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La Fe del Amor, Capítulos III-IV

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(Redirigido desde «La Fe del Amor, Capítulos IV-V»)
La Ilustración Española y Americana, 1870
La Fe del Amor, Capítulos III-IV
de Manuel Fernández y González


LA FE DEL AMOR.
NOVELA


por


DON MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ.


III.

EN QUE EMPIEZA a DESARROLLARSE LA VENGANZA DE JUAN EL PINTADO.

Tal era la situación de algunas de las personas que se encontraban en la salve de Nuestra Señora de Butarque.

¿A que iba allí Esteban cuando estaba a punto de terminar la salve? Buscaba a doña Eufemia, a la cual no lograba ver nunca en su casa: la vieja se encerraba a piedra y lodo y era inútil llamar.

Doña Eufemia se había quedado absolutamente sola en la casa de la Enramadilla: o causa de la insistencia de Esteban, y de alguna que otra pava que habían pelado los novios, doña Eufemia había deportado a Elena a Madrid, confiándola al tendero de modas, para el cual trabajaba la joven: la mujer de este industrial era una criatura excelente, y doña Eufemia estaba de todo punto tranquila teniendo a EIena en su casa.

A pesar de esto, y con la autorización de don José y de doña Mariquita, como veremos más adelante, los dos jóvenes se entendían, a despecho de doña Eufemia que los creía completamente separados.

Pero como quiera que Elena fuese menor de edad y se necesitase el consentimiento de doña Eufemia, Esteban procuraba atraerla, desarmarla.

He aquí por qué, no pudiendo encontrarla en otra parte, Esteban venía a la salve, a la que no faltaba nunca, porque como todas las viejas avaras, era devota.

Esteban estaba irritadísimo contra doña Eufemia, porque ella era el único obstáculo que se oponía a su felicidad.

Aquella tarde iba resuelto a arrostrar por todo, y su semblante aparecía nublado, casi fatídico.

Al verle el Caballero, se incorporó y la saludó de muy mala gana: la aborrecía por la sencilla razón de que antes de ir al pueblo Esteban, el estaba en posesión de una gran reputación de sabio: el otro maestro de escuela era un ignorante que no podía hacerle sombra, y el alcalde y aun el mismo cura le consultaban en los negocios graves.

Pero desde que Esteban había sobrevenido, todo había cambiado: el Caballero se había visto de repente en un lugar muy secundario: no le había quedado influencia con nadie más que en casa del Pintado, y aun así también en segundo lugar, porque allí, como en todas partes, el gallito era Esteban.

Y lo que mas irritaba al Caballero, era que el joven no hacia caso de él, ni aun para despreciarle.

Su odio reconcentrado en su alma hervía, se emponzoñaba y ansiaba una ocasión de vengarse; pero no se atrevía a demostrar a Esteban este odio de miedo de que usase contra él la grande influencia que tenía en el pueblo.

—¿Pues? murmuró en voz imperceptible: le han dicho que la otra ha vuelto al pueblo y viene a hacerse el encontradizo: y ¡estos maridos!... parece que ha sido por ellos por quienes ha dicho la Escritura: « tienen ojos y no ven: oídos y no oyen:» y el zanguango hará que su mujer abrace al otro; ¡y se lo llevarán para que meriende con ellos!

El Caballero se engañaba.

Esteban no sabía ni que Gabriela había vuelto al pueblo, ni por lo tanto que estaba en la salve.

A haberlo sabido, no hubiera ido a la ermita, a pesar de lo que le importaba tener una explicación decisiva con doña Eufemia.

A poco de llegar Esteban empezó a salir la gente de la ermita.

A la vista del joven empezaron las murmuraciones, como que todos conocían la historia de los amores de Gabriela y de Esteban.

Se hicieron corrillos.

Era necesario ver el efecto que producía en ellos su encuentro.

Esteban no repara en nada.

Esperaba con impaciencia a que saliese doña Eufemia.

Al fin apareció esta cojeando.

Esteban se dirigió a ella.

Al verle la vieja se detuvo y se puso primero pálida, luego lívida, después verde: tembló toda, y levantando su muleta, dijo :

—¡Todavía! ¿cómo he de decir a usted, vil corruptor de mujeres, libertino infame, que mientras yo viva, mi sobrina no será de V., y que prefiero verla muerta a casada con un tal pillo?

—¡Doña Eufemia! exclamó el joven: yo estoy desesperado, y V. me obligará a hacer un disparate.

—¡Qué oigan todos, todos! ¡que oigan todos! gritó doña Eufemia ¡yo hago a todo el mundo testigo de lo que este malvado dice! ¡él me amenaza! ¡porque no le quiero dar mi sobrina! ¡a el! ¡al corruptor! ¡al seductor! ¡al inmoral! ¡al condenado! ¡aunque me mate! ¡no! ¡no! ¡no!

La gente había hecho corro: algunos, como que todos eran conocidos, mediaban.

—Yo no he amenazado a V., doña Eufemia, decía Esteban; pero aunque yo la hubiera amenazado, tendría razón, porque V. me desespera, V. me hace infeliz: y todo esto no es porque yo sea mejor ni peor, sino porque no quiere V. dar cuenta de su hacienda a su sobrina.

—¿Y qué hacienda tiene mi sobrina? chilló doña Eufemia: ¿donde están esas tierras? ¿Tal vez en la Ínsula Barataria? ¡Sí, sí! ¡ella dirá, como si lo oyese, que es rica! ¡me la ha torcido este bribón! ¡ella que era tan buena! ¡pero ella miente! todo el mundo sabe la miseria en que yo vivo abandonada de todos.

—Por lo mismo, dijo el Pintado, que hacía algún tiempo había sobrevenido con su mujer, debía V. casar a su sobrina con mi amigo Esteban, y en vez de estar sola y expuesta a cualquier cosa, tendría V. dos hijos que la cuidaran: si los muchachos se quieren, ¿por qué no casarlos? y a más que Esteban es desinteresado: ¿no es verdad, chiquillo, que si tú te quieres casar con la sobrina de doña Eufemia, es porque la adoras, no porque tenga más o porque tenga menos?

Esteban no supo qué contestar.

Gabriela estaba delante de él, y olvidada de todo, le miraba de una manera profunda, terrible.

La vieja pasaba su mirada vidriosa del uno al otro de los tres personajes de este grupo, temblaba toda y sonreía de una manera sarcástica.

—¡Válgame Dios, don Juan! exclamó dirigiéndose al Pintado: ¡y V. es quién vuelve por este pícaro! ¡y V. responde de su moralidad! ¡y V. quiere verle casado! ¡Hace V. bien! Bendito sea Dios, y qué cosas se ven en el mundo!

Y la vieja soltó una carcajada histérica.

El Pintado no perdió ni aun imperceptiblemente su aplomo: de la misma manera que si no hubiese comprendido la intención venenosa de la vieja.

—Señores, dijo ésta dirigiéndose a todos los de] pueblo allí presentes: yo declaro que si me sobreviene algún mal, nadie más que este malvado de Esteban será el causante: acuérdense ustedes.

Y tras estas palabras, se volvió, se puso en marcha, y se encaminó cojeando a la entrada del sendero, que bajo una bóveda de verdura, conducía a la casa de la Enramadilla.

Los grupos se deshicieron, y cada cual emprendió su camino.

El Caballero había desaparecido.

Se habían quedado solos delante de la ermita Gabriela, Esteban y el Pintado.

Se ponía el sol, y sus últimos rayos enrojecían lo más alto de las copas de los árboles.

—Buen gusto tienes de oír a esa bruja, Esteban, le dijo el Pintado con el acento más cordial del mundo: debías dejarte de reparos, entenderte con la muchacha, puesto que os queréis, y casarte a despecho de la tía.

Esteban se sentía mal.

Comprendía el efecto que aquella escena debía causar en Gabriela.

Ella había estado apartada del pueblo durante seis meses.

En este tiempo Esteban, que a pesar de sus amores con Elena, no había encontrado amargo continuar los de Gabriela, había ido muchas veces a verla de noche a Alcorcon: Gabriela se creía amada : Gabriela ignoraba que Esteban continuaba en sus amores con Elena.

Aquella era una situación fuertemente penosa.

—Elena es menor de edad, dijo Esteban por decir algo: además, yo no tengo empeño en casarme con ella: es más bien una obstinación a causa de la negativa de la vieja: pero estoy ya cansado y me rindo: lo abandono: lo dejo: no quiero historias.

—¿Qué dices tú a esto, Gabriela? preguntó el Pintado.

—Don Esteban sabrá lo que tiene que hacerse, contestó ella procurando en vano dar firmeza a su voz.

—¿Pero qué hacemos aquí parados? ¡vamos! ¡vamos! Esteban, ya ves que me he traído a esta: no podía vivir sin ella: la abuela se ha puesto buena y yo no haré allí falta: volvamos a aquellas buenas noches que pasábamos ¿eh? si no, leerás novelas y versos: al diablo las penas: cásate, chiquillo, tráete la mujer al pueblo y verás que bien lo pasamos: tú cenarás con nosotros, ¿no es verdad? yo no te dije ayer nada de la venida de esta, porque quería sorprenderle; con que ya estamos en casa; tomaremos el fresco bajo la parra, bebiendo una sangría hecha por ésta, y a las ánimas, cenaremos.

—Gracias, Pintado, dijo Esteban; pero yo no puedo, no tengo apetito; me siento malo y me voy a acostar.

—¡Ah, torpe de mí! exclamó el Pintado, que no me acordaba de que hoy es sábado; y eso que hemos estado en la salve: con la alegría de tener a esta otra vez en casa, se me ha ido el santo al cielo: ¿sabes tú, Gabriela por que este señorito no puede cenar con sus antiguos amigos? porque le están esperando en Madrid: todos los sábados, en cuanto oscurece, le toma prestado al albeitar el medio birlocho o carricoche que tiene, se va a Madrid, se pasea por allí el domingo, y no vuelve hasta el lunes por la mañana. Antes de que los muchachos entren en la escuela.

—Pues dejemos a cada cual hacer su negocio, dijo la Buena Moza de Alcorcon que ya había logrado dominarse: vaya V., don Esteban, vaya usted, no se desespere esa señorita: lugar tendremos de cenar y de leer novelas: vaya, buenas noches.

—Buenas noches, Gabriela, dijo Esteban: yo me alegro mucho de que haya V. vuelto ya, que la salud de la abuela se haya afirmado: buenas noches, Juan, hasta la vista.

Y Esteban escapó.

—Juan, exclamó Gabriela cuando Esteban hubo desaparecido: yo no sé lo que tú intentas: pero te declaro que yo no puedo sufrir el martirio a que quieres sujetarme: mátame, y así habré acabado de sufrir.

—¡Acuérdate! dijo con voz ronca el Pintado: ¡acuérdate de lo que me has prometido antes de venir! si no quieres que yo te separe otra vez de tus hijos; ¡si deseas que yo olvide y perdone, obedéceme!

Gabriela se estremeció y entró en la casa.

El Pintado se quedo fuera, cerró el portal y se dirigió a la carrera a través de los callejones de las huertas.

Llegó al fin a los paredones, entre los cuales habían tenido una entrevista Gabriela y Esteban.

Silbó.

Un bulto se levantó entre los paredones.

Aquel bulto era el de un fraile con la capucha echada sobre la cabeza.

Había oscurecido ya; no hacía luna, aquel lugar aparecía lúgubre y medroso, y con la presencia de aquel fraile que había salido de entre los paredones, aparecía fantástico.

Aquel fraile tenía un bulto que dio al Pintado.

Este le desenvolvió, y aparecía otro hábito que el Pintado se vistió.

—Andando, dijo, de prisa: es necesario dar un rodeo para que no nos vean y llegar antes que el otro.

—¿Vas bien prevenido? dijo el Caballero, que él era; mira que el otro lleva dos pistolas cargadas hasta la boca.

—Sus pistolas me las como yo, dijo el Pintado así pudiera deshacer lo que ese infame ha hecho; y pensar que yo no puedo ser ya feliz! ¡que no me quede ya mas que vengarme! ¡oye tú, Caballero! ¡que no me andes con cobardía y hagas algo por lo que nos puedan conocer; él es muy listo.

—Descuida, Pintado, descuida, que yo no cometeré ninguna imprudencia; pero vamos claro: si se trata de algo para lo que sea menester fuerza, no cuentes conmigo: yo no valgo nada.

—¡Anda! anda y de prisa, no sea que se nos vaya y perdamos la mejor ocasión del mundo.

Y los dos siguieron marchando casi a la carrera entre los setos de las huertas, y al fin se perdieron entre la sombra y la espesura.


IV.
MISTERIO

Esteban se había ido a la plaza a casa del albeitar. Este estaba a la puerta de su casa.

Era tal vez el único amigo sincero que quedaba en el pueblo a Esteban, a pesar de que éste había galanteado de una manera bastante viva a su prima Úrsula, que era una buena mozota, fresca y colorada y como hecha de manteca, que a la sazón cantaba alegremente en la encina preparando la cena.

—¿Sabes que no me gusta nada lo que ha sucedido esta tarde en la puerta de la ermita a Esteban? le dijo el tío Loperas.

—Esa mujer es avara y no quiere que su sobrina se case, dijo Esteban.

—¿Pero de veras es rica?

—Ella no: la rica es Elena.

—¡Rica!

—Sí, tío Loperas, si: muy rica: en la vida de Elena hay un misterio que ella misma no conoce: ella cree que no es hija del que pasó por su padre: pero nada puede explicar, porque todo se reduce a algunas palabras incoherentes que le dijo al morir el cirujano comadrón, de quien lleva el apellido.

—¡Cirujano comadrón! tal vez es Elena alguna niña que le encargaran.

—Eso es lo que Elena sospecha: pero la agonía no le permitió al pobre hombre hacer a Elena ni una revelación clara ni completa: solo la dijo: « el duque... un depósito sagrado... tu padre... millones » la agonía le cortó la palabra: además. Elena se ha educado como una señorita: y esa infame la hace trabajar, y depender... aunque es verdad que don José y doña Mariquita son muy buenos y la miran como si fuese su hija.

—¡Duque! ¡millones! exclamó el tío Loperas: ¿y crees tú que esa vieja crees tenga millones escondidos en la casa de la...

—Millones no: pero mucho dinero sí: Elena me ha dicho que de noche se levantaba, observaba si Elena dormía o no: si estaba despierta, fingía que su observación era cuidado por su salud: Elena excitada por la repetición de estas observaciones, se fingió una noche dormida y vio que la vieja salía del dormitorio recatadamente: poco después Elena oyó un ruido vago y extraño, aplicó el oído y percibió sonido de oro: este sonido leve duró mucho tiempo: al fin doña Eufemia volvió, observó de nuevo si Elena dormía, y se acostó.

—Pues hijo, me gusta menos lo que ha sucedido esta tarde a la puerta de la ermita: esa mujer ha hecho testigos de que tú la has amenazado.

—Pero eso es falso: yo ni siquiera he pensado en ello.

—No importa ; ella lo ha dicho, y ha añadido: «Si me sucede algo malo, este malvado será el causante.»

—¿Y que malo le ha de suceder a esa bruja?

—Esteban, los dos hermanos Pulgas de Carbonera han desaparecido y no se sabe por donde andan: se cree que sean dos que disfrazados de frailes franciscos con hábitos azules han hecho algunos robos: supongamos que huelan que la vieja de la Enramadilla tiene dinero, y van y la acogotan por robarla.

—¡Bah! nadie sabe que doña Eufemia tiene dinero. Vive miserablemente: ni una gallina hay en su corral: ¿á que han de ir? y si fueran, siempre un crimen deja indicios, y estos indicios me salvarían.

—Haz lo que quieras, dijo el albeitar: pero si a mí me dieran el aviso que yo te doy, estando en tu lugar, no lo echaría en saco roto.

—¡Aprensiones! dijo Esteban: ya es tarde: la otra me esperará impaciente: vamos a enganchar la yegua.

—Casi, casi estaba yo por acompañarte, dijo el tío Loperas.

—¿Y para qué esa incomodidad dijo Esteban: está tranquilo, que no sucederá nada.

—Anda, anda por las pistolas y por el el capote. Y Dios quiera que se acaben pronto estos viajes; a lo menos en adelante los debes hacer de día, que que tiempo tienes desde que los muchachos salen de la escuela.

Esteban fue a su casa, que estaba inmediata, a proveerse del capote y de las pistolas, y cuando volvió a casa del tío Loperas, encontró una yegua vieja, pero fuerte, enganchada a un armatoste de dos ruedas, que tanto era bombe, como cabriole, como birlocho: un vehículo que tenía por casualidad el tío Loperas, y que le tenía para alquilarlo a veces, a veces para irse de broma con Esteban o con otro amigo a cualquiera de los pueblos de las inmediaciones.

Esteban montó en aquel mueble se envolvió las piernas en el capote, porque las noches empezaban a ser frescas, y tomó las riendas.

Mucho cuidado, Esteban, le dijo el tío Loperas; pueden salirte al camino los Pulgas: si sucede, fuego, hijo fuego: antes eres tú que ellos.

—Descuide usted, tio Loperas que no sucederá nada: ¡ea! buenas noches y hasta el lunes.

—Hasta el lunes, hijo.

Esteban lanzó la yegua, que era grande y vigorosa; atravesó el pueblo y salió a la carretera.

Estaba esta sombría y solitaria. Los arboles parecían grandes fantasmas siniestros; los campos se perdían en la sombra: las estrellas lucían apenas en un cielo sombrío.

Durante media legua nada aconteció.

Esteban preocupado por los consejos del tío Loperas y por un vago presentimiento, llevaba una pistola en la mano.

Al llegar al mal paso del Arroyo de Butarque, Esteban amartilló la pistola.

En aquel momento, de entre la lóbrega espesura salió una voz angustiosa que dijo:

— ¡Asesinos! ¡Ladrones!


(Se continuará.)

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Nota: Se ha mantenido la ortografía original, pero se han corregido algunos acentos.