El maniquí de mimbre: II

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El maniquí de mimbre
de Anatole France
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Al apearse del vagón, en París, a las seis de la tarde, tomó el padre Guitrel un coche de plaza y se hizo conducir, entre la lluvia espesa y la oscuridad sembrada de puntos luminosos y oscilantes, al número 5 de la calle de Panaderos. Allí, en lo más empinado y angosto, sobre las tonelerías y comercios de corchos, habitaba su viejo amigo, el padre Legenil, capellán de monjas de las Siete Llagas y predicador muy estimado para sermones de Cuaresma en una de las más aristocráticas parroquias parisienses. En aquella casa tenía el padre Guitrel costumbre de hospedarse, y llegaba esta vez afanoso de avanzar algo en el camino de su lenta fortuna. Infatigable, recorría calles y subía escaleras; la suela de sus zapatos con hebillas deslizábase cautamente sobre los pisos de casas muy diversas. Por la noche cenaba con el padre Legenil, y los dos viejos condiscípulos del Seminario se referían cuentos chistosos, informábanse del precio de las misas y sermones, y jugaban un rato a la manilla. A las diez, Nanette, la criada, tendía en el comedor una cama de hierro para el padre Guitrel, quien, al despedirse, de regreso a su ciudad, no dejaba nunca de regalarle un franco nuevecito.

Aquella vez, como siempre, dejó caer el padre Lenil su manaza de hombre alto y robusto sobre el hombro de Guitrel, y después de saludarle con su voz de órgano, le interpeló inmediatamente, según acostumbraba de antiguo, en tono jovial:

—¿Me traes, por lo menos, doce docenas de misas o insistes en reservar, como siempre, sólo para ti, el oro que a manos llenas te dan tus devotas provincianas, viejo cicatero?

Hablaba de aquel modo, alegremente, porque no ignoraba en su pobreza que Guitrel era también un cura pobre.

Guitrel, que supo siempre recibir las bromas, aunque no era bromista ni sentía inclinación a serlo, respondióle que le llevaban a París varios asuntos entre los cuales era el principal hacer algunas adquisiciones de libros, y preguntó a su amigo si podía hospedarle un día o dos, tres a lo sumo.

—¡Habla con sinceridad siquiera una vez en tu vida! —le dijo el padre Legenil—. Tú vienes a la caza de una mitra, ¡garduña redomada! Mañana, en cuanto sea hora, irás muy encogido y solapado a ver al nuncio. ¡Guitrel, mereces una mitra!

El cura de las monjas de las Siete Llagas, el predicador de Santa Luisa, con un respeto irónico en el cual se reflejaba, tal vez, una instintiva deferencia, después de inclinarse ante la jerarquía futura de su amigo, recobró la rudeza de su rostro, donde resplandecía el alma de un Olivier Maillard.

—Entra, hombre, y descansa.

El padre Guitrel, siempre reservado, descubrió en un fruncimiento de su boca la contrariedad que le hicieron sentir aquellas adivinaciones. En efecto, era el único motivo de su viaje asegurar algunos apoyos importantes a su candidatura, y no sentía el menor deseo de confiar sus tortuosas diligencias a un amigo naturalmente ingenuo, que había llegado a convertir su ingenuidad no sólo en virtud, sino en sistema político.

—No creas... ¿Cómo pudiste suponer...?

El padre Legenil encogióse de hombros, y le dijo:

—¡Siempre con tapujos!

Llevó a su amigo hasta su alcoba, y sentado junto al quinqué, prosiguió una tarea comenzada: la compostura de unos pantalones. El padre Legenil, predicador estimado en las diócesis de París y de Versalles, remendaba su ropa vieja para evitar un trabajo a su anciana criada y por gusto de habérselas con las agujas, que aprendió a manejar en los años abrumadores de su juventud eclesiástica. Y el coloso de recios pulmones, que desde las alturas del pulpito fulminaba contra los incrédulos, allí, sobre una silla de paja, entretenía sus manos fuertes en labores de aguja. Interrumpió su trabajo para levantar la cabeza y dirigir al padre Guitrel su mirada bondadosa y arrogante:

—¡Aún jugaremos a la mamila esta noche, viejo embrollón!

Pero el padre Guitrel, tímido y obstinado, insistió en que le urgía salir después de comer. Tenía sus proyectos. Activáronse los preparativos de la comida, y el padre Guitrel comió apresuradamente, contrariando a su amigo, que gustaba de comer despacio y hablar mucho. Se levantó de la mesa sin esperar el postre, se retiró para vestirse de seglar con un traje que llevaba en la maleta, y volvió a presentarse a su amigo con una levita larga, negra, austera, que tenía todo el aspecto de un disfraz. Cubría su cabeza un sombrero de copa, un claque descolorido y de altura extraordinaria. Mientras sorbía el café, masculló algunas palabras corteses, y se fue de prisa.

El padre Legenil le gritó en la escalera:

—Al volver no tires de la campanilla, despertarías a Nanette. Quedará la llave debajo de la puerta. Conste que sé adonde vas. Fíjate mucho en cómo declaman, y aprende lo que deseas, viejo Quintiliano.

El padre Guitrel siguió hacia abajo por los muelles, entre la niebla húmeda; pasó el puente de los Saints-Peres; se codeó en la plaza del Carrousel con los transeúntes indiferentes, que apenas reparaban en su descomunal sombrero, y se detuvo a la sombra del peristilo toscano de la Comedia Francesa. Leyó el cartel, para cerciorarse de que representaban aquella noche Andrómaca y El enfermo de aprensión.

Luego pidió en la segunda taquilla un asiento de patio.

Acomodóse como pudo en la estrecha grada, ya casi llena, detrás de las butacas aún vacías, y sacó del bolsillo un periódico atrasado, no para leerlo, sino para tomar una actitud en torno suyo. Tenía muy buen oído, y esto le permitía ver por las orejas cómo el señor Worms-Clavelin escuchaba por la boca. Sus compañeros de grada eran dependientes de comercio y obreros de arte, a quienes habían proporcionado entrada gratuita algunos empleados viejos de la casa; un mundo ingenuo, satisfecho de sí, ansioso de diversiones, entretenido con apuestas y bicicletas; juventud tranquila, un tanto ordenancista, democrática y republicana sin pensarlo siquiera, conservadora hasta en sus bromas contra el presidente de la República. El padre Guitrel, de las frases aisladas, cogidas al vuelo, deducía las tendencias de aquellos ciudadanos, y al recordar las ilusiones del padre Lantaigne, que, desde su apartado retiro, suponía posible conducir al pueblo hacia la monarquía teocrática, sonreía irónicamente tras el papel impreso.

"Estos parisienses —imaginaba— son lo más acomodaticios que hay en el mundo. En provincias no los juzgamos acertadamente. Ya quisiera yo que los republicanos y librepensadores del obispado de Tourcoing fuesen como éstos; pero el carácter de los franceses del Norte resulta siempre amargo como el lúpulo de sus llanuras. Me veré rodeado en mi diócesis por socialistas violentos y católicos exaltados."

Conocía las tribulaciones que le aguardaban en la silla del bienaventurado Loup; y lejos de temerlas, suspiraba por ellas de tal modo, que hizo volver los ojos a su vecino, el cual, sin duda, le creyó indispuesto. En la cabeza del padre Guitrel se removían las preocupaciones episcopales, entrecortadas por el murmullo de las frivolas conversaciones, por el golpear de las puertas y el ir y venir de las acomodadoras.

Pero cuando vio que, pausadamente, se levantaba el telón, entregóse por completo al espectáculo. Le preocupaban mucho la dicción y el gesto de los cómicos. Observaba minuciosamente sus entonaciones y sus maneras, los rasgos cambiantes de su fisonomía y de sus actitudes con el interés de un viejo predicador, ansioso de sorprender aposturas gallardas y acentos conmovedores. En los parlamentos largos redoblaba su atención, y sólo se lamentaba de que aquella noche no se representara una obra de Corneille, autor más abundante en arengas, más lucido en brillanteces oratorias y que marca bien las distintas partes de un discurso.

Cuando el actor que representaba el papel de Orestes recitó el exordio, puramente clásico.

Antes que todos los griegos...

...el profesor de Elocuencia Sagrada se dispuso a fijar en su imaginación todas las actitudes y todas las inflexiones de voz. El padre Legenil conocía bien a su viejo amigo, y no ignoraba que el sutil maestro de Elocuencia Sagrada iba al teatro en busca de recursos declamatorios.

El padre Guitrel reparaba poco en las actrices. Sentía por la mujer un desprecio profundo, lo cual no es motivo para afirmar que siempre fue casto de pensamiento. Padeció en el sacerdocio las inquietudes y turbulencias de la carne. De qué modo había eludido, vuelto del revés o quebrantado el sexto mandamiento, ¡sábelo Dios!, y no es oportuno andar a la rebusca de las infelices que pudieran saberlo también. Si iniquitates observaveris, Domine, Domine quis sustinebit? Pero, como buen cura, le inspiraba repulsión el vientre de Eva y execraba el perfume de las cabelleras largas. Al dependiente de comercio, su vecino de grada, que le ponderó mucho los brazos de la actriz, le respondió con un desdén que nada tenía de hipócrita. Oyó atentamente la tragedia hasta el fin y se prometió transportar los furores de Orestes, como los había matizado un hábil actor, a cualquier sermón donde se pintaran las torturas de un incrédulo recalcitrante o las agonías del pecador. Y aprovechó el entreacto para modificar mentalmente, conforme a lo que acababa de oír, un resabio de acento provincial que afeaba su dicción. "La voz del obispo de Tourcoing —pensaba— no debe tener ese dejo ario que recuerda el vinillo de nuestras laderas del Centro."

Divirtióle mucho la comedia de Moliére que representaron aquella noche. Inepto para descubrir las ridiculeces, le agradaba que se las mostrasen. Sobre todo, le satisfacían extremadamente las humillaciones jocosas de la carne, y reía como un bendito al ver en escena lances algo escabrosos.

A mitad del último acto sacó un panecillo y se lo comió disimuladamente a pellizcos. Se ponía la mano en la boca para que nadie lo viera; no le agradaba cenar en público y con tanta frugalidad; pero le obligaba la hora, porque tenía que decir misa a la mañana siguiente en la capilla de las monjas de las Siete Llagas.

Acabada la función, regresó a su refugio paso a paso, a través de los muelles desiertos. El murmullo de la corriente invadía el espacio en el silencio de la noche. Guitrel avanzaba entre la niebla rojiza, que, agigantando los objetos, proyectaba su alto sombrero con proporciones enormes, y al deslizarse junto a las paredes viscosas del antiguo Hospital general, una moza marchita, enorme, fea, coja, despeinada y, con los pechos rebosantes bajo una blusa blanca, le salió al encuentro, lo detuvo, lo agarró de la solapa y le hizo proposiciones. Pero antes de que se decidiera él a desasirse, huyó la moza, gritando:

—¡Un cura! ¡Vaya un encuentro! ¿Qué nueva desdicha me ocurrirá? Lástima de...

No desconocía el padre Guitrel que muchas mujeres ignorantes y supersticiosas juzgan de mal agüero tropezar con un cura; pero le sorprendió que aquella infeliz hubiese adivinado su condición a través de su traje seglar.

"Es el castigo de los que abandonan los hábitos —pensaba—. El sacerdote subsiste a todas horas, y no hay fingimiento que pueda ocultarlo. Tu es sacerdos in aeternum, Guitrel."