La Fe del Amor, Capítulo I

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Ilustración Española y Americana, 1870
La Fe del Amor, Capítulo I
de Manuel Fernández y González

Nota: se ha conservado la ortografía original.


LA FE DEL AMOR.


NOVELA
por
DON MANUEL FERNANDEZ Y GONZALEZ.
I.

Cerca del pueblo de Leganés, en los alrededores de Madrid, hay una ermita, la de Nuestra Señora de Butarque, muy venerada de los sencillos campesinos de los contornos: esta ermita está rodeada de huertas frondosas yamenas, entre las cuales se revuelve un laberinto de senderos y caminejos que aislan estas huertas entre sí, y que se pierden bajo la sombra de los altos árboles frutales: el Arroyó de la Fuente y el de Butarque, confluyen en este sitio, no lejos de la ermita, y marchan juntos para caer una legua más allá en el Manzanares: por la parte de arriba corre la carretera de Leganés áMadrid, y de una y otra parte, las espesuras, los sotillos, los vallados, hacen estos lugares pintorescos y bellos durante la primavera y el verano, mientras los árboles conservan su verdor con todos sus tonos, con todas sus variantes, y mientras luce el dia; pero cuando llega la noche, y más si es cerrada y oscura, éstos lugares aparecen medrosos, lúgubres, y lo más á propósito para encubrir hazañas de mala gente.

La ermita está situada en medio de un espacio redondo de poca estension, de una especie de pequeño prado, siempre fresco y verde, á causa de una fuente que junto á la ermita corre, produciendo un pequeño arroyo que va á perderse en las huertas.

A la puerta de la ermita, y cerca de la fuente, que se desprende de un pilar de piedra, hay tres altos y frondosos álamos negros formando un grupo, y al pié de ellos un viejo y desvencijado banco de madera, donde se sentaban los enfermos, ó los tristes, ó los desdichados, ó los enamorados que creían en la virtud del agua de Nuestra Señora de Butarque para curar las enfermedades del alma y del cuerpo, y para convertir en buena la mala fortuna: colgado del troco del árbol del centro habia un cepillo pintado de azul, en que debian echar una limosna los enfermos, si no querian fuese ineficaz para ellos el agua milagrosa.

Ocho ó diez senderos se abrian en la verde circunferencia que servia de cerca á la ermita: unos conducian á las huertas, otros al pueblo, otros á la carretera.

El momento en que el autor os lleva á estos lugares, mis amados lectores, era la puesta del sol de un sábado del mes de julio de 184...; como de costumbre, había una gran salve en la ermita, que pagaban los hermanos de la cofradía de la vírgen de Butarque: asistian el fagot, el violin y el sochantre, que formaban la capilla de la iglesia parroquial del inmediato pueblo de Leganés, y celebraban el cura y el beneficiado, acompañados del sacristan y del acólito, que completaban la capilla, y la concurrencia bastaba siempre para llenar la ermita, que era muy pequeña.

En la tarde y á la hora en que nos referimos, la ermita estaba literalmente llena de gente: el alcalde y su mujer se habian apoderado, como siempre, y á guisa de presidencia, de dos sillones colocados cerca del presbiterio: el primer contribuyente, don Juan el Pintado (esto era un sobrenombre, no un apellido), se veia junto al alcalde, acompañado de su mujer, una joven como de veinte y cuatro años, á la que se llamaba por escelencia la Buena Moza de Alcorcon, y cuyo nombre era Gabriela: cerca de estos, sentada en una silla baja, cubierta con una mantilla muy usada y vestida con un no menos viejo y averiado trage negro, con un rosario en la mano, y teniendo junto á sí en el suelo un bastón- muleta , había una anciana entre los sesenta y setenta años, a quien llamaban los del pueblo la forastera: don Anastasio el médico y su mujer, se veian junto á aquel grupo, y el síndico don Deogracias con su sobrina, y el tío Loperás el veterinario con su prima, y don Restituto el boticario con su cuñada, acababan de constituir lo que podía llamarse, con el cura y el beneficiado que cantaban la salve, la primera aristocracia, el círculo influyente del pueblo.

Todos ellos eran hermanos mayores ó menores de la cofradía de la Virgen.

El resto de la concurrencia lo componían habitantes del pueblo de ambos sexos, y algunos jóvenes oficiales del regimiento de caballería acantomado en el gran cuartel de Leganés, que acudian al olor de las buenas mozas.

Fuera de la ermita, entre sentado y tendido en el banco, al pié de los álamos, habia un personaje estraño; este hombre, de cuarenta á cuarenta y cinco años, vestia de una mamera miserable, pero con ciertas pretensiones: sombrero viejísimo, levita viejísima, camisa de cuello mellado, destilachado, pantalones raidos por las estremidades, combatin y chaleco de seda negra, acarralados y lustrosos en fuerza del uso, pendiente de un bolsillo del chaleco una cadena de acero, con diges de lo mismo, que hacia presumir un reloj y, cosa estraña, porque el cielo estaba y había estado despejado todo el dia, un paraguas de color indefinible: pero todas estas prendas estaban limpísimas, sin una mancha, y la camisa blanca como la nieve.

Su semblante revelaba la astucia, la malicia, la inteligencia burlona, el escepticismo: sus pómulos y la punta de su nariz, por su rojo característico, denunciaban el abuso de licores espirituosos, y en su boca aparecia una repugnante espresion de sordidez.

Este hombre se llamaba dom Nicolás Angulo, pero los del ian sobrenombrado el Caballero; había sido, ó lo pretendia, allá en sus tiempos, profesor de matemáticas; poseia en papel del Estado un capitalejo que le producia una peseta diaria: vivia fuera del pueblo, en un casuco amueblado con la misma pulcritud y con la misma pobreza que se advertia en su traje, y comia constantenente en casa del Pintado cios, y que creia pagarle bien con darle de comer.

Gran parte de los concurrentes á la salve la oian con muy poca devocion, ó por mejor decir, no la oian: estaban distraidos y murmuraban consigo mismo acerca de un escándalo: este escándalo consistia en la presencia inesperada, repentina, del Pintado al lado de su mujer, la Buena Moza de Alcorcon.

El Pintado la habia echado de su casa seis meses antes.

Mejor dicho, seis meses antes habia montado á caballo, había tomado á la hermosa Gabriela á las ancas, y la habia dicho:

—Vamos á ver á tu abuela.

Gabriela no tuvo nada que responder; eran los dias del santo de la buena anciana que la habia criado y que era la única familia que había conocido; á su padre lo mataron de una puñalada antes de que ella naciese, y su madre murió al darla á luz. Gabriela era verdaderamente hermosa: alta, esbelta, blanca, rubia, con una admirable garganta y unos irresistibles ojos negros, que exhalan la vida de la pasion: aunque nunca había salido de su pueblo más que para ir á pasar algunos días al próximo Madrid, era elegante y distinguida, como lo son todas las mujeres verdaderamente hermosas; ellas prestan una elegancia indudable átodo lo que se ponen, y póseen la distincion, mejor dicho, la majestad de la hermosura.

El Pintado era un hombre como de treinta y cinco años, alto, cenceño, de fisonomía enérgica y dura, moreno, de grandes patillas negras y de grandes ojos negros, qne nunca mirabaná derechas, como suele decirse: se le tenía por violento y se le temia; pero pasaba tambien por hombre de bien, aunque era escesivamente avaro.

Llegó el Pintado con su mujer, la hermosa Gabriela, á casa de doña Eufemia, que era una señora de pueblo, que vivia de una rentecilla, servida por una antigua criada, poco menos vieja que ella.

Cuando la pobre anciana, que estaba ciega, oyó la voz de su nieta, se levantó anhelante del rincon de su chimeInca, la buscó á tientas, la abrazó y la dijo:

—¿Y los pequeños, Gabriela? ¿has traido mis pequeñuelos?

—Mis hijos no hacen falta aquí para nada, dijo bruscamente el Pintado: entienden ya, y yo no quiero que oigan lo que tengo que decir de su madre.

La anciana retrocedió temblando, y Gabriela se puso ensamente pálida.

—Y lo que yo tengo que decir, continuó el Pintado, voy decirlo en muy pocas palabras: hace ocho años, vine yó a comprar unas tierrecillas que usted vendia, y conocí á su nieta de usted, doña Eufemia, me enamoré y me porté bien: usted estaba muy empeñada:yo la saqué á usted de apuros, y me casé con su nieta.

—Yo te lo he agradecido, Juan, dijo con voz trémula la anciana: y ella...

—Me lo ha agradecido ella tambien... engañándome: ella no me ha querido nunca, y ha acabado por deshonrarme.

La anciana no respondió: Gabriela rompió á llorar.

—Ella ha hecho lo que ha querido: le ha parecido mucho mejor que yo el maestro de escuela: yo he estado ciego: todo el pueblo lo ha visto antes que yo: pero yo lo he visto al fin, y he, callado: yo no quiero escándalos: yo no quiero recurrir á la justicia, ni quiero perderme: yo me vengaré; pero nadie lo sabrá: por lo demás, ahí se queda su nieta de usted: que no vuelva á mi casa, porque si vuelve, no sé lo que puede suceder.

—¡Y mis hijos! exclamó Gabriela: ¡mi María! ¡mi Antonio!

—La mujer que deshonra á sus hijos, esclamó sombriamente el Pintado, renuncia á ellos.

Y sin decir más, salió: poco despues se oyó el galope de su caballo que se alejaba.

Todo el mundo notó en el pueblo la desaparicion de la hermosa Gabriela; pero nadie se atrevió á decir al Pintado una sola palabra: se le temia miedo: el alcalde se informó y supo que la Buena Moza de Alcorcon estaba en casa de su abuela, y la cuestion dió fondo: todo el mundo comprendió aquella separacion, y todo el mundo esperó lo que sucederia entre el maestro de escuela y el Pintado.

Pero no sucedió nada: el Pintado siguió tratando al maestro de escuela de la misma manera que si hubiese ignorado el género de las relaciones que habían existido entre él y Gabriela: todos creyeron que las ignoraba, y por lo mismujer sino atribuyéndola á un misterio; pero el Pintado se apresuró á esplicarlo.

—La abuela, dijo, está muy mala, y tiene un gato escondido, lleno de onzas de oro: es avarienta: yo he fingido que me he indispuesto con mi mujer, y se la he llevado; no he querido que sospeche que yo conozco que se va á morir muy pronto: lo hubiéramos echado todo á perder: Gabriela es lista, y ella averiguará dónde está la sepultura del gato.

Nadie creyó esto, pero todo el mundo fingió que se daba por satisfecho.

A los seis meses, y sin haber muerto la abuela, el Pintado apareció de repente en la salve de Nuestra Señora de Butarque, acompañado de la hermosa Gabriela, que estaba pálida y un poco delgada, pero tranquila.

Esto bastaba para que ninguno de los del pueblo oyese la salve con devocion.

Antes de que la salve acabase, por uno de los senderos que desde el pueblo conducian á la ermita, desembocó un jóven como de veinte y cuatro años, moreno, simpático, de fisonomía inteligente y de mirada melancólica y ardiente; llevaba con una marcada elegancia, paletot, chaleco y pantalon de cuti blanco, sombrero de paja, corbata verde-claro, cadena de reloj de oro, y botas de charol: este era el maestro de la escuela municipal de Leganés, con título de la Escuela Normal, que había ganado por oposicion su plaza, y que con sus seis mil reales de sueldo y sus maneras de estudiante, era, ó, mejor dicho, habia sido el don Juan de la localidad.

Apasionado por las mujeres é imprudente, habia acabado por hacerse enemigos; y si no se le habia botado fuera del pueblo por una intriga, consistia en la ardorosa proteccion que le dispensaban la alcaldesa, el ama del cura, la fiela de fechos, la sindica, la médica, la boticaria y la veterinaria: bailaba muy bien, tocaba el piano, cantaba canciones muy simpáticas, y gracias á él se tenia en el pósito un liceo en que se hacian comedias de aficionados: él era el recreo, la civilizacion, el alma del pueblo: ¿cómo desprenderse de él? Siempre que los maridos conspiraban contra don Estéban, las mujeres se sublevaban en su favor, y era necesario ceder.

Así es que don Estéban miraba de alto á bajo á la aristocracia masculina del pueblo, y ésta le aborrecia lo más cordialmente posible, á escepcion del albéitar, que era su grande amigo.

Pero algun tiempo antes de la separacion del Pintado y de la hermosa Gabriela, el car ácter de Estéban habia cambiado completamente.

El calavera se había hecho melancólico; había empalidecido, habia enflaquecido, y habia demostrado una grande aficion á pasear hácia el arroyo de Butarque.

En los pueblos no pasa nada desapercibido: se espió á Estéban, y se supo muy pronto la causa de su trasformacion.

Esta causa era una hermosísima jóven de diez y ocho, nueva en la comarca.

Ocho meses antes del dia en que empieza la accion de nuestro drama, tomó posesion de una pequeña casa con un huertecillo, una mujer, que, con una sobrina jóven, habia ido de Madrid.

La casa se habia vendido por justicia para pagar deudas del anterior poseedor difunto.

La nueva propietaria era una vieja ruin, muy mal vestda, que no tenía trazas de poseer los diez mil reales, por los cuales se le habia adjudicado en subasta la casa; pero una jóven que le acompañaba y que muy pronto se supo que era su sobrina y que se llamaba Elena, no dejaba nada que desear por hermosa, por elegante, aunque vestia con una sencillez que rayaba en la pobreza, y por lo simpática y distinguida.

Sus ojos negros, grandes, profundos, dulces, eran los de un ángel, y habia en ellos una luz misteriosa que los hacia irresistibles.

Se necesitó saber su historia, y el capítulo femenino del pueblo comisionó para ello á Estéban, que inmediatamente fué la víctima de su comision: vió á Elena y sucumbió: el don Juan, ensoberbecido por fáciles triunfos que no le habían empeñado el corazon, se sintió esclavo, y cobarde, y dominado: sintió el amor por la primera vez, y le sintió de una manera decisiva; comprendió que Elena era su destino, y al comprenderlo se sintió amado.

La idea para él, hasta entonces, horrible del matrimonio, le acometió: su corazon le dijo que no podia hacer de aquel ángel una querida, y que para vivir necesitaba unirse á ella, refundir su alma en la suya, consagrarse á ella.

Estéban cumplió la comision que se le había dado, pero de una manera que él no habia podido imaginar.

Un día se vistió todo lo mejor que pudo, y se fué á la casa de la Enramadilla, que asi se llamaba la propiedad adquirida por la forastera.

Esta casa era muy pequeña; se componia de un solo piso bajo con una sala, un dormitorio capaz para dos lechos, y una cocina: debajo tenia una cueva: encima un granero: detrás un sotechado, que servia al mismo tiempo de gallinero y de leñera.

Esta casita estaba en el centro de un huerto plantado de legumbres y de árboles frutales como de cuatrocientos metros cuadrados, y cerrado por una tapia de poca altura: se llegaba á esta casa por uno de los senderos entre las huertas, que empezaba en el prado de la ermita de Nuestra Señora de Butarque.

Antes de ir á cumplir su comision Estéban, habia visto en misa á Elena; ambos jóvenes habían palidecido al verse, y á la tercera mirada ya estaba todo dicho.

Estéban habló aquella noche con Elena muy tarde, por encima de la tapia del huerto, sin más testigos que la luna llena.

Hé aquí lo que ella dijo:

—Yo me llamo Elena Manrique, soy hija de un cirujano romancista que ha muerto hace tres años, dejándome bajo la tutela de mi tia materna: no he conocido á mi madres tengo diez y ocho años: soy bordadora, y usted es el primer hombre á cuyas solicitudes he contestado.

—Y usted es la primera mujer, contestó ardorosamente Estéban, por quien yo he sentido amor.

          —Más vale así, si es que yo llego á amará usted.

          —¡Qué! ¿no me ama usted??

          —Yo no conozco el amor.

          —¿Pero usted no siente?...

—Usted me es simpático; me parece usted bueno; de otra manera no hubiera tomado el billete que usted me ha dado al salir de la iglesia, ni hablaria con usted abusando del sueño de mi tia.

—¡Pero eso es amarme! insistió Estéban.

—No sé si se puedo amar en tan poco tiempo, contestó siempre sencilla y siempre ingénua, Elena: esta es la tercera vez que nos vemos.

—Si, pero desde la primera á la segunda han pasado ocho dias, y de la segunda á la tercera doce horas.

          —¿Y usted cree que ese tiempo es suficiente?

          —Sí, porque yo estoy loco.

          —¡Loco! murmuró con un acento opaco y dulce Elena.

          —Nuestras almas se han encontrado á la primera vez que nos miramos en nuestras miradas.

          —Puede ser, pero lo repito: yo soy completamente inocente acerca del amor.

         —Despues de haberme conocido, ¿no ha pensado usted en mí?

         —¡Bien! ¡sí! ¡es verdad! dijo con algo de violencia Elena.

          —¿No ha deseado usted volverme á ver?

—Suponiendo que yo le ame á usted, dijo Elena, yo le quisiera á usted menos impaciente, amigo mio, y más galante: ¿á qué obligarme á que me violente ó á que mienta?

—Es que yo muero de ansiedad.

Elena no contestó.

—¡Ah! ¡no se enoje usted! esclamó apasionadamente Estéban; yo presento á usted mi corazon y nada más.

—¿Y está usted, de veras, libre?

—Sí, contestó con alguna turbacion Estéban, que recordó á Gabriela: y en prueba de ello, si usted me autoriza, mañana pido su mano de ustedrá su tia.

—Mi tia es muy severa.

—¿Y qué importa?

—Querirá conocer su conducta de usted: sino la tiene usted muy limpia, no dé usted ese paso: yo podría ser indulgente; yo podria esperar á que la experiencia me demostrase que usted me amaba verdaderamente: pero mi tia...

          —Mañana vengo á verla.

          —Pues hasta mañana.

          —¡Cómo! ¿se separa usted de mí?

          —Ciertamente: hemos hablado ya bastante: yo estoy inquieta, y además no sé si debo...

          —¿No quiere usted saber quién soy?

          —Usted lo dirá á mi tia: buenas noches.

          —¡Un momento más, por Dios!

—No, no: estoy tambien inquieta por usted: este sitio es muy solitario y muy medroso: parece de mal agüero: yo tengo miedo: no me violente usted: no me haga usted formar un mal concepto de usted. Adios.

          —¡Ah! como usted quiera: ¡pero hasta mañana!

          —Una palabra: al medio dia vendré á verá su tia de usted: á la media noche á ver á usted.

          —¡Oh qué locura! ¡Adios! cuidado con el camino.

          —¡Oh ángel mio!

Elena desapareció descendiendo por la escalera de mano de que se habia servido para poder asomarse por encima de la tapia; y Estéban, soñando en su amor, se volvió ébrio de felicidad al pueblo.

(Se continuará...)