El hombre mediocre (1926)/Capítulo VIII

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CAPÍTULO VIII

LOS FORJADORES DE IDEALES



I. EL CLIMA DEL GENIO

La desigualdad es la fuerza y la esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que vive es incesantemente desigual. En cada primavera florecen unos árboles antes que otros, como si fueran preferidos por la Naturaleza que sonríe al sol fecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo o se formula una doctrina, algunos hombres excepcionales anticipan su visión a la de todos, la concretan en un Ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos.

Heraldos, la humanidad los escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una era o señalan una ruta; sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades, poniendo su firma en destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas. -La genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño de una misión trascendental. El hombre extraordinario sólo asciende a la genialidad si encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más fecunda. La función reclama el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial.

Ningún filósofo, estadista, sabio o poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico o inoportuno; necesita condiciones favorables de tiempo y de lugar para que su aptitud se convierta en función y marque una época en la historia. El ambiente constituye el "clima" del genio y la oportunidad marca su "hora". Sin ellos, ningún cerebro excepcional puede elevarse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para crearla.

Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente a la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en vísperas de lluvias. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal implícito en el porvenir inminente o remoto: presintiéndolo, imponiéndolo.

La obra de genio no es fruto exclusivo de la inspiración individual, ni puede mirarse como un feliz accidente que tuerce el curso de la historia; convergen a ello las aptitudes personales y circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece, personificando nuevas orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia como artista o profeta, las desentraña como inventor o filósofo, las emprende como conquistador o estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su huella, a través del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: vuela y vuela, superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a deshora ese hombre viviría inquieto, luctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio, mientras no le correspondiera ese nombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le falta la oportunidad en su ambiente.

Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada aptitud, significa mirar como idénticos a todos los que se elevan sobre la medianía; es tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inferiores. El genio y el idiota son los términos extremos de la escala infinita. Por haberlo olvidado mueven a reír las estadísticas y las conclusiones de algunos antropólogos. Reservemos el título a pocos elegidos. Son animadores de una época, transfundiéndose algunas veces en su generación y con más frecuencia en las sucesivas, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.

La adulación prodiga a manos llenas el rango de genio a los poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay, sin embargo, una medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra, honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.

Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias convergerán a que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su destino, una nueva generación estará habilitada para comprenderlo.

En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscritos, desestimados o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo. que es donde triunfan los genios. Su victoria no depende del homenaje transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de su propia capacidad. para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba cicuta, Cristo muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias en i. historia de los pueblos o de las doctrinas. Y el genio se conoce por la remota eficacia de su esfuerzo o de su ejemplo, más que por frágiles sanciones de los contemporáneos.

La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido fundar cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y de la voluntad.

Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.

Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito en la evolución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores; por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas; la genialidad deviene función en los pueblos y florece en circunstancias irremovibles, fatalmente.

La exégesis del genio sería enigmática si se limitara a estudiar la biología de los hombres geniales. Ésta sólo revela algunos resortes de su aptitud y no siempre evidentes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es convertir en doctrina una superchería, dar visos de ciencia a falaces sofismas. Ni, por esto, veremos en ellos simples productos del medio, olvidando sus singulares atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal hora oportuna, su aptitud preexistente, apropiada a entrambos, se desenvuelve hasta la genialidad.

El genio es una fuerza que actúa en función del medio.

Probarlo es fácil.

Dos veces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáver argentino. Fue la primera cuando Sarmiento se apagó en el horizonte de la cultura continental; fue la segunda al cegarse en Ameghino las fuentes más hondas de la ciencia nuestra. Pocas tumbas, como las suyas, han visto florecer y entrelazarse a un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo crepuscular de sus vidas se hubieran encendido lámparas votivas consagradas a la glorificación eterna de su genio.

Merecen tal nombre; cumplieron una función social, realizando obra decisiva y fecunda. Nadie podrá pensar en la educación ni en la cultura de este continente sin evocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y sembrador; ni pudo mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el Gobierno y en la enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas evolucionistas marcan un hito las concepciones de Ameghino; será imposible no advertir la huella de sus pasos y quien lo olvide renunciará a conocer muchos dominios de la ciencia explorados por él.

Sarmiento fue el genio pragmático. Ameghino fue el genio revelador.

II. SARMIENTO

Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración. Cíclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando a su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico.

Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir si, inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, asta-bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por donde le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en auroras fecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir o transmutar, fórmase el clima del genio; su hora suena como fatídica invitación a llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación irrevocable.

Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; más cuesta presentir un ritmo de civilización que acometer una conquista. Un libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscrito en Chile, cl hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.

Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parece ensombrecer el ciclo taciturno de su frente, inquietada por un relampagueo de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rosas, que era también genial en la barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta.

Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que por momentos, la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que, siendo castizo, no parece español. Sacude a todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio devastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, agrede, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultuosa de infinitos ejércitos.

Y su verbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan a la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnífico: ¡Facundo!

Dijo primero. Hizo después...

La política puso a prueba su firmeza: gran hora fue aquella en que su Ideal se convirtió en acción.

Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo fue la lucha, su descanso pelear.

Se mantuvo ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente: ninguno, grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza, y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento a las facciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reservas y reticencias, simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarlo entre sus brazos; sólo pudo ser el suyo el lema inequívoco: "Las cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas".

Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas llevó como única antorcha su Ideal. Habría preferido morirse de sed antes de abrevarse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una nueva civilización, tuvo siempre libres las manos para modelar instituciones e ideas, libres de cenáculos y de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir virtudes, para sembrar verdades a puñados. Entusiasta por la patria, cuya grandeza supo mirar como la de una propia hija, fue también despiadado con sus vicios, cauterizándolos con la benéfica crueldad de un cirujano.

La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las múltiples contradicciones nacidas por el contraste de su conducta con las oscilaciones circunstanciales de su medio. Entre alternativas extremas, Sarmiento conservó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juventud; llegó a los ochenta años perfeccionando las originalidades que había adquirido a los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambió mil veces de opinión en los detalles, porque nunca dejó de vivir; pero jamás desvió la pupila de lo que era esencial en su función. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se oscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser el mismo.

Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto a su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas o forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para vegetar tranquilamente. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo a los modos de pensar y sentir -que son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fue una excepción. Había nacido "así" y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás.

A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civil movida por el espíritu colonial contra la afirmación de los ideales argentinos: en La escuela ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del pensamiento civilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los fanáticos y los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y científica, en vano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino. Una fatalidad incontrastable le había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole a perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para abalanzarse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrevisto la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas.

Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fue "inactual" en su medio; el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció rayana en desvarío. Hubo, ciertamente, en él un desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus ideales tocaba; parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.

Tenía los descompaginamientos que la vida moderna hace sufrir a todos los caracteres militares; pero la revelación más indudable de su genialidad está en la eficacia de su obra, a pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonaron los enemigos del Ideal que él representaba; todo le exigieron los partidarios. El mayor equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado con el que necesita tener el genio: aquél soporta un trabajo igual a uno y éste lo emprende equivalente a mil. Para ello necesita una rara firmeza y una absoluta precisión ejecutiva. Donde los otros se apunan, los genios trepan; cobran mayor pujanza cuando arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmósfera natural.

La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuyera a insania la genialidad de tales hombres, concretándose al fin la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar a cuantos se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y la actividad doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no podría consistir en adaptarse a la mediocridad.

El culto de lo acomodaticio y lo convencional, halagador para los sujetos insignificantes, implica presentar a los grandes creadores como predestinados a la generación o al manicomio. Es falso que el talento y el genio pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes, encuéntrase a su lado un millón de espíritus vulgares: los alienistas estudiarán la biografía de los diez e ignorarán la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas a hombres ingeniosos, cuando no a simples desequilibrados intelectuales que son "imbéciles con la librea del genio".

Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos culminan como casos de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie. El devenir humano sólo aprovecha de los originales. El desenvolvimiento de una personalidad genial importa una variación sobre los caracteres adquiridos por el grupo; ella incuba nuevas y distintas energías, que son el comienzo de líneas de divergencia, fuerzas de selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los prejuicios, a las domesticidades.

Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad; con breve razonamiento, refutó Bovio el celebrado sofisma. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás, la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie; en cada serie hay un término medio y un proceso lógico; entre las diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recto y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios y descubre la reacción lejana; el loco, saltando de una serie a otra, privado de términos medios, disparata en vez de razonar. Ésa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero, en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobrentiende muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. "La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco: es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo".

La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiva en la confusión. Ellos acogen con facilidad la insidia de los envidiosos y proclaman locos a los hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete: son aquellos cuya genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutidos, que viven en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó a envejecer, sus propios adversarios aprendieron a tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando "el loco Sarmiento".

¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formuladas por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen a marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan a justificarse, frente a ellos, recurriendo a epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún americano ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él; era tan grande que no bastó el diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan a Laocoonte en la obra maestra del Beldever, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega.

Los espíritus vulgares ceñían a Sarmiento por todas partes, con la fuerza del número, irresponsables ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósfera grávida de tempestades, sembrando a todos los vientos, en todas las horas, en todos los surco. Despreciaba el motejo de los que no le comprendían; la videncia del juicio póstumo era el único lenitivo a las heridas que sus contemporáneos le prodigaban. Su vida fue un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral de espinas.

Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios; aparecen proscritos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente a gobernantes ni a multitudes. Muchos ingenios eminentes arrollados por la marea colectiva, pierden o atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio; los prejuicios, más arraigados en el individuo, subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado necesita, de tiempo en tiempo, mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga a una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época o de una generación, que son su finalidad y su fuerza: cuando se retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina o esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la inconsciencia de sus contemporáneos. Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en Sarmiento el concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de nacionalidades nuevas entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscrito dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes en todas partes.

Viven más alto y fuera del torbellino común, desconcertando a sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, afligiendo a unos, compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin rendirse, tenaces como si fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En eso finca su genialidad. Ésa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad enrostró al gran varón que honra a todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas.


III. AMEGHINO

Su pupila supo ver en la noche, antes de que amaneciera para todos. Reveló y creó: fue su misión. Lo mismo que Sarmiento, llegó Ameghino en su clima y a su hora. Por singular coincidencia ambos fueron maestros de escuela, autodidactos, sin título universitario, formados fuera de la urbe metropolitana, en contacto inmediato con la naturaleza, ajenos a todos los alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las manos libres, la cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio florece mejor en las regiones solitarias, acariciado por las tormentas, que son su atmósfera propia; se agosta en los invernáculos del Estado, en sus universidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias fósiles y en su funcionamiento jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la plena luz que sólo da la naturaleza: el encebadamiento precoz enmohece los resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores originalidades. El genio nunca ha sido una institución oficial.

La vasta obra de Ameghino, en nuestro continente y en nuestra época, tiene los caracteres de un fenómeno natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da por juntar huesos de fósiles y los baraja entre sus dedos, como un naipe compuesto con millares de siglos, y acaba por pedir a esos mudos testigo.; la historia de la tierra, de la vida, del hombre como si obrara por predestinación o por fatalidad?

Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la superficie terrestre contiene una fauna fósil comparable a la nuestra; tenía que ser en nuestro siglo, porque le habría faltado el asidero de las doctrinas evolucionistas que sirven de fundamento; no podía ser antes de ahora, porque el clima intelectual del país no fue propicio a ello hasta que lo fecundó el apostolado de Sarmiento y tenía que ser Ameghino, y ningún otro hombre de su tiempo. ¿Cuál otro reunía en tal alto grado su aptitud para la observación y la hipótesis, su resistencia para el enorme esfuerzo prolongado durante tantos años, su desinterés por todas las vanidades que hacen del hombre un funcionamiento, pero matan al pensador?

Ninguna convergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad. Aunque son fuerzas todopoderosas, porque obran continua y sordamente, el genio las domina: antes o después, pero en dominarlas radica la realización de su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo; crece a la sombra de la envidia ajena. La sociedad puede conspirar contra él, acumulando en su contra la detracción y el silencio. Sigue su camino, lucha, sin caer, sin extraviarse, dionisíacamente seguro. El genio, por su definición, no fracasa nunca. El que ha creado no es genio, no llegó a serlo, fue una ilusión disipada. No quiere esto decir que viva del éxito, sino que su marcha hacia la gloria es fatal, a pesar de todos los contrastes. El que se detiene prueba impotencia para marchar. Algunas veces el hombre genial vacila y se interroga ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los envidiosos o cuando le adulan los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina o se desencadena: en la hora de la inspiración y en la hora de la diatriba. Cuando descubre una verdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando amonesta a los envilecidos diríase que refulge en su frente la soberanía de una generación.

Firme y serena voluntad necesitó Ameghino para cumplir su función genial. Sin saberlo y sin quererlo nadie crea cosas que valgan o duren. La imaginación no basta para dar vida a la obra: la voluntad la engendra. En este sentido -y en ningún otro- el desarrollo de la aptitud nativa requiere "una larga paciencia" para que el ingenio se convierta en talento o se encumbre en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen un valor moral y son algo más que objetos de curiosidad: "merecen" la admiración que se les profesa. Si su aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esfuerzo ejemplar. Por más que sus gérmenes sean instintivos e inconscientes, las obras no se hacen solas. El tiempo es aliado del genio; el trabajo completa las iniciativas de la inspiración. Los que han sentido el esfuerzo de crear, saben lo que cuesta. Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley, en el mármol, en el libro. La magnitud de la tarea explica por qué, habiendo tantos ingenios, es tan escaso el número de obras maestras. Si la imaginación creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara virtud: la virtud tenaz que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los absurdos corolarios de su apotegma.

No diremos, pues, que la imaginación es superflua y secundaria, atribuyendo el genio a lo que fue virtud de bueyes en el simbolismo mitológico. No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino. Un imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá fosilizar su imbecilidad. El hombre de genio, en el tiempo que dura un relámpago, define su Ideal; después, toda su vida, marcha tras él, persiguiendo la quimera entrevista.

Las aptitudes esenciales son nativas y espontáneas; en Ameghino se revelaron por una precocidad de "ingenio" anterior a toda experiencia. Eso no significa que todos los precoces puedan llegar a la genialidad, ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agotarse en plena primavera; pocos perfeccionan sus aptitudes hasta convertirlas en talento; rara vez coinciden con la hora propicia y ascienden a la genialidad. Sólo es genio quien las convierte en obra luminosa, con esa fecundidad superior que implica alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultivados, como las tierras más fértiles necesitan ararse. Estériles resultan los espíritus brillantes que desdeñan todo esfuerzo, tan absolutamente estériles como los imbéciles laboriosos; no da cosecha el campo fértil no trabajado, ni las da el campo estéril por más que se are.

Ése es el profundo sentido moral de la paradoja que identifica el genio con la paciencia, aunque sean inadmisibles sus corolarios absurdos. La misma significación originaria de la palabra genio presupone algo como una inspiración trascendental. Todo lo que huele a cansancio, no siendo fatiga de vuelo alígero, es la antítesis del genio. Solamente puede acordarse el supremo homenaje de este título a aquel cuyas obras denuncian menos el esfuerzo del amanuense que una especie de don imprevisto y gratuito, algo que opera sin que él lo sepa, por lo menos con una fuerza y un resultado que exceden a sus intenciones o fatigas. Para griegos y latinos, "genio" quería decir "dominio"; era aquel espíritu que acompaña, guía o inspira a cada hombre desde la cuna hasta la tumba. Sócrates tuvo el más famoso. Con la acepción que hoy se da, universalmente, a la palabra "genio" los antiguos no tuvieron ninguna; para expresarla anteponían al sustantivo "ingenio" un adjetivo que expresara su grandeza o culminación.

No es lícito denominar genios a todos los hombres superiores. Hay tipos intermediarios. Los modernos distinguen al hombre de genio del hombre de talento, pero olvidan la aptitud inicial de ambos: el "ingenio", es decir, una capacidad superior a la mediana. Presenta una gradación infinita, y cada uno de sus grados es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece estéril y desorganizado en los más, sin implicar siquiera talento. Este último es una perfección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una síntesis de coordinación, culminante y excelsa, sin ser por eso equivalente al genio. Rara vez la máxima intensificación del ingenio crea, presagia, realiza o inventa; sólo entonces adquiere significación social y asciende a la genialidad, como en el caso de Ameghino. La especie, con ser exigua, representa infinitas variedades: tantas, casi, como ejemplares.

Habría ligereza de método y de doctrina en no distinguir entre las mentes superiores, a punto de catalogar como genios a muchos hombres de talento y aun a ciertos ingenios desequilibrados, que son su caricatura. Ensayó Nordau una discreta diferenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuevas formas de actividad no emprendidas antes por otros o desarrolla de un modo enteramente propio y personal actividades ya conocidas; y talento al que practica formas de actividad, general o frecuentemente practicadas por otros, mejor que la mayoría de los que cultivan esas mismas aptitudes. Este juicio diferencial es discreto, pues toma en cuenta la obra realizada y la aptitud del que la realiza. El hombre de ingenio implica un desarrollo orgánico primitivamente superior; el hombre de talento adquiere por el ejercicio una integral excelencia de ciertas disposiciones que en su ambiente posee la mayoría de los sujetos normales. ¿Entre la inteligencia y el talento sólo hay una diferencia cuantitativa, que es cualitativa entre el talento y el genio?

No es así, aunque parezca. El talento implica, en algún sentido, cierta aptitud inicial verdaderamente superior, que la educación hace culminar en su propio género. De entre esas mentes preclaras, algunas llegarán a la genialidad si lo determinan circunstancias extrínsecas: su obra revelará si tuvieron funciones decisivas en la vida o en la cultura de su pueblo.

Genio y talento colaboran por igual al progreso humano. Su labor se integra. Se complementan como la hélice y el timón: el talento trepana sin sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprevistos horizontes.

La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Una inmensa fauna paleontológica permanecía en el misterio antes de que él la revelara a la ciencia moderna y formulase una teoría general para explicar sus emigraciones en los siglos remotos. Crear es inventar, como lo expresó Voltaire. El genio revélase por una aptitud inventiva o creadora aplicada a cosas vastas o difíciles. En la vida social, en las ciencias, en las artes, en las virtudes, en todo, se manifiesta con anticipaciones audaces, con una facilidad espontánea para salvar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una firme seguridad para no desviarse de su camino. En ciertos caos descubre lo nuevo; en otros acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes, según lo definió Ampére. No consiste simplemente en inventar o descubrir: las invenciones que se producen por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que escapa a la reflexión de siglos o generaciones, induce leyes que expresan una relación inesperada entre las cosas, señala puntos que sirven de centro a mil desarrollos y abre caminos en la infinita exploración de la naturaleza.

¿En qué consiste, entonces? ¿No es soplo divino, no es demonio, no es enfermedad? Nunca. Es más sencillo y más excepcional a la vez. Más sencillo, porque depende de una complicada estructura del cerebro y no de entidades fantásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de enfermos y rara vez se anuncia un Ameghino.

Cuanto mejor cerebrado está el hombre, tanto más alta y significativa es su función de pensar. Ignórase todavía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los acompañan, sin duda, modificaciones de las células nerviosas: cambios de posición y permutas químicas muy complicadas. Para comprenderlas deberían conocerse las actividades moleculares y sus variables relaciones, además de la histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son enigmas la naturaleza de la actividad nerviosa, las transformaciones de energía que determina en el momento que nace, durante el tiempo que se propaga y mientras se producen los fenómenos que acompañan la complejísima función de pensar. Los conocimientos científicos distan de ese límite. Sin embargo, mientras la química y la fisiología permitan acercarse al fin, existe ya la certidumbre de que ésa, y ninguna otra, es la vía para explicar las aptitudes supremas de un genio en función de su medio.

Nacemos diferentes; hay una variadísima escala desde el idiota hasta el genio. Se nace en una zona de ese espectro, con aptitudes subordinadas a la estructura y la coordinación de las células que intervienen en la elaboración del pensamiento; la herencia concurre a dar un sistema nervioso, agudo u obtuso, según los casos. La educación puede perfeccionar esas capacidades o aptitudes cuando existen; no puede crearlas cuando faltan: Salamanca no las presta.

Cada uno tiene la sensibilidad propia de su perfeccionamiento nervioso; los sentidos son la base de la memoria, de la asociación, de la imaginación; de todo. Es el oído lo que hace el músico; el ojo lleva la mano del pintor. El poder concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y la imaginación que corresponde a sus percepciones predominantes. La memoria no hace al genio, aunque no le estorba; pero ella, y el razonamiento a sus datos, no crean nada superior a lo real que percibimos. La fecundidad creadora requiere el concurso de la imaginación, elemento necesario para sobreponer a la realidad algún Ideal. Cuando, pues, se define el genio como "un grado exquisito de sensibilidad nerviosa", se enuncia la más importante de sus condiciones; pero la definición es incompleta. La sensibilidad es el complejo instrumento puesto al servicio de las aptitudes imaginativas, aunque éstas, en último análisis, no han podido formarse sino sobre datos de la misma sensibilidad.

En los genios estéticos es evidente la superintendencia de la imaginación sobre los sentidos: no lo es menos en los genios especulativos como Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias a ella se conciben los problemas, se adivinan las soluciones, se inventan las hipótesis, se plantean las experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación en la paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampére y en la cosmología de Laplace; y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, corno en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del genio es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del Quijote o un pararrayos de Franklin; no digamos de los sistemas filosóficos, tan absolutamente imaginativos como las creaciones artísticas. Más aún: muchos son poemas, y su valor suele medirse por la imaginación de sus creadores.

En toda la gestión de su doctrina, la genialidad de Ameghino se traduce por una absoluta unidad y continuidad del esfuerzo, que es la antítesis de la locura. También a él le, supusieron loco, sobre todo en su juventud. Con bonhomía risueña recordaba las burlas de vecinos y niños de su escuela, cuando le veían dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas mentes sencillas tenía que estar loco ese maestro que pasaba días enteros cavando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como si algún delirio le transformara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de ambientes sin asimilarse a ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar su reputación de inadaptado.

Basta leer su inmensa obra -centenares de monografías y volúmenes- para comprender que sólo presenta los desequilibrios inherentes a su exuberancia. Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca fueron adivinados al acaso ni en la inconsciencia, sino por una vasta elaboración; no fueron frutos de un cerebro carcomido por la herencia o los tóxicos, sino de engranajes perfectamente entrenados; no ocurrencias, sino cosechas de siembras previas; jamás casualidades, sino claramente previstos y anunciados.

El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es absurdo suponer caídos bajo el nivel común a esos mismos que la admiración de los siglos coloca por encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas por cerebros mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga fases inconscientes, sería imposible sin una clarividencia de su finalidad. Antes que improvisarse en horas de ocio, opérase tras largas meditaciones y es oportuno, llegando a tiempo de servir como premisa o punto de partida para nuevas doctrinas y corolarios. Nunca tal equilibrio de la obra genial será más evidente que en la de Ameghino: si hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como una tendencia al sistemático equilibrio entre las partes de un nuevo estilo arquitectónico.

Esto no excluye que la degeneración y la locura puedan coexistir con la imaginación creadora, afectando especiales dominios de la mente humana; pero la capacidad para la síntesis más vasta no necesita ser desequilibrio ni enfermedad. Ningún genio lo fue por su locura; algunos como Rousseau, lo fueron a pesar de ella; muchos, como Nietzsche, fueron por la enfermedad sumergidos en la sombra.

Ameghino, a la par de todos los que piensan mucho e intensamente, se contradijo muchas veces en los detalles, aunque sin perder nunca el sentido de su orientación global. Cuando las circunstancias convengan a ello, el genio especulativo nace recto desde su origen, como un rayo de luz que nada tuerce o apaga. Basta oírlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren a explicar un mismo pensamiento, a través de cien contradicciones en los detalles y de mil alternativas en la trayectoria; parecen tanteos para cerciorarse mejor del camino, sin romper la coherencia de la obra total; esa armonía de la síntesis que escapa a los espíritus subalternos. Ameghino converge a un fin por todos los senderos; nada le desvía. Mira alto y lejos, va derechamente, sin las prudencias que traban el paso a las medianías, sin detenerse ante los mil interrogantes que de todas partes la acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún pliegue de sus velos.

La verdadera contradicción, la que esteriliza el esfuerzo y el pensamiento, reside en la deshilvanada heterogeneidad que empalaga las obras de los mediocres. Viven éstos con la pesadilla del juicio ajeno y hablan con énfasis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro anidan todas las ortodoxias, no atreviéndose a bostezar sin metrónomo. Se contradicen forzados por las circunstancias: los rutinarios serían supremas lumbreras si éstas se juzgaran por la simple incongruencia. Para señalar el punto de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas o dos generaciones, requiérese un supremo equilibrio. En las pequeñas contingencias de la vida ordinaria, el hombre vulgar puede ser más astuto y hábil; pero en las grandes horas de la evolución intelectual y social todo debe esperarse del genio. Y solamente de él.

Sería absurdo decir que la genialidad es infalible, no existiendo verdades imperfectibles; cien rectificaciones Podrán hacerse en la obra de Ameghino, y muy especialmente en sus hipótesis sobre el sitio de origen de la especie humana. Los genios pueden equivocarse, suelen equivocarse, conviene que se equivoquen. Sus creaciones falsas resultan utilísimas por las correcciones que provocan, las investigaciones que estimulan, las pasiones que encienden, las inercias que remueven. Los hombres mediocres se equivocan de vulgar manera; el genio, aun cuando se desploma, enciende una chispa, y en su fugaz alumbramiento se entrevé alguna cosa o verdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores ni lo son por ello Shakespeare o Kant. En los genios que se equivocan hay una viril firmeza que a todos impone respeto. Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres firmes obligan el homenaje de sus propios adversarios. Hay más valor moral en creer firmemente una ilusión propia, que en aceptar tibiamente una mentira ajena.


IV. LA MORAL DEL GENIO

El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalaya con cintas métricas de bolsillo. La conducta del genio es inflexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo lo sacrifica a ella. Si la Belleza, nada le desvía. Si el Bien, va recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio universal, poliédrico, lo verdadero, lo bello y lo bueno se unifican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como fue en Leonardo y en Goethe.

Por eso es raro. Excluye toda inconsecuencia respecto del ideal: la moralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia busca la verdad, tal como la concibe; ese afán le basta para vivir. Nunca tiene alma de funcionario. Sobrelleva, sin vender sus libros a los Gobiernos, sin vivir de favores ni de prebendas, ignorando esa técnica de los falsos genios oficiales que simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado. Vive como es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus convicciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial.

Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la verdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el que predica el carácter y es servil, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la visión de un ideal, ése no es genio, está fuera de la santidad: su voz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el vacío.

El portador de un ideal va por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No transige nunca movido por vil interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria a todos sus conciudadanos y siente vibrar en la propia el alma de toda la Humanidad; tiene sinceridades que dan escalofríos a los hipócritas de su tiempo y dice la verdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suya; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y eficacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuántos le acosan con furor, de todos los costados. Tal es la culminante moralidad del genio. Cultiva en grado sumo las más altas virtudes, sin preocuparse de carpir en la selva magnífica las malezas que concentran la preocupación de los espíritus vulgares.

Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elevan su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces los hombres de miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos, escépticos. Y se equivocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte afectivo a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su facción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio. Muchos hombres darían su vida por defender a su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal.

La fe es la fuerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transformarlo en pasión; "Golpea tu corazón, que en él está tu genio", escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura no entibia a los visionarios: su vida entera es una fe en acción. Saben que los caminos más escarpados llevan más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a perseverar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en definitiva, optimistas y creyentes: cuando sonríen, fácilmente se adivina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo provoca, lo cultiva, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual vehemencia la llama acosa al objeto que la obstruye, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma.

La fe es la antítesis del fanatismo. La firmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la falta de creencias sólidamente cimentadas convierte al mediocre en fanático. La fe se confirma en el choque con las opiniones contrarias; el fanatismo teme vacilar ante ellas e intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus viejas creencias, Saúl persigue a los cristianos, con saña proporcionada a su fanatismo; pero cuando el nuevo credo se afirma en Pablo, la fe le alienta, infinita: enseña y no persigue, predica y no amordaza. Muere él por su fe, pero no mata; fanático, habría vivido para matar. La fe es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple confianza en un Ideal y en la suficiencia de las propias fuerzas; los hombres de genio se mantienen creyentes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas fueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones vulgares y con frecuencia las combaten: por eso los fanáticos les suponen incrédulos, confundiendo su horror a la común mentira con falta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones reveladas pueden permanecer ajenas a la fe del hombre virtuoso. Nada hay más extraño a la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que enciende y el fanatismo es ceniza que apaga. La fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento. La fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una conjura de huestes para ahogar la verdad de los demás.

Frente a la domesticación del carácter que rebaja el nivel moral de las sociedades contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio que impendieron su vida por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe en su Porvenir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuyan al perfeccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de servilismo, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuevos esfuerzos.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conviene fomentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la fragua de la admiración. Poner la propia fe en algún ensueño, apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a su advenimiento.

Los ídolos de cien fanatismos han muerto en el curso de los siglos, y fuerza es que mueran otros venideros, implacablemente segados por el tiempo.

Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa fantasmagoria de lo divino: el ejemplo de las altas virtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas, investigan profundas verdades. Mientras existan corazones que alienten un afán de perfección, serán conmovidos por todo lo que revela fe en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la virtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la filosofía de los pensadores.