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Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina/Juicio de Carlos Pellegrini

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GOBERNAR ES POBLAR

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Alberdi, uno de nuestros primeros estadistas, ha declarado que, en América «gobernar es poblar» y el aforismo se ha hecho un principio de gobierno; y para comprender toda la verdad que ese aforismo encierra, basta considerar que esas praderas fertilísimas, situadas bajo un clima privilegiado, cerca de las costas del Océano o sobre vastos ríos navegables, hasta para los vapores transatlánticos, no necesitan más que el brazo del hombre para convertirse, con un esfuerzo mínimo y un gasto más reducido que en cualquier otra parte del mundo, en inmensos campos de trigo o de maíz, o en alfalfares cubiertos de rebaños, por lo que el país puede ofrecer pan y carne en cantidad suficiente para alimentar a Europa.

Resulta de esto que la producción agrícola de la República Argentina está limitada solamente por el número de brazos que pueden dedicarse a su explotación y se repite así el fenómeno que ha sido la base del desarrollo de Estados Unidos.

Dadas estas condiciones, el progreso de la República Argentina es un hecho forzoso y fatal, que circunstancias extraordinarias pueden retardar temporalmente, pero que nada podría detener de una manera definitiva, a menos que se quisiera reprimir el secular éxodo de los nuevos enjambres de la colmena humana, que abandonan las viejas tierras cansadas de producir, para buscar las tierras fértiles, vírgenes y desiertas del globo.

Algunas personas, sin embargo, hacen reservas sobre la consistencia y el valor político y social de las naciones formadas por estos aluviones humanos, compuestas de hombres de razas diferentes, que no tienen la misma lengua, ni la misma religión, ni las mismas costumbres; dudan de que de esta nueva Babel pueda surgir un espíritu nacional suficientemente vigoroso para imprimir un carácter de unidad moral y política a los nuevos reclutas.

Para demostrar que estos temores tienen poco fundamento, basta citar el ejemplo práctico que nos han dado los Estados Unidos. Por ese inmenso crisol nacional se esparció ante todo la corriente de la emigración anglosajona, holandesa, francesa y española, y más tarde llegaron escandinavos, alemanes, italianos, polacos, húngaros, africanos. Pues bien: de la fusión de todos estos elementos ha salido una nueva raza, homogénea y fuerte, con un poderoso espíritu nacional que se llama «el espíritu americano», y que, con tal nombre, se ha impuesto al respeto del mundo. Este resultado no es accidental, ni se debe a antecedentes especiales; es la consecuencia de una evolución nacional, hábil o inteligentemente dirigida.

La legislación existente en Europa, que atribuye forzosamente al hijo la nacionalidad del padre, ha podido tener su razón de ser en los tiempos pasados, pero hoy no se sostiene más que por la fuerza de la tradición.

La nacionalidad y el amor a la patria no son más que una ampliación del amor a la familia y al hogar, y ni estos sentimientos, ni ningún otro, pueden ser impuestos por disposiciones legales. No puede existir para un hombre más familia ni más hogar que el medio en que ha nacido y se ha criado. Indudablemente, se sentirá ligado al hogar de sus abuelos por vínculos de consideración y de respeto profundo; pero todas las raíces de sus sentimientos íntimos lo atan al hogar y a la familia en que ha nacido, cuya savia se ha apropiado y donde ha recibido las primeras impresiones, que modelaron su espíritu e imprimieron les rasgos característicos de su propia personalidad. Este mismo hecho se produce con respecto a la nacionalidad y a la patria. Es inútil querer inculcar al niño al principio, y al hombre más tarde, que su patria no es aquella en que ha nacido, en que se ha desarrollado, en la que se ha hecho hombre después, sino otra patria lejana, a la que nunca ha visto ni conocido.

La diferencia de origen entre los hijos de inmigrantes de distintas nacionalidades desaparece desde la infancia, en virtud de la comunidad de vida en la escuela o en el taller, en el trabajo o en la recreación; por otra parte, en la primera edad es cuando se modela el espíritu, bajo la influencia del medio, y cuando se desarrolla ese sentimiento de apego al suelo, de unión, de solidaridad, de recuerdos, que se manifestará más tarde en ardiente patriotismo. La unidad de la lengua favorece forzosamente esta fusión y explica el hecho, demostrado ya por los Estados Unidos, de que los descendientes de inmigrantes de diversas razas, de lenguas, de religión, de hábitos y de costumbres distintas pueden amalgamarse de una manera tan completa que no son ya más que una masa popular perfectamente homogénea, con una sola mentalidad y una sola sentimentalidad y que constituyen por lo tanto, una nueva nacionalidad, joven, vigorosa y enérgicamente caracterizada.

Tenemos, pues, ante los ojos un ejemplo práctico de la unidad de la raza humana.

Como los azares de la vida, en el curso de los siglos, dispersaran a la raza primitiva por toda la tierra, ésta ha estado creando bajo la influencia del medio nuevos tipos, que, con el andar del tiempo, se han encontrado y se han mezclado para formar, a su vez, nuevos cruzamientos de sangre, que, en realidad, no son más que modalidades de una misma raza primitiva.

Este mismo fenómeno está repitiéndose en la República Argentina, como en todas las repúblicas americanas, y este sentimiento espontáneo y enérgico llama la atención a cada momento, ante la altivez, el orgullo con que una criatura nacida en este país, ya sea hijo de español, de francés, de italiano o de alemán, afirma, cuando se le interroga, que su patria es la República Argentina.

Esta república reúne, pues, todas las condiciones requeridas para llegar a ser con el tiempo una de las más grandes naciones del globo. Su territorio es inmenso y fértil (tiene una superficie igual a la de Europa entera menos Rusia); puede dar cómoda hospitalidad a cien millones de hombres; posee todos los climas, y, por consiguiente, todos los productos, desde los de las zonas tropicales hasta los de las regiones polares. Sus ríos y sus montes están entre los más considerables de la tierra. Tiene por frontera marítima el Océano, que la pone en contacto fácil con el mundo entero.

Está regida por instituciones más liberales, sobre todo en lo que concierne al extranjero, que cualquier otra nación, y ve llegar a su suelo una inmigración que trata de favorecer. A medida que van poblándose sus vastos territorios desiertos, el valor de éstos se decupla, la producción aumenta en proporciones enormes, y esto en virtud de que una sola familia, con el auxilio de máquinas modernas, puede poner en explotación grandes extensiones de tierra, y obtener así un producto mucho mayor que el necesario para su propio consumo. Por otra parte, esto es lo que explica la proporción sorprendente en que aumenta la exportación argentina.

Tales son las verdaderas causas de la prosperidad de este país; y, como estas causas no son accidentales, sino muy permanentes, tienen que producir en el sur del continente americano el mismo resultado que en el norte.

Dado que la riqueza y la prosperidad son esencialmente elementos conservadores, hay en esto una seria garantía de estabilidad política, tanto más que este país ha pasado ya el período difícil y se ha curado de esa enfermedad endémica de nuestra América, la anarquía.

Hay que esperar también que los hombres políticos argentinos, aleccionados por la experiencia y conscientes de todas las responsabilidades que les impone esta noble misión de su patria en la obra de regeneración de la raza y de resurgimiento, de la América del Sur, sabrán hacer del gobierno constitucional una verdad, conteniendo o desarraigando la tendencia al poder personal, que es la funesta herencia de la tradición indígena.

Es una gran nación, pues, la que se alza en el siglo XX. Una nación dueña de un inmenso patrimonio, a la que la inmigración y el aumento considerable de la natalidad suministran los brazos necesarios; lo único que le falta son las reservas de capitales que ella, como todo país nuevo, no ha podido crearse todavía.


CARLOS PELLEGRINI.