carrito prestado el overo negro, caballo de confianza, viejo compañero de muchos años y, muy capaz de comprender todo lo serio de su misión; el picazo en la cadena y el petizo zaino de ladero. En el carro se cargaron dos cajas grandes de madera, unas bolsas de ropa, varios cachivaches y tres sillas, y subió la señora del mayordomo con sus dos hijas solteras.

El hijo mayor manejaba los caballos, y después de dejar a la familia en una casa amiga donde la esperaban, volvería a buscar los trastes.

Él, de saco negro, de bombacha y bota, con el chambergo en la cabellera larga y canosa, rebenque en mano, con su crédito ensillado, esperaba para despedirse, que saliera el carro.

Salieron, al fin. Un apretón de mano al inglés que allí estaba (el otro había salido a revisar su campo), y despacio, al tranquito, se alejó.

Dicen que al pasar el palenque, dejó correr por su mejilla tostada una lágrima.

Nota de WS

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