Fortunata y Jacinta: 1.08.04

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IV
Parte Primera (Capitulo VIII)

de Benito Pérez Galdós
-Basta, basta, no cite usted más obras ni me enseñe más carteras. Ya le dije que no me gustan libros por suscrición. Se extravían las entregas, y es volverse loco... Prefiero tomar alguna obra completa. Pero no tenga prisa. Estará usted cansado de tanto correr por ahí. ¿Quiere tomar una copita?

-Muchísimas gracias. Nunca bebo.

-¿No?, pues el otro día, cuando nos vimos en casa de Joaquín, decía este que estaba usted algo peneque... se entiende, un poco alegre...

-Perdone usted, Sr. de Santa Cruz -replicó Ido avergonzado-. Yo no me embriago; no me he embriagado jamás. Algunas veces, sin saber cómo ni por qué, me entra cierta excitación, y me pongo así, nervioso y como echando chispas... me pongo eléctrico. ¿Ven ustedes?... ya lo estoy. Fíjese usted, Sr. D. Juan, y observe cómo se me mueve el párpado izquierdo y el músculo este de la quijada en el mismo lado. ¿Lo ve usted...?, ya está la función armada. Francamente, así no se puede vivir. Los médicos me dicen que coma carne. Como carne y me pongo peor. Ea, ya estoy como un muelle de reloj... Si usted me da su permiso me retiro...

-Hombre, no, descanse usted. Eso se le pasará. ¿Quiere usted un vaso de agua?

Jacinta sintió que no le dejase marchar, porque la idea de que el hombre aquel iba a caer allí con una pataleta le inspiraba repugnancia y miedo. Como Juan insistiese en lo del vaso de agua, díjole a su esposa por lo bajo: «Este infeliz lo que tiene es hambre».

-A ver, Sr. de Ido -indicó la dama-, ¿se comería usted una chuletita?

Don José respondió tácitamente, con la expresión de una incredulidad profunda. Cada vez parecía más extraño su mirar y más acentuado el temblor del párpado y la mejilla.

-Perdóneme usted, señora... Como la cabeza se me va, no puedo hacerme cargo de nada. Usted ha dicho que si me comería yo una...

-Una chuletita.

-Mi cabeza no puede apreciar bien... Padezco de olvidos de nombres y cosas. ¿A qué llama usted una chuleta? -añadió llevándose la mano a las erizadas crines, por donde se le escapaba la memoria y le entraba la electricidad-. ¿Por ventura, lo que usted llama... no sé cómo, es un pedazo de carne con un rabito que es de hueso?

-Justo. Llamaré para que se la traigan.

-No se moleste, señora. Yo llamaré.

-Que le traigan dos -dijo el señorito gozando con la idea de ver comer a un hambriento.

Jacinta salió, y mientras estuvo fuera Ido hablaba de su mala suerte.

«En este país, Sr. D. Juanito, no se protege a las letras. Yo que he sido profesor de primera enseñanza, yo que he escrito obras de amena literatura tengo que dedicarme a correr publicaciones para llevar un pedazo de pan a mis hijos... Todos me lo dicen: si yo hubiera nacido en Francia, ya tendría hotel...».

-Eso es indudable. ¿No ve usted que aquí no hay quien lea, y los pocos que leen no tienen dinero?...

-Naturalmente -decía Ido a cada instante, echando ansiosas miradas en redondo por ver si aparecía la chuleta.

Jacinta entró con un plato en la mano. Tras ella vino Blas con el mismo velador en que había almorzado el señorito, un cubierto, servilleta, panecillo, copa y botella de vino. Miró estas cosas Ido con estupor famélico, no bien disimulado por la cortesía, y le entró una risa nerviosa, señal de hallarse próximo a la plenitud de aquel estado que llamaba eléctrico. La Delfina se volvió a sentar junto a su marido y miraba entre espantada y compasiva al desgraciado D. José. Este dejó en el suelo las carteras y el claque, que no se cerraba nunca, y cayó sobre las chuletas como un tigre... Entre los mascullones salían de su boca palabras y frases desordenadas: «Agradecidísimo... Francamente, habría sido falta de educación desairar... No es que tenga apetito, naturalmente... He almorzado fuerte... ¿pero cómo desairar? Agradecidísimo...».

-Observo una cosa, querido D. José -dijo Santa Cruz.

-¿Qué?

-Que no masca usted lo que come.

-¡Oh!, ¿le interesa a usted que masque?

-No, a mí no.

-Es que no tengo muelas... Como como los pavos. Naturalmente... así me sienta mejor.

-¿Y no bebe usted?

-Media copita nada más... El vino no me hace provecho; pero muy agradecido, muy agradecido... -y a medida que iba comiendo, le bailaban más el párpado y el músculo, que parecían ya completamente declarados en huelga. Notábase en sus brazos y cuerpo estremecimientos muy bruscos, como si le estuvieran haciendo cosquillas.

«Aquí donde le ves -dijo Santa Cruz-, se tiene una de las mujeres más guapas de Madrid».

Hizo un signo a Jacinta que quería decir: «Espérate, que ahora viene lo bueno».

-¿Es de veras?

-Sí. No se la merece. Ya ves que él es feo adrede.

-Mi mujer... Nicanora... -murmuró Ido sordamente, ya en el último bocado-, la Venus de Médicis... carnes de raso...

-¡Tengo unas ganas de conocer a esa célebre hermosura...! -afirmó Juan.

Don José no había dejado nada en el plato más que el hueso. Después exhaló un hondísimo suspiro, y llevándose la mano al pecho, dejó escapar con bronca voz estas palabras:

-La hermosura exterior nada más... sepulcro blanqueado... corazón lleno de víboras.

Su mirada infundió tanto terror a Jacinta, que dijo por señas a su marido que le dejara salir. Pero el otro, queriendo divertirse un rato, hostigó la demencia de aquel pobre hombre para que saltara.

«Venga acá, querido D. José. ¿Qué tiene usted que decir de su esposa, si es una santa?».

-¡Una santa!, ¡una santa! -repitió Ido, con la barba pegada al pecho y echando al Delfín una mirada que en otra cara habría sido feroz-. Muy bien, señor mío. ¿Y usted en qué se funda para asegurarlo sin pruebas?

-La voz pública lo dice.

-Pues la voz pública se engaña -gritó Ido alargando el cuello y accionando con energía-. La voz pública no sabe lo que se pesca.

-Pero cálmese usted, pobre hombre -se atrevió a expresar Jacinta-. A nosotros no nos importa que su mujer de usted sea lo que quiera.

-¡Que no les importa!... -replicó Ido con entonación trágica de actor de la legua-. Ya sé que estas cosas a nadie le importan más que a mí, al esposo ultrajado, al hombre que sabe poner su honor por encima de todas las cosas.

-Es claro que a él le importa principalmente -dijo Santa Cruz hostigándole más-. Y que tiene el genio blando este señor Ido.

-Y para que usted, señora -añadió el desgraciado mirando a Jacinta de un modo que la hizo estremecer-, pueda apreciar la justa indignación de un hombre de honor, sepa que mi esposa es... ¡adúuultera!

Dijo esta palabra con un alarido espantoso, levantándose del asiento y extendiendo ambos brazos como suelen hacer los bajos de ópera cuando echan una maldición. Jacinta se llevó las manos a la cabeza. Ya no podía resistir más aquel desagradable espectáculo. Llamó al criado para que acompañara al desventurado corredor de obras literarias. Pero Juan, queriendo divertirse más, procuraba calmarle.

«Siéntese, Sr. D. José, y no se excite tanto. Hay que llevar estas cosas con paciencia».

-¡Con paciencia, con paciencia! -exclamó Ido, que en su estado eléctrico repetía siempre la última frase que se le decía, como si la mascase, a pesar de no tener muelas.

-Sí, hombre; estos tragos no hay más remedio que irlos pasando. Amargan un poco; pero al fin el hombre, como dijo el otro, se va jaciendo.

-¡Se va jaciendo! ¿Y el honor, señor de Santa Cruz?...

Y otra vez hincaba la barba en el pecho, mirando con los ojos medio escondidos en el casco, y cerrándolos de súbito, como los toros que bajan el testuz para acometer. Las carúnculas del cuello se le inyectaban de tal modo, que casi eclipsaban el rojo de la corbata. Parecía un pavo cuando la excitación de la pelea con otro pavo le convierte en animal feroz.

-El honor -expresó Juan-. ¡Bah!, el honor es un sentimiento convencional...

Ido se acercó paso a paso a Santa Cruz y le tocó en el hombro muy suavemente, clavándole sus ojos de pavo espantado. Después de una larga pausa, durante la cual Jacinta se pegó a su marido como para defenderle de una agresión, el infeliz dijo esto, empezando muy bajito como si secreteara, y elevando gradualmente la voz hasta terminar de una manera estentórea: «Y si usted descubre que su mujer, la Venus de Médicis, la de las carnes de raso, la del cuello de cisne, la de los ojos cual estrellas... si usted descubre que esa divinidad, a quien usted ama con frenesí, esa dama que fue tan pura; si usted descubre, repito, que falta a sus deberes y acude a misteriosas citas con un duque, con un grande de España, sí señor, con el mismísimo duque de Tal».

-Hombre, eso es muy grave, pero muy grave -afirmó Juan, poniéndose más serio que un juez-. ¿Está usted seguro de lo que dice?

-¡Que si estoy seguro!... Lo he visto, lo he visto.

Pronunció esto con oprimido acento, como quien va a romper en llanto.

-Y usted, Sr. D. José de mi alma -dijo Santa Cruz fingiéndose, no ya serio sino consternado-, ¿qué hace que no pide una satisfacción al duque?

-¡Duelos... duelitos a mí! -replicó Ido con sarcasmo-. Eso es para los tontos. Esas cosas se arreglan de otro modo.

Y vuelta a empezar bajito, para concluir a gritos:

«Yo haré justicia, se lo juro a usted... Espero cogerlos in fraganti otra vez, in fraganti, Sr. D. Juan. Entonces aparecerán los dos cadáveres atravesados por una sola espada... Esta es la venganza, esta es la ley... por una sola espada... Y me quedaré tan fresco, como si tal cosa. Y podré salir por ahí mostrando mis manos manchadas con la sangre de los adúlteros y decir a gritos: 'Aprended de mí, maridos, a defender vuestro honor. Ved estas manos justicieras, vedlas y besadlas...'. Y vendrán todos... toditos a besarme las manos. Y será un besamanos, porque hay tantos, tantísimos...».

Al llegar a este grado de su lastimoso acceso, el infeliz Ido ya no tenía atadero. Gesticulaba en medio de la habitación, iba de un lado para otro, parábase delante de los esposos sin ninguna muestra de respeto, daba rápidas vueltas sobre un tacón y tenía todas las trazas de un hombre completamente irresponsable de lo que dice y hace. El criado estaba en la puerta riendo, esperando que sus amos le mandasen poner a aquel adefesio en la calle. Por fin, Juan hizo una seña a Blas; y a su mujer le dijo por lo bajo: «dale un par de duros». Dejose conducir hasta la puerta el pobre D. José sin decir una palabra, ni despedirse. Blas le puso en la cabeza el primogénito de todos los claques, en una mano las mugrientas carteras, en otra los dos duros que para el caso le dio la señorita; la puerta se cerró y oyose el pesado, inseguro paso del hombre eléctrico por las escaleras abajo.

-A mí no me divierte esto -opinó Jacinta-. Me da miedo. ¡Pobre hombre! La miseria, el no comer le habrán puesto así.

-Es lo más inofensivo que te puedes figurar. Siempre que va a casa de Joaquín, le pinchamos para que hable de la adúuultera. Su demencia es que su mujer se la pega con un grande de España. Fuera de eso, es razonable y muy veraz en cuanto habla. ¿De qué provendrá esto, Dios mío? Lo que tú dices, el no comer. Este hombre ha sido también autor de novelas, y de escribir tanto adulterio, no comiendo más que judías, se le reblandeció el cerebro.

Y no se habló más del loco. Por la noche fue Guillermina, y Jacinta, que conservaba la mugrienta tarjeta con las señas de Ido, se la dio a su amiga para que en sus excursiones le socorriese. En efecto, la familia del corredor de obras (Mira el Río 12), merecía que alguien se interesara por ella. Guillermina conocía la casa y tenía en ella muchos parroquianos. Después de visitarla, hizo a su amiguita una pintura muy patética de la miseria que en la madriguera de los Idos reinaba. La esposa era una infeliz mujer, mártir del trabajo y de la inanición, humilde, estropeadísima, fea de encargo, mal pergeñada. Él ganaba poco, casi nada. Vivía la familia de lo que ganaban el hijo mayor, cajista, y la hija, polluela de buen ver que aprendía para peinadora.

Una mañana, dos días después de la visita de Ido, Blas avisó que en el recibimiento estaba el hombre aquel de los pelos tiesos. Quería hablar con la señorita. Venía muy pacífico. Jacinta fue allí, y antes de llegar ya estaba abriendo su portamonedas.

-Señora -le dijo Ido al tomar lo que se le daba-, estoy agradecidísimo a sus bondades; pero ¡ay!, la señora no sabe que estoy desnudo... quiero decir, que esta ropa que llevo se me está deshaciendo sobre las carnes... Y naturalmente, si la señora tuviera unos pantaloncitos desechados del señor D. Juan...

-¡Ah! Sí... buscaré. Vuelva usted.

-Porque la señora doña Guillermina, que es tan buena, nos socorrió con bonos de carne y pan, y a Nicanora le dio una manta, que nos viene como bendición de Dios, porque en la cama nos abrigábamos con toda mi ropa y la suya puesta sobre las sábanas...

-Descuide usted, Sr. del Sagrario; yo le procuraré alguna prenda en buen uso. Tiene usted la misma estatura de mi marido.

-Y a mucha honra... Agradecidísimo, señora; pero créame la señora, se lo digo con la mano puesta en el corazón: más me convendría ropa de niños que ropa de hombre, porque no me importa estar desnudo con tal que mis chicos estén vestidos. No tengo más que una camisa, que Nicanora, naturalmente, me lava ciertas y determinadas noches mientras duermo, para ponérmela por la mañana... pero no me importa. Anden mis niños abrigados, y a mí que me parta una pulmonía.

-Yo no tengo niños -dijo la dama con tanta pena como el otro al decir «no tengo camisa».

Maravillábase Jacinta de lo muy razonable que estaba el corredor de obras. No advirtió en él ningún indicio de las extravagancias de marras.

«La señora no tiene hijos... ¡Qué lástima! -exclamó Ido-. Dios no sabe lo que se hace... Y yo pregunto: si la señora no tiene niños, ¿para quién son los niños? Lo que yo digo... ese señor Dios será todo lo sabio que quieran; pero yo no le paso ciertas cosas».

Esto le pareció a la Delfina tan discreto, que creyó tener delante al primer filósofo del mundo; y le dio más limosna.

«Yo no tengo niños -repitió-, pero ahora me acuerdo. Mis hermanas los tienen...».

-Mil y mil cuatrillones de gracias, señora. Algunas prendas de abrigo, como las que repartió el otro día doña Guillermina a los chicos de mis vecinos, no nos vendrían mal.

-¿Doña Guillermina repartió a los vecinos y a usted no?... ¡Ah!, descuide usted; ya le echaré yo un buen réspice.

Alentado por esta prueba de benevolencia, Ido empezó a tomar confianza. Avanzó algunos pasos dentro del recibimiento, y bajando la voz dijo a la señorita:

«Repartió doña Guillermina unos capuchoncitos de lana, medias y otras cosas; pero no nos tocó nada. Lo mejor fue para los hijos de la señá Joaquina y para el Pitusín, el niño ese... ¿no sabe la señora?, ese chiquillín que tiene consigo mi vecino Pepe Izquierdo... un hombre de bien, tan desgraciado como yo... No le quiero quitar al Pitusín la preferencia. Comprendo que lo mejor debe caerle a él por ser de la familia.

-¿Qué dice usted, hombre? ¿De quién habla usted? -indicó Jacinta sospechando que Ido se electrizaba. Y en efecto, creyó notar síntomas de temblor en el párpado.

«El Pitusín -prosiguió Ido tomándose más confianza y bajando más la voz-, es un nene de tres años, muy mono por cierto, hijo de una tal Fortunata, mala mujer, señora, muy mala... Yo la vi una vez, una vez sola. Guapetona; pero muy loca. Mi vecino me ha enterado de todo... Pues como decía, el pobre Pitusín es muy salado... ¡más listo que Cachucha y más malo...! Trae al retortero a toda la vecindad. Yo le quiero como a mis hijos. El señor Pepe le recogió no sé dónde, porque su madre le quería tirar...».

Jacinta estaba aturdidísima, como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza. Oía las palabras de Ido sin acertar a hacerle preguntas terminantes. ¡Fortunata, el Pitusín!... ¿No sería esto una nueva extravagancia de aquel cerebro novelador?

«Pero, vamos a ver... -dijo la señorita al fin, comenzando a serenarse-. Todo eso que usted me cuenta, ¿es verdad o es locura de usted?... Porque a mí me han dicho que usted ha escrito novelas, y que por escribirlas comiendo mal, ha perdido la chaveta».

-Yo le juro a la señora que lo que le he dicho es el Santísimo Evangelio -replicó Ido poniéndose la mano sobre el pecho-. José Izquierdo es persona formal. No sé si la señora lo conocerá. Tuvo platería en la Concepción Jerónima, un gran establecimiento... especialidad en regalos para amas... No sé si fue allí donde nació el Pitusín; lo que sí sé es que, naturalmente, es hijo de su esposo de usted, el señor D. Juanito de Santa Cruz.

-Usted está loco -exclamó la dama con arranque de enojo y despecho-. Usted es un embustero... Márchese usted.

Empujole hacia la puerta mirando a todos lados por si había en el recibimiento o en los pasillos alguien que tales despropósitos oyera. No había nadie. D. José se deshizo en reverencias; pero no se turbó porque le llamaran loco.

«Si la señora no me cree -se limitó a decir-, puede enterarse en la vecindad...».

Jacinta le retuvo entonces. Quería que hablase más.

«Dice usted que ese José Izquierdo... Pero no quiero saber nada. Váyase usted».

Ido había traspasado el hueco de la puerta, y Jacinta cerró de golpe, a punto que él abría la boca para añadir quizás algún pormenor interesante a sus revelaciones. Tuvo la dama intenciones de llamarle. Figurábase que al través de la madera, cual si esta fuera un cristal, veía el párpado tembloroso de Ido y su cara de pavo, que ya le era odiosa como la de un animal dañino. «No, no abro... -pensó-. Es una serpiente... ¡Qué hombre! Se finge el loco para que le tengan lástima y le den dinero». Cuando le oyó bajar las escaleras volvió a sentir deseos de más explicaciones. En aquel mismo instante subían Barbarita y Estupiñá cargados de paquetes de compras. Jacinta les vio por el ventanillo y huyó despavorida hacia el interior de la casa, temerosa de que le conocieran en la cara el desquiciamiento que aquel condenado hombre había producido en su alma.
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