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El estudiante de Salamanca/Parte primera

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Sus fueros, sus bríos,
sus premáticas, su voluntad.
Quijote.- Parte primera.


   Era más de media noche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.
Era la hora en que acaso
temerosas voces suenan
informes, en que se escuchan
tácitas pisadas huecas,
y pavorosas fantasmas
entre las densas tinieblas
vagan, y aúllan los perros
amedrentados al verlas:
En que tal vez la campana
de alguna arruinada iglesia
da misteriosos sonidos
de maldición y anatema,
que los sábados convoca
a las brujas a su fiesta.
El cielo estaba sombrío,
no vislumbraba una estrella,
silbaba lúgubre el viento,
y allá en el aire, cual negras
fantasmas, se dibujaban
las torres de las iglesias,
y del gótico castillo
las altísimas almenas,
donde canta o reza acaso
temeroso el centinela.
Todo en fin a media noche
reposaba, y tumba era
de sus dormidos vivientes
la antigua ciudad que riega
el Tormes, fecundo río,
nombrado de los poetas,
la famosa Salamanca,
insigne en armas y letras,
patria de ilustres varones,
noble archivo de las ciencias.
Súbito rumor de espadas
cruje y un ¡ay! se escuchó;
un ay moribundo, un ay
que penetra el corazón,
que hasta los tuétanos hiela
y da al que lo oyó temblor.
Un ¡ay! de alguno que al mundo
pronuncia el último adiós.

El ruido
cesó,
un hombre
pasó
embozado,
y el sombrero
recatado
a los ojos
se caló.
Se desliza
y atraviesa
junto al muro
de una iglesia
y en la sombra
se perdió.

   Una calle estrecha y alta,
la calle del Ataúd
cual si de negro crespón
lóbrego eterno capuz
la vistiera, siempre oscura
y de noche sin más luz
que la lámpara que alumbra
una imagen de Jesús,
atraviesa el embozado
la espada en la mano aún,
que lanzó vivo reflejo
al pasar frente a la cruz.

   Cual suele la luna tras lóbrega nube
con franjas de plata bordarla en redor,
y luego si el viento la agita, la sube
disuelta a los aires en blanco vapor:

   Así vaga sombra de luz y de nieblas,
mística y aérea dudosa visión,
ya brilla, o la esconden las densas tinieblas
cual dulce esperanza, cual vana ilusión.

   La calle sombría, la noche ya entrada,
la lámpara triste ya pronta a expirar,
que a veces alumbra la imagen sagrada
y a veces se esconde la sombra a aumentar.

   El vago fantasma que acaso aparece,
y acaso se acerca con rápido pie,
y acaso en las sombras tal vez desparece,
cual ánima en pena del hombre que fue,

   al más temerario corazón de acero
recelo inspirara, pusiera pavor;
al más maldiciente feroz bandolero
el rezo a los labios trajera el temor.

   Mas no al embozado, que aún sangre su espada
destila, el fantasma terror infundió,
y, el arma en la mano con fuerza empuñada,
osado a su encuentro despacio avanzó.

   Segundo don Juan Tenorio,
alma fiera e insolente,
irreligioso y valiente,
altanero y reñidor:
   Siempre el insulto en los ojos,
en los labios la ironía,
nada teme y toda fía
de su espada y su valor.

   Corazón gastado, mofa
de la mujer que corteja,
y, hoy despreciándola, deja
la que ayer se le rindió.
   Ni el porvenir temió nunca,
ni recuerda en lo pasado
la mujer que ha abandonado,
ni el dinero que perdió.

   Ni vio el fantasma entre sueños
del que mató en desafío,
ni turbó jamás su brío
recelosa previsión.
   Siempre en lances y en amores,
siempre en báquicas orgías,
mezcla en palabras impías
un chiste y una maldición.

   En Salamanca famoso
por su vida y buen talante,
al atrevido estudiante
le señalan entre mil;
   fuero le da su osadía,
le disculpa su riqueza,
su generosa nobleza,
su hermosura varonil.

   Que en su arrogancia y sus vicios,
caballeresca apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza a igualar:
   Que hasta en sus crímenes mismos,
en su impiedad y altiveza,
pone un sello de grandeza
don Félix de Montemar.

   Bella y más segura que el azul del cielo
con dulces ojos lánguidos y hermosos,
donde acaso el amor brilló entre el velo
del pudor que los cubre candorosos;
tímida estrella que refleja al suelo
rayos de luz brillantes y dudosos,
ángel puro de amor que amor inspira,
fue la inocente y desdichada Elvira.

   Elvira, amor del estudiante un día,
tierna y feliz y de su amante ufana,
cuando al placer su corazón se abría,
como el rayo del sol rosa temprana;
del fingido amador que la mentía,
la miel falaz que de sus labios mana
bebe en su ardiente sed, el pecho ajeno
de que oculto en la miel hierve el veneno.

   Que no descansa de su madre en brazos
más descuidado el candoroso infante,
que ella en los falsos lisonjeros lazos
que teje astuto el seductor amante:
Dulces caricias, lánguidos abrazos,
placeres ¡ay! que duran un instante,
que habrán de ser eternos imagina
la triste Elvira en su ilusión divina.

   Que el alma virgen que halagó un encanto
con nacarado sueño en su pureza,
todo lo juzga verdadero y santo,
presta a todo virtud, presta belleza.
Del cielo azul al tachonado manto,
del sol radiante a la inmortal riqueza,
al aire, al campo, a las fragantes flores,
ella añade esplendor, vida y colores.

   Cifró en don Félix la infeliz doncella
toda su dicha, de su amor perdida;
fueron sus ojos a los ojos de ella
astros de gloria, manantial de vida.
Cuando sus labios con sus labios sella
cuando su voz escucha embebida,
embriagada del dios que la enamora,
dulce le mira, extática le adora.