Juan Moreira (novela)/El nido de desventuras

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El nido de desventuras

Moreira, siempre negándose a huir como se lo aconsejaban Marta y Santiago, permaneció en el rancho esperando la vuelta del amigo Julián, que ya tardaba mucho.

Los días pesaron así, siempre esperando, sin que el amigo Julián diera señales de vida, lo que hacía agolpar al espíritu del paisano mil dudas agitadas.

¿Habría muerto Vicenta? ¿Habría sucedido una desgracia al pequeño Juan? ¿Habrían mandado a ambos a la cárcel de Buenos Aires a pagar sus culpas y delitos?

Estas dudas tenían sumido al paisano en una amarga ansiedad; hubiera sacrificado su libertad misma, a trueque de tener noticias tranquilizadoras de aquellos desgraciados.

Moreira pasaba el día entregado a estas cavilaciones, no comía, tomando por único alimento el eterno mate, sin cuyo desayuno un paisano es completamente hombre al agua.

A la noche daba de comer al caballo, que estaba siempre ensillado, aunque con la cincha floja; daba de comer al inseparable Cacique y extendía su manta al lado del overo bayo, donde se echaba a reposar, en su actitud favorita, con las manos sobre las armas y la cabeza sobre la almohada que le venían a formar los brazos así doblados.

Así dormitaba ligeramente, viéndosele incorporar inquieto al menor gruñido del Cacique, que de cuando en cuando salía a dar su vuelta como un rondín militar.

Y aquel hombre dormía ya ligero ya profundamente fiado solamente en aquel vigilante animal, cuyo finísimo olfato delataba al enemigo antes que éste estuviese a la vista.

A eso de la madrugada del tercer día, el cuzquito se levantó de la manta, dejó oír un gruñido leve, y al poco rato se puso a ladrar arañando la cabeza de Moreira como para despertarlo.

El paisano estuvo de pie como un rayo, se acercó al overo, a quien apretó la cincha con suprema rapidez, viéndose brillar en seguida en sus manos a la escasa claridad de las estrellas que se mezclaba a esa vaga luz del crepúsculo, sus dos magníficos trabucos de bronce que eran el arma de que se servía primero cuando el enemigo era numeroso.

Moreira permaneció largo rato en actitud de montar a caballo; se sentía, en lontananza el galope de varios animales pero la vista todavía no podía apreciar los lejanos bultos.

Marta y Santiago habían salido afuera al sentir los ladridos del Cacique, pues aquella gente no dormía, temiendo que de un momento a otro llegara una partida numerosa en busca de Moreira, a quien decía Santiago podía la suerte cansarse de ayudar y suceder una desgracia inevitable, porque pensar que aquel hombre se entregara era pensar locuras.

El galope de los caballos se fue haciendo cada vez más claro, los bultos se fueron destacando en el horizonte y el Cacique dejó su actitud hostil y se puso a ladrar alegremente.

-Un amigo -dijo Moreira sonriendo, al interpretar la alegría del Cacique y mirando a Santiago a quien había sentido salir-, son amigos, y el corazón me dice que es Julián.

Y el leal corazón del paisano no se engañaba; era realmente Julián que regresaba arriando su tropilla favorita que le servía para hacer las grandes patriadas.

Julián llegó, echó pie a tierra al lado del overo y los tres paisanos se abrazaron estrechamente, formando un cuadro tocante, alumbrado por la luz de la mañana, que empezaba a despertar las aves.

Dos minutos permanecieron así aquellos tres hombres a quienes unía un cariño franco y sincero, nacido en las primeras horas de la vida, y que sólo la muerte podría cortar.

Los paisanos se separaron, y Julián y Moreira se miraron a la cara.

En los párpados de Julián se vio temblar una lágrima.

Los labios de Moreira tomaron esa expresión del gemido.

Moreira, bajó la vista y dejó desplomar la cabeza sobre el pecho.

En la cara de Julián había visto una expresión lúgubre que lo había desalentado por completo.

Julián estrechó la mano al gaucho como queriendo infundirle ánimo con su presión cariñosa, mientras le decía: ¡qué canejo! Todo tiene remedio menos la muerte.

Moreira se dejó caer sobre la manta completamente desalentado y se abismó en el infierno de su pensamiento que abultaba fantásticamente la desgracia que suponía haber sucedido.

Julián se sentó a su lado, mudo y sombrío, esperando que Moreira saliera de aquel letargo en que había caído su espíritu, postrando aquel corazón de bronce.

Por fin aquel hombre alzó el semblante, descubrió la varonil cabeza, como si buscara calmar su ardor con el fresco de la brisa, y dijo al amigo Julián que lo miraba silencioso:

-Puede contar amigo, sin economizar trago amargo, porque estoy dispuesto a todo, y aquí hay entrañas para sufrir todas las penas del mundo.

-No se aflija amigo -repuso el paisano-, ya sé que usted no le hace asco al dolor y por eso le voy a contar sin rebozo lo que ha sucedido en sus pagos; y con una sencillez inocente narró lo que en Matanza había sucedido, sin apercibirse que aquel relato entraba en el corazón de Moreira como una puñalada lenta y desgarrante.

Julián habló así:

-Dos noches después de la salida de Moreira, Vicenta, a quien más conocían por Andrea, su segundo nombre, fue puesta, en libertad con su hijo, después de hacerle creer que Moreira había muerto a manos de la primer partida que salió a prenderlo, enseguida que éste mató a don Francisco.

La prisión sufrida, la muerte de su padre, y las penas que había pasado, la habían enflaquecido rápidamente, haciendo grandes estragos en su simpática fisonomía.

Fue a su rancho y encontró las paredes peladas.

Las haciendas habían sido embargadas por la justicia para venderlas y costear los gastos del juicio, y lo que no había hecho la justicia, se habían encargado de hacerlo los cuatreros que habían pasado como aves de rapiña por la abandonada casa, llevándose hasta los poyos de sentarse.

Andrea se encontró, pues, sola en el mundo, abandonada de todos y sin tener un mal mendrugo que llevar a los labios de su hijo, que había enfermado.

En esta situación desesperante, golpeó a los ranchos amigos, que se le cerraron, porque según la orden del juez, «era reo de complicidad en los crímenes de Moreira, el que tendiese la mano a la mujer del bandido».

Y Andrea moría de hambre, de desesperación y de dolor al ver a su hijo consumido por la necesidad.

Moreira escuchaba el relato de Julián y las lágrimas corrían silenciosas por su rostro, yendo a perderse entre la seda de su barba.

-La justicia -continuó Julián con sarcasmo-, empezó entonces a dar su última mano a la obra de destrucción que había empezado con la desgracia de Moreira.

Andrea, aunque flaca y macilenta, era todavía hermosa y los empleados del juzgado, empezaron a girar a su alrededor, como caranchos sobre la osamenta, tratando de explotar su miseria y los sentimientos de madre, en beneficio de pretensiones inicuas.

Pero Andrea a quien la presencia de un justicia causaba más pavor que todas las muertes juntas, despidió acremente al nuevo teniente alcalde que fue a ofrecerle su protección y su cariño.

Andrea iba a visitar la tumba de su padre donde pasaba largas horas llorando, y preguntaba en vano por la de su Juan, a quien por las voces del Juzgado todos creían muerto, pero le respondían complaciéndose en su dolor, que su tumba había sido el estómago de los zorros y de las vizcachas.

Así la pobre Andrea moría, viviendo en este horrible martirio, mendigando de la caridad pública un mendrugo de pan y un trapo negro con que honrar la doble muerte de su buen padre y del altivo Moreira.

Al escuchar esta parte del relato, Moreira lanzó un quejido y blandiendo la daga dejó oír una maldición espantosa:

-Para cumplir mi venganza -dijo-, no basta a mi daga toda la carne que cubre la osamenta de esos puercos a quienes he de matar uno a uno.

Julián dejó pasar aquel justo estallido de la ira, y prosiguió la narración después de una breve pausa.

-Así, aquella infeliz vagaba por los campos con aquellas dos horrorosas cargas, su miseria y su hijo, pidiendo trabajo.

¿Pero quién era el gaucho que desafiaba la cólera de la justicia dando trabajo a la viuda y al hijo del que la ley había declarado bandido?

Sólo Dios podía liberarla del abismo a que la precipitaban los hombres.

El teniente alcalde volvió a la carga arrastrándole de nuevo el ala notificándole que la justicia iba a vender el rancho, siempre por cuenta del proceso.

Vicenta Andrea tenía dos muertes para elegir, o de hambre o endurecida por la helada, pues ya no tendría techo que la cobijara.

La mujer desventurada miró a su hijo, pensó en el destino que le estaba reservado y una inmensa agonía pasó por sus ojos pardos expresivos y lánguidos.

Había un medio de salvar a su hijo y salvarse ella; pero este medio era aceptar la ignominia más afrentosa que la muerte.

Vicenta gimió, miró a su hijo flaco y macilente, transparente por el hambre y la miseria, y vaciló sintiéndose desmayar.

La idea de que aquella criatura pudiese morir de hambre la desesperaba de una manera dolorosa, pues comprendía que era preciso salvar a aquel inocente aun a costa de su cuerpo enflaquecido de una manera horrible.

Sin embargo volvió a rechazar a aquel hombre con el ademán altivo y el rostro enrojecido por la vergüenza.

Aquel día vagó los campos y las cercanas casas pidiendo una limosna, regresando a su rancho con la muerte en el corazón.

Un relámpago vino esa tarde a iluminar con sus pálidos destellos la negra noche de su alma, abriéndole un nuevo horizonte de risueñas esperanzas.

El compadre Giménez, que había tenido que salir del partido para hacer unas tropas, regresó esa noche y vino a casa de Vicenta como un ángel de la salvación.

Pero aquel hombre fue aún más miserable que el teniente alcalde, pues aprovechó el poco camino que éste había andado en el corazón de aquella desventurada.

Giménez dijo que aquel hombre había tenido razón, que era necesario salvar a su hijo y que para esto no tenía otro recurso que aceptar las proposiciones de un hombre bueno, que trabajase para darles de comer y vestirlos.

-De todos modos Moreira ha muerto -concluyó aquel hombre y a nadie puedes ofender con tu proceder.

Vicenta oía todo aquello como una máquina; estaba bajo la horrible presión del delirio del hambre, y en su cabeza débil había empezado a vacilar, perdiendo terreno en ella la razón.

Oía a Giménez y sus palabras eran para ella una especie de ruido, porque aunque comprendía su significado, no podía valorar los hechos que ellas establecían.

Giménez insistió, la pintó a ella muerta de desesperación y de dolor, después de haber visto morir en sus brazos a su hijito hambriento, y aquella infeliz no pudo resistir más y cayó sin saber lo que hacía, cayó como una máquina de carne, pues aquel hecho para ella sólo importaba la salvación de su hijito.

Giménez se instaló allí como en su casa y Andrea y Juancito tuvieron esa noche que comer, comida que devoraron en un segundo, casi sin mascar.

Vicenta llenó esta imperiosa necesidad de la vida, la alimentación, cuya falta llega a igualar los seres humanos con las bestias, y cayó en un profundo letargo.

Era la primera vez que aquella desventurada se entregaba al descanso sin la idea de que al despertar hallase a su hijo muerto.

Al llegar a esta parte del relato, Moreira ofrecía un aspecto espantoso.

Su mirada dilatada, brillaba de una manera pálida con destellos que hacían daño, parecía un puñal que se desnuda bajo la luz de la luna, de su boca entreabierta salía un ruido que parecía el exterior de un toro y sus manos temblorosas oprimían la magnífica cabeza, como para contener el estallido de la masa cerebral que parecía arder adentro.

-Agua -dijo-, tráigame agua porque me siento chamuscar los sesos, y metió la cabeza en un balde de agua que le trajo Santiago. Moreira estuvo con la cabeza en el agua por espacio de tres minutos, la sacó en seguida y después de enjugar el agua que caía de sus largos rizos, se ató un pañuelo alrededor de la frente y volvió a quedar sumido en una meditación extraña, hundido en el abismo de sus penas.

Por fin se arrancó a aquella meditación que lo postraba sin fuerzas morales y miró a Julián de una manera triste y sombría, diciéndole:

-Hasta el fin, amigo Julián, hasta el fin, y tire al alma.

No le haga asco al menor tajito, que la desgracia ha de entonarme, en vez de hacerme mal.

Yo veo que tengo madre para la desgracia, pues apenas muevo el pie, ya voy pisando en mis propias entrañas.

Julián se recogió un momento como para coordinar sus ideas y prosiguió de esta manera, secando una lágrima que el dolor del amigo hacía somar a sus ojos.

-Desde aquella noche nada faltó en casa de la Andrea; Juancito empezó a reponerse y la mujer se fue poco a poco habituando a aquella situación desesperante.

De cuando en cuando preguntaba al compadre Giménez por la tumba de su Moreira para ir a rezar sobre su borde y Giménez le prometía siempre averiguarla.

Aquel hombre no dejaba carecer de nada a Vicenta que iba acostumbrándose poco a poco a aquel ser a quien apreciaba, por el cariño especial que aparentaba tener por su hijo.

Un día tuvo Giménez que bajar a Buenos Aires para hacer entrega de una tropa de hacienda que había vendido, y dejó a Andrea el dinero necesario para que no le faltara nada durante su ausencia.

Hacían una vida tranquila con gran asombro del vecindario, que veía en la acción de Giménez un reto a la justicia, que había prohibido bajo la pena de caer en desgracia, que se tendiese la mano a la mujer del bandido Moreira, asesino aleve.

-No lo he sido pero lo seré -dijo Moreira sentenciosamente. A esa gente la he de matar por la espalda y si puedo he de tratar de agarrarla durmiendo.

Julián calló un momento y a indicación del paisano siguió así:

-Giménez salió de madrugada con su tropa de novillos y Vicenta quedó sola en aquel rancho, donde se habían deslizado las horas más felices de la vida, en compañía de su padre, de su hermoso y amante Juan, muerto de una manera tan trágica según se lo corroboró el compadre Giménez.

El teniente alcalde que esperaba esta ocasión para vengarse de los desdenes de Andrea, se presentó esa noche en el rancho, en momentos que aquellos desventurados estaban cenando.

Aquel hombre volvió a la carga con sus impertinentes pretensiones y como siempre, fue rechazado esta vez, más enérgicamente que las anteriores.

-Si quiere venir a mi casa -le dijo Andrea- olvídese de esas cosas; ya tiene pan mi hijo y no tengo porqué sufrir nuevas humillaciones de nadie.

-¿Qué, crees que porque te protege Giménez estás fuera de la acción de la justicia? -replicó el teniente alcalde. No seas tonta que te conviene estar bien conmigo.

-Dejemos esa cuestión, amigo -concluyó Vicenta-, lo que usted pretende no puede ser y yo nada tengo que ver con la justicia, porque no he faltado a nadie, gracias a Dios.

Aquel hombre se irritó de una manera brutal, amenazando a Vicenta quitarle su hijo porque andaba en la mala vida, y prenderla a ella misma.

Este hombre se había empeñado por la paisanita que con la buena vida, había empezado a recuperar su antigua hermosura.

A un justicia, según la teoría y la práctica, no se le debía resistir nada, y la resistencia de Vicenta lo había empeñado más, interesando su amor propio de hombre, y de justicia.

Insistió, quiso vencer la resistencia que se le opuso, y aquel hombre fue cobarde hasta el extremo de golpear a aquella mujer desvalida amenazando golpear a su hijo.

Moreira escuchaba a Julián sin hacer el menor movimiento ni pronunciar una palabra; parecía estar bajo la presión de una melancolía profunda.

Cuando Julián llegó a esta parte de su relato sus labios se agitaron con un movimiento convulso, pero no se le oyó la menor palabra, la menor sílaba.

-El hombre -prosiguió Julián-, después de golpear a Vicenta, se retiró diciendo que volvería a la noche siguiente, y que había de lograr su empeño o le había de llevar el diablo.

Vicenta pasó una noche desesperante; estaba sola en el mando, ya no existía Moreira para defenderla y sabe Dios cuándo volvería Giménez.

Si se dormía despertaba al momento sacudida por los sueños que el espanto engendraba en su espíritu; a cada momento creía que le arrebatan su hijo y se abrazaba a él protegiéndolo de aquella agresión imaginaria.

Estaba dominada por el terror de la amenaza que se le había hecho.

Por fin llegó el nuevo día, y Vicenta se dormió profundamente.

Cuando el espíritu pasa por ciertas situaciones, la luz del día viene a ser una especie de compañera que aleja de él toda sombra fantástica, haciendo renacer en el corazón el valor moral que han avasallado los sueños delirantes.

-Cuando Vicenta despertó, eran ya las once de la mañana: se vistió y acompañada de su hijo salió a la calle, temiendo viniese el teniente alcalde.

Y vagó sin rumbo y sin objeto que alejarse de su casa donde la amenazaba el mayor peligro, el peligro de caer en manos de la justicia.

A la caída de la tarde, Andrea vino a su rancho para llevar una manta, pues aquella noche pensaba pasarla a campo, pero al aproximarse a la casita su corazón latió fuertemente y una suprema alegría asomó a su pálido semblante: había visto los caballos de Giménez que regresara un momento antes.

Andrea se precipitó en sus brazos y le contó lo que le había sucedido la noche antes y la amenaza que le había hecho al salir el teniente alcalde.

Giménez más cobarde aún que aquel hombre dijo a Andrea que era preciso huir de allí antes que volviera, y uniendo el ademán a la palabra ensilló dos caballos y esa misma noche, se fue a su casa con Vicenta y el pequeño Juan, a donde pudieron estar con mayor seguridad.

Si Giménez tenía miedo al teniente alcalde porque no le gustaba andar mal con la justicia, éste tuvo miedo a Giménez, porque era esencialmente cobarde y abandonó su empresa, esperando que algún nuevo viaje alejase de allí el paisano, y quedase Vicenta nuevamente abandonada, a su entera merced.

-Cuando supe todo esto -prosiguió Julián-, me fui a lo del compadre Giménez, donde me apié, haciéndome el ignorante de todas aquellas desgracias.

Vicenta apenas me vio, salió a recibirme llena de alegría enseñándome a Juancito que está hecho ya un hombre.

Me abrazó la pobre y lloró amargamente recordando a su Juan y los tiempos felices en que el carancho de la desgracia no había venido a hacer en ellos su presa.

El compadre Giménez se puso más pálido que un difunto, no sabía qué viento me llevaba allí, y se sospechaba que yo pudiera ir por encargo suyo.

Andrea se fue a cebar un mate, y el hombre muerto de miedo, me preguntó por usted, me contó la cosa a su manera, y me pidió no dijese a la Vicenta que usted vivía, porque podía morir de susto; creyendo que usted la fuese a matar por lo que había hecho engañada con su muerte.

Yo me iba calentando poco a poco, y mi mano se iba recostando a la cintura, sin quererlo pero pensé que yo no podía matar a aquel hombre, porque eso le correspondía a usted, y no quería además quitar ese apoyo a la Andrea, a quien no podía traer conmigo sin que usted lo dispusiese.

-Usted es un puerco -dije al compadre Giménez-, y si yo no lo mato ahora, es porque Juan no se enoje, porque esto le corresponde a él, pero algo tengo yo que hacer para probarle que usted es un chancho, y que lo que ha hecho no tiene perdón, y me le fui al humo con el rebenque.

El hombre relampagueó los ojos y quiso madrugarme sacando el cuchillo, pero yo me la dormí en la cabeza y lo azoncé a la fija de un talerazo: en seguida me le dormí con la lonja como quien castiga a un redomón chúcaro.

El hombre había sido muy maula y empezó a gritar como un cochino; yo me calenté sin querer también saqué el cuchillo para degollarlo, pero a los gritos apareció la Andrea, y me pegó el grito cruzándoseme por delante.

-¿Usted también Julián viene como enemigo a aumentar mi desgracia? ¡Ah! ¡Desde que murió mi Juan todos se han vuelto en mi contra!, y rompió a llorar.

-Dispense niña -le dije guardando el cuchillo-, si yo quise matar este maula fue porque se acordó mal del amigo Juan y yo no lo puedo permitir, porque nadie se ha de limpiar la boca con su nombre mientras yo viva en la tierra y él esté lejos.

Sin duda la Vicenta pensó que yo aludía a su muerte y se puso a llorar a «media rienda» olvidándose en su dolor del compadre Giménez que se había levantado del suelo y porfiaba, con pasos de peludo, gritándome cuando se vio fuera de tiro.

-¡Ya nos veremos las caras, so madruga!

-Andá no más -pensé yo-, que ya te toparás con él, -y me puse a consolar a la Vicenta, que lloraba de una manera que daba pena escucharla.

-No se desespere, niña -le dije-, yo me voy de aquí para no volver más a incomodarla, sólo vine a ver qué había sido de ustedes y nada más.

-Yo no quiero que se vaya para no volver más -me dijo Andrea secando las lágrimas-, mi casa es suya y puedo venir cuando guste.

En seguida nos pusimos a tomar mate y la pobre me contó por completo la narración que le he hecho.

Ya la tarde empezaba a caer y traté de ponerme en camino, porque había cumplido lo que usted me encargó y quería pegar la vuelta pronto, pues usted aquí no había quedado muy seguro.

Cuando Julián terminó la narración, Moreira se incorporó, tomó la mano de aquel leal amigo, y la estrechó con una profunda emoción.

-Gracias amigo -le dijo-, muchas gracias: nunca olvidaré lo que usted ha hecho por mí, no le digo que puede contar conmigo, porque ya usted me conoce.

-No tiene nada que agradecer compañero -replicó Juan sonriente-, he hecho lo que he podido en su servicio y estoy dispuesto a hacer más todavía.

En seguida todos cuatro empezaron a filosofar amargamente sobre la vida, entre trago y trago del mate que le servía la buena Marta.

Entonces Julián se impuso de la última hazaña que había llevado a cabo Moreira, reprobándola agriamente, porque aquello era tentar la suerte proporcionando a las policías la ocasión de malherirlo o darle un tiro traidor que le quitara la vida sin saber quién se la dio.

-No lo haré más -dijo pensativo el paisano-, hasta ahora sólo he peleado con la justicia, de puro lujo, deseando que me mataran para concluir de penar una vez; he peleado fuerte para mostrarles que no soy candil que se apaga de un soplito, pero las circunstancias han cambiado.

Ahora he de pelear para defender mi vida, porque quiero vivir para vengarme de los que me han insultado en mi desgracia, aprovechándose de una mujer desvalida; a esos -prosiguió creciendo en ira-, los he de coser a puñaladas, poco a poco, gozándome en sus boqueadas.

Yo les mostraré que aún vive Juan Moreira, y que su daga es más segura que la justicia y más firme que la amistad de los hombres.

Y al decir esto acariciaba el pomo de su terrible arma, y miraba con una vaguedad aterradora, como si su razón estuviera a punto de estallar.

Los paisanos callaban dejando que Moreira se desahogase por completo, temiendo que tanta desgracia fuera a trastornarle la razón, haciéndole cometer un disparate.

Moreira soltó una maldición que sonó como un trueno y quedó mudo e inmóvil, tan inmóvil que parecía haber caído con esa locura espantosa y desgarrante que la ciencia ha clasificado de melancolía profunda, estado de vida muy semejante a la muerte.

Nadie turbó con la mejor palabra aquel estado conmovedor, que había llegado hasta arrancar lágrimas de aquellos ojos, reflejo de un espíritu noble, que se había respondido siempre a las acciones generosas y humanitarias, hasta que el sable de la ley, en manos de un teniente alcalde, se levantó sobre su cabeza.

La noche venía tendiendo su negro manto y los alrededor de aquel rancho empezaban a aquietarse, sin que se sintiera el más leve ruido.

Julián, fatigado y rendido por el largo viaje empezó a inclinar la cabeza, al calor del fuego, y a dormitar con esa pereza que llamaremos del país.

Probablemente se hubiera quedado dormido, con el cansancio de la fatiga, si Moreira no se parara de pronto, hablando en alta voz.

-Me voy, amigo -dijo de una manera resuelta-, me voy y no me despido de firme, porque el corazón me dice que nos hemos de volver a ver.

-Cuidado amigo Juan -dijo Julián cariñosamente-, me han dicho que por los pagos andan fuerzas del Provincial y no será extraño que el juez don Nicolás González, que es hombre duro, haya mandado algún aviso para que le vengan a ayudar a prenderlo.

-¡Ahora ni que me copen la banca! -dijo Moreira-, me voy lejos, muy lejos amigo Julián, para que se olviden de mí y pegar la vuelta cuando menos lo piensen, para asegurar mi venganza.

Si me salen al camino disparo, y buenas piernas ha de tener el galgo que me alcance.

Yo no sé lo que es miedo -amigo Julián-, pero siento que el corazón me tiembla, al pensar que una partida puede salirme al camino y obligarme a pelear.

Yo no quiero pelear, le repito, porque puedo morir, y morir en este caso es para mí la pérdida de mi venganza.

Recogió su manta, se cercioró de que todas las armas iban en la cintura, y se acercó al overo bayo, pidiendo para él un poco de alfalfa que le trajo Santiago y que Moreira echó a su caballo con el mismo cariñoso cuidado con que hubiera dado de comer a un amigo querido.

Moreira estuvo de pie hasta que el caballo concluyó con la última barita de alfalfa; le oprimió cuidadosamente la cincha, revisó con suma prolijidad las prendas del apero, le puso el freno y montó con todo reposo y tranquilidad, después de subir al Cacique a las ancas.

-Compañeros, hasta la vista -dijo, y tendió una mano hacia el amigo Julián, que lo miraba sin hacer un movimiento.

Aquellas dos manos nerviosas y fuertes se chocaron al estrecharse, produciendo un ruido, y en aquel apretón de manos pasó un destello de espíritu de aquellos dos hombres que estaban unidos por los vínculos de la amistad más abnegada.

Moreira, para ocultar su emoción, revolvió su poderoso corcel, y cerrándole las espuelas se perdió como un relámpago entre las sombras de la noche.

Julián quedó inmóvil al lado del palenque mirando el punto por donde había desaparecido Moreira.

Cuando el rumor del galope se hubo confundido entre los ruidos de la naturaleza, el paisano dio vuelta en la dirección al rancho, y llevó la mano a la cara.

Enjugaba silencioso un par de lágrimas, que surcaban sus pómulos agudos.

-Que mi Dios no lo abandone -murmuró y se tendió bajo el alero del rancho.

Pocos momentos después estaba entregado al sueño más profundo.