Lo prohibido: 13

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Lo prohibido : XIII
Ventajas de vivir en casa propia.
La noche terrible

de Benito Pérez Galdós

I[editar]

Considerando que era una tontería vivir en casa alquilada, teniéndola propia, arreglé el principal de mi finca y me mudé a él. No me disgustaba alejarme del domicilio de mi señor tío, porque la familia empezaba a serme gravosa en una u otra forma. Aunque Raimundo volvió a dormir en casa de sus padres, en realidad no me despedí de él, porque por mañana y noche le tenía a mi lado. Era una adherencia sistemática, lealtad canina que a veces me causaba molestias. Cuando la manía del reblandecimiento no le permitía pronunciar la tr se ponía el tal primo fastidioso, y era más pegadizo que en tiempos normales. Si estaba yo lavándome, él allí, describiendo con lúgubre tono los síntomas de su mal. Si almorzaba, él en frente, bien participando del almuerzo, bien amenizándolo con un comentario de las palpitaciones cardíacas o de las sensaciones reflejas, todo ello en forma y estilo de dies irae y con una cara patibularia que daba compasión. Si estaba yo en mi gabinete escribiendo cartas, él allí, arrojado sobre el sofá, como un perro vigilante y amigo, callado hasta que yo le decía algo. Si le encargaba algún pequeño trabajo, como copiarme una minuta, sumarme varias partidas, cortarme cupones y sacar nota de ellos, lo hacía venciendo su indolencia, dando a entender que el gusto de complacerme podía más que su enfermedad. Estas crisis de languidez solían parar en raptos espasmódicos. No sólo pronunciaba entonces con facilidad y rapidez el condenado ejercicio que le servía de gimnasia vocal, sino que su lenguaje todo era febril y de carretilla, cortado de trecho en trecho por pausas, en las cuales se quedaba el oyente más atento, esperando lo que había de venir después. Tales son las pausas que hace el ruido del viento en una mala noche. Durante ellas la expectación del ruido nos molesta más que el ruido mismo.
En semejante estado, la calenturienta habladuría de mi primo se refería siempre a cuestiones de dinero. Sin duda, este se había condensado en el cerebro del pobre Raimundo, constituyendo su idea fija, que al mismo tiempo le espoleaba y atormentaba. Sus temas eran estos: ¡si en Madrid se gasta más dinero del que existe; si la sociedad matritense está en perpetuo déficit, en perpetua bancarrota; si no se verifica una transacción grande o pequeña, desde el gran negocio de la Bolsa a la insignificante compra en una tiendecilla, sin que en dicha transacción haya alguien que sea chasqueado...! Le ocurrían cosas bastante originales en la forma, otras muy extravagantes, pero que escondían algo de verdad. «Sostengo -decía-, que no existen, contantes y sonantes, más que veinte mil reales. Cuando uno los tiene los demás están a cero. Pasan de mano en mano haciendo felices sucesivamente a este al otro, al de más allá. Lo que llaman un buen año, es aquel en que los tales mil duros corren, corren, enriqueciendo momentáneamente a una larguísima serie de personas. Cuando se habla de paralización, de crisis metálica; cuando los tenderos se quejan y los industriales chillan y los bolsistas murmuran y los banqueros trinan, es que los milagrosos mil duros corren poco, estando mucho tiempo en una sola caja. La sociedad entonces se pone de mal humor. Lo bonito es verles andar de una parte a otra, despertando el contento general. Creeríase que es el gracioso juego del corre, corre, vivito te lo doy. Viendo pasar por sus dedos el talismán, se creen dichosos, y lo son por un momento, el empleado, el tendero, el almacenista, el banquero, el agente de Bolsa, el prestamista, el propietario, el contratista, el habilitado, el casero. La piedra filosofal, por correrlo todo, hállase también en las manos del jugador; pasa rozando por los dedos de la entretenida; sube a las grandes casas de negocios; baja a las arcas apolilladas del usurero; taladra las cajas del regimiento; se mete en la Delegación de contribuciones; sale bramando para ir al Tesoro; la arrebata de cien manos una; va a ser el encanto de la noche de festín; vuelve al comercio menudo, donde parece que se subdivide para juntarse al momento; la agarra otra vez la usura; la coge el propietario hipotecando una finca; vuelve a la Bolsa; la gana un afortunado bajista; la pierde por la noche a la ruleta un sietemesino; va a parar luego a un contratista; le echa el guante uno que suministra postes de telégrafos o cajas para tabacos; va de sopetón a servir de fianza en la Caja de Depósitos; la envían rápidamente de aquí para allí como una pelota de las distintas oficinas del Estado; corre, gira, pasa, rueda, y en este movimiento infinito va haciendo ricos a los que la poseen. ¡Venturosos los que, siquiera por un momento, se jactan de echarle el guante!... Ahora bien, queridísimo primo, pues los hechos han querido que en el actual minuto histórico la consabida pelota esté en tus manos, haz el favor de compartir conmigo tu felicidad prestándome dos mil reales.
Así concluían siempre sus humoradas económicas. Mientras viví en Recoletos, estos sablazos de familia se repetían mensualmente, y la verdad, yo los llevaba con paciencia y sin contrariedad grave. Mi buen primo no tenía más que su mezquino sueldo y alguna cosilla que su padre le daba. Yo era rico, y poco perdía, relativamente a mi fortuna, con los ataques de aquella divertida mendicidad. La compasión, el parentesco, la admiración del ingenio de Raimundo obraban en mí para determinar mi liberalidad. Gozaba en su júbilo al tomar el dinero, y me parecía que echaba combustible a su temperamento para encenderlo y verle despedir las chispas de gracia con que me divertía tanto. ¡Pobre Raimundo! si a él le denigraban sus sablazos, en mí eran medio indirecto de gratificar al bufón de mi opulencia, de pagarle la tertulia que me hacía y las adulaciones con que halagaba mi vanidad.
Pero las cosas cambiaron. Cuando me fui a vivir a mi casa de la calle de Zurbano, llevé conmigo por razones que se comprenderán fácilmente, la idea de mirar mucho el dinero que salía de mi caja. Ya los golpes duros de aquel compañero de mis horas tristes empezaban a dolerme. Aquella fue la primera vez que Raimundo, al pedirme limosna, no vio la indulgencia y la generosidad pintadas en mi semblante.
«Toma mil reales -le dije arrojándoselos desde lejos-, lárgate a la calle con viento fresco, y tarda todo el tiempo que puedas en gastarlos.
Generalmente, la recepción de las sumas que me pedía obraba con maravilloso poder terapéutico sobre la raquis de aquel hombre infeliz, porque su languidez cesaba al instante, su palabra era más expedita y clara, resplandecían sus ojos; en fin, era otro hombre. No tardaba en tomar calle, y por lo común, al día del sablazo sucedían mañanas y tardes que no parecía por mi casa. Estos eclipses me gustaban, aunque no eran baratos. Poco a poco se iba gastando la virtud medicatriz de mi bálsamo, y el hombre volvía a desmayar y a decaer como planta de tiesto, a la que se le va secando la tierra; la lengua se le entorpecía, el temblor nervioso le hacía parecer tocado de idiotismo, hasta que su crisis tenía nuevamente alivio y término en otra sangría a mi bolsillo. Contra lo que manda la ciencia, el enfermo era la sanguijuela y el médico se la ponía.
Francamente, en aquellos días empezaron mis hombros a sentirse cansados bajo el peso de mi familia. Una mañana estaba yo vistiéndome, cuando entró el portero muy afanado y me dijo que la señorita Camila se estaba mudando al cuarto tercero de la derecha, el único que no se había alquilado todavía. Ni mi prima me había dicho una palabra acerca de tomar el cuarto, ni había cumplido con el portero, que me representaba para aquel caso, ninguna de las formalidades que la ley y la costumbre establecen para ocupar una casa ajena. «No me he atrevido a decirle nada -manifestó el portero, sofocadísimo-. Arriba está colocando los muebles con una bulla de cien mil demonios, y en el portal han parado dos carros de mudanza. Yo hice presente a la señorita que el señor no había dicho nada, ni se ha hecho contrato, y me respondió que me fuera enhoramala, que ella se entendería con el señor y... que yo no soy nadie. Con que vengo a ver...
No quise tomar una determinación ruidosa, y dejé que mi prima ocupase el cuarto, resuelto a cantar muy claro al feo de Miquis las obligaciones que contraía por el hecho de ocupar mi propiedad. Más tarde se personó en mi presencia la propia Camila, y me dijo: -Perdona, primito, comparito, que hayamos tomado tu casa por asalto. La vi ayer tarde, y me gustó tanto que no he querido que pasase el día de hoy sin estar en ella. No creas, te pagaremos religiosamente, te daremos dos meses en fianza. ¿No bajas nada de los siete mil? En fin, por ser compadre, te daremos seis mil quinientos, y no resuelles, porque será peor. Te pagaremos cuando tengamos dinero, que ojalá sea pronto... Y calla, hombre calla; ya sé lo que me vas a decir. Tienes razón, esto es un abuso; pero por algo somos compadres. Nosotros los Buenos de Guzmán tenemos así este genio pronto. Me voy, que tengo que dar una mamada a mi cachorro. ¡Ah! nuestra casa está a tu disposición. Puedes subir cuando quieras y nos acompañaremos mutuamente. Estás muy solito, y te aburrirás en este caserón. Nosotros no salimos, no vamos a ninguna parte. Estoy consagrada a darte un ahijado gordo y rollizo. Sube y lo verás.
Subí aquella tarde. Camila, sin reparo alguno, sacó el pecho en mi presencia y se puso a dar de mamar al inocente. Mi ahijado no era bonito, ni robusto, ni sano. Cuando no tenía el pezón en la boca, estaba consagrado exclusivamente a la ejecución de un interminable solo de clarinete que atronaba la casa. En esta no se podía dar un paso. Ningún mueble estaba aún en su sitio, y el gañán de Constantino no hacía más que clavar clavos por todas partes, rasgándome el papel, descascarándome el estuco, y dando tanto porrazo que parecía haberse propuesto destrozarme todos los tabiques.
«La casa me gusta -díjome Camila obligándome a sentarme en una silla a su lado, después que me acercó a los labios la carátula roja de su feo muñeco para que le besase-; me gusta mucho; pero tiene grandes defectos, sí, defectos que me harás el favor de corregir inmediatamente.
-Con que inmediatamente... ¡qué ejecutivo está el tiempo!
-Chitito callando, y obedecer. Mira que tengo malas pulgas... Pues sí, es preciso que mandes acá tus albañiles mañana mismo. Necesito que me abras una puerta de comunicación en este tabique que está a mi espalda. No sé en qué estaba pensando el arquitecto cuando trazó la casa. No se les ocurre a esos tipos que todas las habitaciones de una crujía deben estar comunicadas. Necesito además que des luz al cuarto de la muchacha, bien por el patio, bien por la cocina, poniendo una vidriera alta, ¿entiendes? Fíjate bien; parece que no haces caso de lo que se te dice... Otra cosa: es preciso que me pongas una cañería desde el grifo de la cocina al cuarto de baño, para llenar cómodamente la tina. Y de paso me abrirán otra puerta de comunicación entre dicho cuartito del baño y el comedor. Harás que me pongan campanillas en todas las piezas, pues sólo dos las tienen, y en la sala quiero chimenea. Voy a hacer de la sala gabinete y aunque yo no tengo frío, las visitas... ya ves. Voy a dar tes danzantes.
-Di de una vez que mande construir de nuevo la finca -repuse tomando a broma sus reformas.
-No te hagas el tontito. ¡Ah! desde que eres casero te has vuelto tacaño, antipático... Ya no eres el caballero de antes; ya no piensas más que en sacarle el jugo al pobre... Pues mira, tú te lo pierdes. Si no haces las obras que te he dicho, nos mudaremos y se te quedará el cuarto vacío. Con que a ver qué te conviene más.
Iba a contestarle que prefería el vacío a un inquilinato tan exigente y que tenía todas las trazas de ser improductivo; pero en aquel instante mi ahijado, dejando el pecho de su madre, me miró ¡pobrecillo! con una singular expresión de súplica. Parecía que impetraba mi indulgencia en pro de sus estrafalarios y míseros papás. Aquel infeliz niño tan gordinflón que parecía hinchado, me inspiraba mucha lástima. Con su debilidad, con su inocencia y con aquel modo de mirar, atento y pasmado, ganaba mi voluntad, reconciliándome con mis inquilinos. En Camila me interesaba la solicitud con que se desvivía por el cuidado y la crianza de su hijo, sin hacer caso de nada que no fuera este fin alto y noble, alejada de la sociedad y de las diversiones. Por esta exaltación del sentimiento materno, que en ella surgía con los caracteres de una virtud sólida, le perdonaba yo sus desfachateces y tonterías, la falta de recato y formalidad que siempre era lo más distintivo y visible de su extraño carácter. Pero me quedaba la duda de que el sentimiento materno fuera también caprichoso como todas las vehemencias maniáticas que sucesivamente privaban en su espíritu. El tiempo me diría si aquello, que parecía mérito muy grande, resultaría después, como sus acciones todas, un entusiasmo efímero. Por fin, después de reírme mucho, contesté con un «veremos» a las peticiones de reforma en la casa.
¡Cuál no sería mi sorpresa dos días después, cuando Constantino, entrando inopinadamente en mi despacho, me puso en la mano el importe de un mes adelantado y dos meses de fianza! «Dispense usted, señor casero -me dijo-, la demora. Esperaba yo que mi mamá me mandase los cuartos. En la Mancha ha habido malas cosechas, y por esta razón... De aquí en adelante cumpliremos mejor. Me dijo ayer Camila que usted creía que no le íbamos a pagar, y que nos habíamos metido en su casa para habitarla de balde... ¿Apostamos a que se lo pensó así?
-No, hombre, no creí tal. Ideas de esa loca. No hagas caso... Sois las personas más formales que conozco. A entrambos os aprecio mucho. Seré con vosotros un casero indulgente. Seréis para mí los inquilinos más considerados y los vecinos más queridos. Y cuando me encuentre aburrido en esta soledad, subiré a haceros compañía, a buscar un poco de calor en el fuego de vuestra felicidad.
Él me instó a que subiera todas las noches para darnos mutuamente tertulia. Camila no iba a ninguna parte; la obligación de la teta y el cuidado del crío, que no parecía estar bueno, la retenían constantemente en casa. Él tampoco salía ya de noche, porque Camila, a fuerza de predicarle y de reñirle, unas veces tratándole por buenas, otras por malas, había conseguido quitarle la mala costumbre de ir al café. «Como somos pobres -añadió-, tenemos pocas visitas. Mi hermano y su mujer suelen ir algunas noches. Suba usted y jugaremos al tute, a la brisca, al burro y a las siete y media, que son los únicos juegos que Camila consiente. Ella, si usted sube, tocará el piano y cantará alguna cosa bonita de las muchas que sabe». Di las gracias a aquel honrado cafre, que me pareció haberse domesticado algo desde el tiempo en que nos conocimos, e hice propósito de no despreciar su invitación.

II[editar]

Porque en aquellos días tenía yo muy pocas ganas de andar por el mundo; sentía no sé qué secreto, abrumador hastío, y un indefinible anhelo de la vida de familia, de reposo moral y físico. No pudiendo satisfacerlo cumplidamente, compartía mi tiempo entre la casa de Eloísa y la de Camila, huyendo de círculos, teatros y reuniones mundanas o políticas que me aburrían soberanamente. En la primera de aquellas casas alternaban para mí las horas tristes con las horas entretenidas, pues si bien la fatiga y cierta tibieza del corazón hacíanme padecer, pasaba ratos agradables charlando con Eloísa de aquellos proyectos de pobreza, que tanta gracia tenían en su boca, o poniendo en vigor con rigurosa actividad el plan de economías que debía salvarla. Yo mandaba allí como si fuera el amo y disponía a mi antojo de todo. Hice un desmoche horrible de criados, y tuve el gusto de plantar en la calle al danzante de Mr. Petit y al jefe de cocina, con sus tres pinches. Una mujer bastante hábil, asistida de una pincha, se encargó de hacer de comer. Despedí también a la doncella camarera, que me parecía mujer de muchos enredos. Era italiana, de buen ver, llamábase Quinquina y había venido a España al servicio de una célebre artista del Real. Supe que había dado escándalo en la casa, dejándose requerir por los cocheros y lacayos, y que Pepito Trastamara la perseguía por los pasillos. Semejante trapisondista no debía seguir allí, y salió pitando, aunque Eloísa lo sintió porque la servía muy bien. De los mozos que lucían frac o librea en los grandes jueves, no quedó más que Evaristo, criado mío muy leal, a quien coloqué en la servidumbre de mi prima. Parecía estar en honestas relaciones con Micaela, la doncella de Rafaelito. Eloísa me aseguró que se casaban y que seguirían sirviéndola después de la boda. Agradábame que Evaristo permaneciera, porque me constaba de un modo absoluto su adhesión, y me convenía tener un perro de presa, un vigilante, un espía dentro de aquellos muros.
Entre tanto, las cuadras y cocheras se reducían a un tiro nada más. Los lienzos gustaban al ministro de Holanda, que probablemente se quedaría con ellos por una cantidad alzada. Eloísa daba a su prendera los zafiros para que los corriera, y todo iba bien, perfectamente bien. Para descansar de estas tareas de gobierno, solía pasar algunos ratos con Rafaelito, el más mono y salado chiquitín que podría imaginarse. Tenía ya dos años, y los disparates de su preciosa boca me encantaban más que todas las cosas admirables que han dicho los poetas desde que hay poesía. Sus agudezas, feliz ensayo de la malicia humana, eran mi mayor diversión. Para gozar de aquel hermoso oriente de una vida, provocaba yo y movía las manifestaciones rudas de su naciente carácter; le hurgaba para que se mostrara tal cual era, ya riendo como un loco, ya colérico; le sacaba de un modo capcioso las marrullerías, las astucias y los impulsos nobles del ánimo. Las horas muertas me pasaba a su lado, a veces tan chiquillo como él, a veces tan hombre él como yo. Componíale yo los juguetes, después de que entre los dos los habíamos roto.
También empleaba algunos ratos en acompañar al pobre Carrillo, que apenas salía de su cuarto. Figurándome que tenía con él una deuda enorme, se la pagaba con buenas palabras y con atenciones cariñosas. Nada agradecía él tanto como que se le diera cuerda en cualquier tema de los suyos y en su fervoroso entusiasmo por la política inglesa. Yo sabía herir siempre las fibras más sensibles de su amor propio de propagandista y de anglómano. Con mi conversación se animaba, ponía en olvido sus crueles dolores y lanzaba su fantasía al espacio inmenso de los grandes proyectos. Mientras platicábamos, solía estar con nosotros el pequeñuelo. Pero ocurría un caso muy particular, que a mí no me causaba asombro, por estar ya muy hecho a las cosas contrarias a la Naturaleza y a la razón. El pequeño se divertía poco con su papá, y esquivaba el estar en sus brazos. Pronto conocí que le tenía miedo, y que el rostro demacrado de Carrillo, con su amarillez azafranosa, producía en el pobre niño un terror que no sabía disimular. La verdad era que hasta entonces el infeliz padre, harto ocupado con los hijos ajenos, se había entretenido poco con el suyo. Rafael no hallaba calor en los brazos de Pepe y venía a buscarlo en los míos. Ni dejaba perder ocasión el muy inocente de preferirme al otro. Carrillo dijo un día con amarguísima tristeza: «te quiere más que a mí» frase que se clavó en mi conciencia como un dardo. Hubiérame agradado que el pequeño no me acibarase el espíritu con sus preferencias; trataba yo de volver por los fueros de la Naturaleza ofendida; pero no lo podía conseguir. El chiquillo me adoraba. Viéndole desasirse con gesto desabrido de los brazos de su padre, sentía yo en mi alma un peso que me aplanaba. Le habría dado azotes, si no temiera que este remedio trivial agravase el daño. Y Carrillo me miraba como con envidia, y me hacía volver los ojos a otra parte, sobrecogido de inexplicable turbación. La imagen de aquel resto de hombre, fijo en su asiento, inmóvil de medio cuerpo abajo, flaco y consumido, de un color de cera virgen, con las manos temblonas y el aliento difícil, me perseguía en todas partes de noche y de día. Imposible, imposible expresar el sentimiento que me inspiraba, mezcla imponente de lástima y miedo, de desdén y respeto.
En casa de Camila pasaba yo algunos ratos por las mañanas antes de almorzar. Confieso que la loca de la familia me iba siendo menos antipática, y que en su endiablado carácter empezaba yo a descubrir cualidades no despreciables, que habrían lucido más, entresacadas de aquella broza que las envolvía. El cariño ardiente y sincero que parecía tener al simplín de su marido, era para mí una de las cosas más dignas de admiración que había visto en mi vida. La sencillez de sus costumbres y su alejamiento de las ostentaciones de la vanidad también me agradaban. Pero estas dotes recién descubiertas creía yo que no debían estimarse como positivas hasta que las circunstancias no las pusieran a prueba. Era cosa de verlo. Con quien yo no congeniaba era con mi ahijado, el más ruidoso y malhumorado cachorro que mamaba leche en el mundo. Muchas veces tuve que huir de la casa porque su clarinete me volvía loco. Era el tal de una robustez sospechosa, gordinflón, amoratado. No había equilibrio en aquella naturaleza, y su sangre, quizás viciada, se manifestaba en la epidermis con florescencias alarmantes. En vano Camila tomaba grandes tragos de zarzaparrilla y otros depurativos. El pequeñuelo mostraba rubicundeces y granulaciones que parecían retoños vegetales. No debía de estar sano, porque su inquietud crecía con su sospechosa robustez. Lo peor de todo era que Camila bajaba con él a mi casa cuando menos falta tenía yo de música, y la una con sus cantos y el otro con sus chillidos me daban unos conciertos matutinos y nocturnos que me aburrían.
Vuelvo a la otra casa, donde inopinadamente ocurrieron sucesos en el breve espacio de una noche, que dejaron indeleble recuerdo en mí. Si mil años vivo no olvidaré aquellas horas terribles. Eloísa, que por instigación mía había dejado de renovar su abono en los teatros, fue invitada aquella noche por una de sus amigas a un estreno en la Comedia. Dudó si iría; pero Carrillo se encontraba mejor que nunca; él y yo la instamos a que fuera. No eran aún las nueve, cuando Pepe se nos puso muy mal. Estábamos allí el ayuda de cámara, Villalonga y yo. Al punto comprendimos que el enfermo sufría una crisis de las más graves. Mandé inmediatamente por el médico y también quise mandar a buscar a Eloísa; pero Carrillo, en aquel paroxismo que parecía la agonía de la muerte, tuvo una palabra para oponerse a mi deseo, diciendo: «No, no, déjala que se divierta la pobre». En esta frase creí sorprender un desdén supremo; pero seguramente me equivocaba, y lo que había era un espíritu de condescendencia llevado a lo último.
El infeliz sufría horribles dolores. El cólico nefrítico se presentaba más espantoso que nunca, complicado con un gran aplanamiento. El médico auguró mal y se negó a administrar como inútiles las inyecciones hipodérmicas. El marqués de Cícero, a quien avisé, vino prontamente acompañado de su respetable y también insignificante hermana, y después de echar un vistazo al enfermo, salió de la alcoba, porque, según dijo, no tenía corazón para ver padecer. Fuese a las habitaciones más distantes, donde estuvo largo rato hablando con los criados, y después pasó al despacho. Le vi luego vagar por la antesala, echando ojeadas de admiración a los espejos y azotándose la pierna derecha con un bastoncillo. Cuando me tropezaba con él, pedíame noticias de su sobrino. Después se pasaba la mano por aquella frente hermosa digna de encerrar talento; se la frotaba como quien acaricia una gran idea que le cosquillea debajo del cráneo, y decía con el tono misterioso que se da a los descubrimientos: «¿Sabe usted, amigo, que ya van creciendo mucho los días? Hoy a las cinco era completamente claro». Aquella noche, afortunadamente, no llevó ninguno de los perros que solían acompañarle. A veces me llamaba con gran aparato de manotadas y chicheos para decirme al oído: «La pobre Angelita no sospechaba que Pepe viviría menos que yo. Estoy muy fuerte. Si Pepe hubiera seguido yendo al monte conmigo todos los sábados para volver los lunes, no se vería como se ve».
Me lastimaba mucho, no puedo ocultarlo, que el marqués y su hermana, advirtieran la ausencia de Eloísa en ocasión tan crítica. Ya me disponía a mandarle un recado... cuando la vi entrar. Eran las diez y media. ¿Cómo tan pronto si la función no podía haber concluido? No se ocupó ella de darme explicaciones, porque en el portal los criados la habían enterado de la gravedad del enfermo. Entró anhelante en la alcoba de este, y pasándole la mano por la frente, díjole algunas palabras consoladoras y afectuosas. Después corrió a quitarse el vestido de sociedad, que era un sarcasmo en tan lastimosa escena. Fui tras ella a su tocador, y mientras se mudaba de traje, contome en palabras breves el motivo de su temprana salida del teatro. La obra que se estrenó era muy inmoral, y todas las personas decentes se habían escandalizado; las señoras se salían, horrorizadas, de los palcos, y el público de butacas protestaba en murmullos. «Figúrate que el autor ha sacado allí unas tías elegantes, caracteres enteramente nuevos en nuestro teatro... Es un escándalo, una desvergüenza; es cosa que da asco... Lo único bueno de la obra son los trajes preciosísimos que han sacado las tales... ¡Qué lujo, qué novedad de telas y qué cortes tan admirables!». La gravedad de lo que nos rodeaba no le permitió darme más pormenores. «Pobre Pepe, ¡cuánto padece esta noche! -exclamó abrochándose la bata y mirándose en mi tristeza como en un espejo-. ¡Si le pudiéramos aliviar! Maldita medicina, que para nada sirve. Esta noche no nos abandonarás. ¡Me espanta la idea de quedarme aquí sola!... Siento que pases estos malos ratos; pero no hay más remedio, hijito. Hazlo por mí, por él, por todos. En estos casos se conocen los buenos amigos. Presumo que vamos a tener una noche muy mala, muy mala».
Volví antes que ella al lado de Carrillo. Encontrémele acometido de espantosos dolores, doblándose por la cintura como si quisiera partirse en dos, profiriendo ayes profundos, roncos y guturales que causaban horror. Parecía haber perdido el juicio. Sus gritos eran la exclamación de la animalidad herida y en peligro, sin ideas, sin nada de lo que distingue al hombre de la fiera. Eloísa se puso a su lado, pero él no reparó en ella; en mí sí, pues habiéndole rodeado el cuello con mi brazo para sostenerle en la postura que me parecía menos penosa, se aferró con ambas manos a mi cuerpo y me tuvo sujeto largo rato. Agarrábase a mí como si al asegurarse bien, clavándome las uñas, se sintiera aliviado. Últimamente reclinó la cabeza sobre mi pecho, dando un suspiro muy hondo. Mi prima se aterró creyendo que se moría, pero tranquilizonos el médico asegurando que la sedación comenzaba y que las arenillas habían pasado ya. El tal doctor no era una notabilidad de la ciencia, a mi modo de ver, aunque muy zalamero en su trato, razón por la cual muchas familias de viso le preferían a otros. Si la misión del facultativo es entretener a los enfermos y alegrar su espíritu con ingeniosas palabras y aun con metáforas, Zayas no tiene quien le eche el pie adelante. Por lo demás, ni él curaba a nadie, ni Cristo que lo fundó. Eloísa propuso aquella misma noche convocar junta de médicos para el día siguiente, y el de cabecera citó tres o cuatro nombres de los más ilustres. Después de haber recetado un calmante, arrepintiose y recetó otro, y por fin le vimos decidido a darle bromuro potásico.
«Debe de haber en esto una complicación grave -le dije, razonando con el sentido común-. ¿Habrá derrame cerebral?
-Quizás -replicó lleno de dudas-. Lo indudable es la completa atonía del aparato vesical y tal vez paralización de los centros nerviosos. Me temo mucho que haya bolsas arteriales, cuya rotura sería el desenlace funesto. Al principio se quejaba de frío en la espalda, y las fricciones le pusieron peor. El pulso acusa una circulación sumamente irregular.
Nada concreto nos decía aquel sabio, que había estado tres años estudiando al paciente y aún no le conocía. Entre Celedonio y yo, con ayuda de Villalonga, acostamos a Pepe en su cama, vestido para no molestarle. No parecía sufrir dolores agudos; pero su cerebro estaba profundísimamente trastornado. Hablaba sin cesar con torpe lengua, entrecortando las frases con risas que nos causaban espanto. Sentose mi prima por un lado del lecho y yo por otro. Zayas le contemplaba desde enfrente sin decir nada. Miraba Pepe a su mujer con estúpidos ojos; no la reconocía; tomábala por una persona extraña; se volvía a mí y confundiéndome con Celedonio, decía: «Tú, Celedonio, y José María sois las únicas personas que me quieren y me cuidan en esta casa». Eloísa y yo nos mirábamos con azarosa inquietud, sin pronunciar palabra. «¿Se ha ido José María? -preguntaba después el infeliz. «Aquí estoy, ¿no me ves?...». «¡Ah! sí; como estás vestido de sacerdote no te había conocido... ¿De cuándo acá...?
De este modo llegó media noche. El delirio disminuía. El marido de mi prima parecía entrar lentamente en un período comático. Calló al fin, y su respiración anunciaba sosiego, quizás un sueño reparador. Por fin el médico, asegurando que no había peligro inmediato, se despidió hasta la mañana siguiente. Villalonga se fue también. El marqués de Cícero, que estaba en el despacho leyendo periódicos, delante del busto de Shakespeare, díjome que no tenía sueño, que se quedaría hasta las tres o las cuatro, si me quedaba yo, y poco después Eloísa invitaba a él y a su señora hermana a tomar un emparedado, un poco de Burdeos y una taza de té. En el comedor les vi a eso de la una cenando silenciosos. Yo no tomé nada.

III[editar]

A pesar de las seguridades que dio el bueno de Zayas, yo no las tenía todas conmigo. Temía, más que la renovación del ataque de nefritis, un brusco estallido las complicaciones vasculares y encefálicas. Aunque Eloísa me instó a que me acostase, no quise hacerlo. Ella también estaba inquieta. Acordamos velar ambos, cargando juntos aquella espantosa cruz, como nos lo ordenaba la fatalidad de los hechos. El marqués y su hermana se fueron al despacho, donde se entretenían, ella rezando el rosario y él leyendo. Sería la una y media cuando Eloísa y yo volvimos a ponernos en triste centinela, cada cual a un lado del lecho del enfermo. Así estuvimos largo rato oyendo sólo el rumorcillo del reloj de la chimenea, que arrojaba los desmenuzados espacios de tiempo, como la clepsidra chorrea las arenas que caen para siempre. Observábamos el cadencioso, reposado aliento de Pepe, y al menor sonido que se pareciese a la emisión de una sílaba, nos entraba sobresalto y azoramiento. Creíamos que nos iba a decir algo aterrador con la solemnidad que es propia de labios moribundos. De improviso abrió el infeliz los ojos, miró a su mujer, cual si no estuviera seguro de quién era, volviose después hacia mí, y en tono tranquilo que revelaba completa posesión de sus facultades intelectuales, me dijo estas palabras: «Haz el favor de mandar que venga un cura. Quiero confesarme». Dijímosle que su estado no era para tanto, y él insistió en que sí lo era con tal energía que no quisimos contrariarle. «Esta noche me moriré -exclamó con una serenidad que nos dejó pasmados-. Esta noche se acabará esta vida que he deseado fuese útil, sin poderlo conseguir. Y no creáis que estoy afligido. Me muero resignado. ¿Qué soy yo en el mundo? Nada. Soy un cero que padece y nada más. La mayor parte de los que vivimos, ceros somos, y mientras más pronto se nos borre, mejor.
Le respondimos a dúo las primeras simplezas que se nos ocurrieron.
«¡Qué cosas tienes! No digas tonterías. Si estás bien...
-Que se te quite eso de la cabeza.
Y siempre más atento a mí que a los demás, ¡preferencia increíble! repitió su demanda:
«José María, tú que eres tan amable, tan complaciente, tráeme un cura. Mira que esto va de veras, y tengo en mi conciencia cosas que quisiera dejar aquí. Si no me confieso, sobre tu conciencia va; y si me condeno, carga con la responsabilidad... Soy cristiano, deseo cumplir. José María, Eloísa, sed amables, traedme un confesor.
Estas palabras tenían una solemnidad que en vano queríamos quitarle, atribuyéndolas a delirio de enfermo. En las miradas de Eloísa conocí que esta las interpretaba como desvarío de un cerebro alterado. A su vez, ella debió de conocer en las mías que yo entendía aquellos conceptos de otro modo, y pronto cambió la expresión de su rostro. La vi queriendo disimular alguna lágrima que se le saltaba de los ojos; y el marido, notando esta emoción le dijo: «Ni tú, pobrecita, ni Celedonio servís para estos lances. Más vale que os retiréis». Insistió luego en que le trajésemos al confesor; dijímosle que al día siguiente, y él contestó con cierto énfasis: «No, no, ahora mismo. Mañana ya no habrá tiempo». Serían las dos cuando enviamos el recado a la parroquia de San Lorenzo.
El cura tardó una hora en venir, y en este tiempo Carrillo siguió en el mismo estado, más bien con apariencias de mejoría. Hablaba alternativamente con su mujer, con Celedonio y conmigo, mostrándonos a los tres un cariño fraternal que, por la parte que me tocaba, no he podido explicarme nunca. La confesión fue larga. Mientras se verificaba, Eloísa y yo convinimos en que la ceremonia del Viático se celebraría al día siguiente con gran pompa, con asistencia de toda la familia y de los parientes y amigos de la casa. Acordamos en breve discusión algunos detalles. Se haría un bonito altar y se traería la mayor cantidad posible de hachas y plantas de salón. Tanto ella como yo queríamos que este acto piadoso tuviera muchísimo lucimiento. Ocurrionos también impetrar la bendición papal, y yo indiqué que por mediación de mi tío y del general Chapa, que eran amigos del Nuncio, se podía conseguir, costara lo que costase.
Cuando salió el cura de la alcoba, le acompañé al comedor, donde estaba dispuesto un chocolate, que no quiso aceptar. Tenía que decir misa a las ocho. Fumamos un cigarrillo, y él, fijando en mí sus ojuelos sagaces (era viejo y muy curtido en aquellos lances), pronunció estas palabras que me parecieron impertinentes:
«Ese buen señor es un mártir.
-¡Un mártir, sí! -repetí yo como si dijera amén.
Aún me parecía poco, y lo remaché:
«¡Es un santo!
Entonces el clérigo, echándome una rociada de humo, y mirándome como si me atravesara de parte a parte con sus ojos, exclamó: «¡Dichosos los que no temen la muerte, porque están puros!».
Iba yo a soltar una sentencia análoga; pero creí más correcto no decir nada, y le devolví su humo mezclado con el mío. Después de una pausa, los ojuelos volvieron a flecharme. Creí sorprender no sé qué tremenda ironía en aquel intruso forrado de negro, cuando me dijo: «¿Es usted hermano de la señora?
De buena gana le habría respondido: «¿Y a ti qué te importa, tontín, que yo sea hermano de la señora, o lo que se me antoje ser de la señora?». Pero este terrible disparate no salió de mis labios.
«No, señor -le respondí, tragándome el humo-. Soy... de la familia.
Pronunció luego el dichoso clérigo algunas palabras consoladoras, de las de rúbrica, y se despidió. Le acompañé hasta la puerta. Ya tenía yo muchas ganas de perderle de vista.
Carrillo me mandó llamar. Estaba impaciente por tenerme a su lado, y tal vez quería decirme algo importante. En el gabinete que precedía a la alcoba vi a Eloísa sentada en una butaca, inclinada la cabeza y el rostro entre las manos. Lloraba en silencio. Creí de pronto que durante el tiempo que yo estuve con el cura, mi prima y su marido habían cambiado algunas palabras; pero después supe por ella que no. La solemnidad y gravedad de las circunstancias, la compasión, el temor religioso, la importancia del acto que su marido acababa de realizar habíanla impresionado enormemente. No se atrevía a franquear la puerta de la alcoba. Sentía pavor, respeto, vergüenza, no sabía qué.
Entré, y acercándome al lecho, advertí que el enfermo estaba sereno; sólo que tenía la voz tomada, y alrededor de los ojos un cerco oscuro, muy oscuro. «Si vieras qué tranquilo estoy ahora -me dijo con cariño-. Tú no lo creerás porque eres irreligioso. Tampoco creerás que tal como estoy no me cambiaría por ti». Le contesté, después de mucho vacilar y confundirme, que en efecto, la vida humana era una broma pesada, y que cuanto más pronto se libre uno de ella, mejor. Él dijo que una hora de conciencia pura vale más que mil años de salud y de ventura, con lo que me mostré conforme aunque sobre ello parecíame que había mucho que hablar. Le insté a que descansara, dejando las reflexiones morales para el día siguiente; pero él no quiso, y siguió hablándome del estado felicísimo en que se encontraba. «Créeme, José María -me dijo dos o tres veces-, te tengo lástima como se la tengo a todos los que viven sin fe. Enmiéndate, corrígete. No des importancia a lo que no la tiene». Y mirando al techo, exclamó después con expresión de indescriptible júbilo: «¡Qué gusto poder decir ahora: no he hecho mal a nadie!».
No le respondí. Pero los pensamientos me congestionaban el cerebro. Ocurriéronme tantas cosas, que habría necesitado una resma de papel si intentara escribirlas. Si por instantes admiraba aquella conformidad hermosa, a veces me ocurría que Carrillo faltaba a la verdad al sostener que nunca hizo mal a nadie, pues se lo había causado a sí mismo en grado máximo; jamás tuvo la estimación de su propio ser, fundamento de la vida social; había sido un suicida civil, y no se redimía, no, echándoselas de místico a última hora. Protestaba yo de aquel estado de perfección en que se suponía, y me venían al pensamiento ideas crueles, despiadadas, absurdas quizás, en las cuales algo había de envidia, algo de venganza; pero que entonces me parecían fundadas en el criterio de la eterna justicia. «No -decía yo para mí, inquieto y trastornado-, no te hagas el santo. No lo eres, porque no has combatido, porque no es virtud la falta absoluta de energía, tanto para el mal como para el bien. No nos hables de gozar la bienaventuranza eterna. Sí; para ti estaba el Cielo. Si quieres salvarte, di que me has aborrecido y que me perdonas... Matándome, nos habríamos condenado juntos. Pero no has tenido ni siquiera la intención de ello, y me estrechas la mano y me llamas amigo... ¡Ah! miserable cero; no me llevarás contigo al Limbo, que va a ser tu morada... ¿Qué casta de hombre eres? ¿Son así los ángeles? Pues reniego de ellos...
Estos y otros desatinos me bullían en la mente. Para acabar de marearme, Carrillo me dijo: «Procura conducirte de modo que cuando te mueras estés tranquilo como yo ahora».
No pude vencerme y se me escapó una sonrisa. Quise recogerla, pero las sonrisas, como las palabras, no se pueden recoger. Él la tomó por expresión de lástima, y afirmó que se sentía muy bien, mejor que yo, y sobre todo, mucho más tranquilo. No le respondí sino con el pensamiento, diciéndole: «Esa tranquilidad desabrida para nada la quiero. ¡Morirme sin haber querido o sin haber odiado a alguien! ¡Morir sin despedirse de una pasión, sin tener alguien a quien perdonar, algo de que arrepentirse! ¡Sosa, incolora y tristísima muerte!
Después pareció que escuchaba. Ponía su atención en los sollozos de Eloísa. «Esa pobre -murmuró con afabilidad que me causaba pena-, está pasando sin necesidad una mala noche. Dile que se acueste. Acompáñala, consuélala, no la dejes que se entregue al dolor». Salí para cumplir este encargo. Pero ella no me hizo caso, y continuaba en el mismo sitio. Al poco rato, Carrillo empezó a mostrar gran inquietud. Me alarmé. Entre Celedonio y yo le incorporamos en el lecho. Quiso hablar y no pudo; llevose una mano a los ojos... Gemidos roncos salían de su garganta. Acudió su mujer, afanada, secando sus lágrimas. Entonces, de la boca del desdichado vi salir alguna sangre, después más, más. Ni él hacía esfuerzos para lanzarla fuera, ni parecía experimentar dolor. No la arrojaba él; ella se salía serenamente, como el agua que afluye hilo a hilo del manantial. ¡Momento de consternación en las tres personas que presenciábamos aquel fin de una vida! Fue tan rápida y tan grande la descomposición del rostro de Pepe, que Eloísa se impresionó mucho. La vi aterrada, próxima a perder el conocimiento. «Vete -le dije-, vete de aquí». Pero su propio terror la clavaba en aquel triste lugar. Entró Micaela y le ordené que se llevara a su señora. La doncella le rodeó la cintura con su brazo, y la que muy pronto iba a ser viuda salió, tapándose los ojos. El marqués de Cícero, que había entrado de puntillas, huyó despavorido, con las manos en la cabeza.
Cuando Celedonio y yo nos quedamos solos con el moribundo, este me echó los brazos, uno al cuello, otro por delante del pecho, y apretome tan fuertemente que me sentí mal. Me hacía daño. ¿Qué fuerza era aquella que le entraba en el instante último, al extinguirse la vida?... Pasó por mi mente una idea, como pasan las estrellas volantes por el cielo. «¡Ah! -pensé- aquí está al fin ese odio que te rehabilita a mis ojos. La última contracción del organismo que se desploma es para expresarme que eres, que debes ser mi enemigo...». Luego oprimió su rostro contra mí, y de su boca salió un bramido fuerte, profundo, que parecía tener filo como una espada... Creí sentir un dardo que me atravesaba el pecho. Con aquel gemido se acabó su desdichada vida... Le miré la cara, y en sus ojos vidriosos vi cuajada y congelada la misma expresión de amistad leal que me había mostrado siempre... No, ¡pobre cordero! no me odiaba... Costome trabajo desasirme del brazo de aquel inocente que quería sin duda llevarme consigo al Limbo.

IV[editar]

¡Qué noche! Cuando todo concluyó, salí de la alcoba, deseando quitarme pronto la ropa, que estaba manchada de sangre. En el pasillo me vi a la claridad del día, que entraba ya por las ventanas del patio, y sentí un horror de mí mismo que no puedo explicar ahora. Parecía un asesino, un carnicero, qué sé yo... Saliome al encuentro Micaela, la doncella de Rafael, que me tuvo miedo y echó a correr dando gritos. La llamé; preguntele por su ama. Díjome que estaba en el cuarto del niño. En tanto Celedonio, los ojos llenos de lágrimas, me hacía señas para que volviese al gabinete, y me dijo entre sollozos que me sacaría ropa de su amo para que me mudase. La idea de ponerme sus vestidos me causaba un sentimiento muy extraño; no sé qué era; mas hallábame tan horrible con la mía que acepté. Púseme a toda prisa una camisa, un chaleco de abrigo y una bata corta del muerto. Pero deseando vestirme con mi ropa, mandé a Evaristo a casa para que me la trajera.
Dejando a Celedonio con los restos aún no fríos de su amo, fui en busca de Eloísa, cuya situación de ánimo me alarmaba. No la encontré en el cuarto del niño, que dormía profundamente, sino en el suyo, acometida de un fuerte trastorno nervioso, manifestando, ya sentimiento ya terror. Al verme con el traje de su marido, se puso tan mal que creí que se desvanecía. Fijábansele los síntomas espasmódicos en la garganta, como de costumbre, y con sus manos hacía un dogal para oprimírsela. «La pluma, la pluma -murmuraba con cierto desvarío-. ¡No la puedo pasar!». Le rogué que se acostara; pero negábase a ello. Micaela y yo quisimos acostarla a la fuerza, pero nos hizo resistencia. Estaba convulsa, fría y húmeda la piel, los ojos muy abiertos. «No vayas tú a ponerte mala también -dije con la mayor naturalidad del mundo-. Recógete y descansa. No has de poder remediar nada dándote malos ratos». Tuve que hacer uso de mi autoridad, de aquella autoridad efectiva aunque usurpada; hube de ordenarle imperiosamente que se acostara para que se decidiera a hacerlo. Noté en su obediencia como un reconocimiento tácito de la autoridad que yo ejercía. Micaela empezó a quitarle la ropa, la ayudé, porque mi prima, después del traqueteo nervioso, hallábase como exánime y sin movimiento. La metimos en la cama y la arropamos. ¡Ay! sentíame tan fatigado que caí en un sillón e incliné mi cabeza sobre el lecho. Allí me hubiera quedado toda la mañana, si no tuviera deberes que cumplir fuera de aquella habitación. En tal postura, y hallándome postrado y como aturdido, sentí la voz de la viuda que me llamaba. Alcé la cabeza. Sus palabras y sus miradas eran tan afectuosas como siempre. Sin nombrar al muerto, suplicome que atendiese a las obligaciones que traía el suceso, pues ella no tenía fuerzas para nada. Díjele que no se ocupara más que de su descanso, y le prometí que todo se haría de un modo conveniente. Vivo agradecimiento se pintaba en su rostro, y además la confianza absoluta que en mí tenía. Le arreglé la ropa de la cama, le di a beber agua de azahar, le entorné las maderas, corrí las cortinas para atenuar la luz del día, y poniendo a Micaela de centinela de vista para que me avisase si la señora se sentía muy molestada por la pluma en la garganta, salí, no sin promesa de volver pronto, pues esta fue condición precisa para que Eloísa se tranquilizara... «Por Dios, no tardes; tengo miedo -díjome al despedirme, con ahogada voz-; mucho miedo, y la pluma no pasa...
Trajéronme mi ropa y me vestí con ella. ¡Ay! qué peso se me quitó de encima cuando solté la de Carrillo, que además, me venía algo estrecha. A eso de las ocho llegaron mi tío, Medina, María Juana, y más tarde el marqués de Cícero. Atento a todo, daba yo las disposiciones propias del caso, y recibía a los parientes y amigos que se iban presentando. En lo concerniente al servicio fúnebre, allá se entendían Celedonio y los empleados de la Funeraria, pues yo me sentí como atemorizado de intervenir en ello. Recogí las llaves de la mesa de despacho y del mueble donde el pobre Pepe tenía sus papeles, y las guardé hasta que pudiera entregarlas a Eloísa, que al fin parecía vencida del cansancio y dormía con los dedos clavados en el cuello.
Camila recaló por allí a eso de las diez, acompañada de Constantino; mas como tenía que dar de mamar a su nene, lo llevó consigo, y el lúgubre silencio de la casa se vio turbado por el clarinete de Alejandrito. Almorzamos mi tío, Raimundo y yo de mala gana, y luego nos encerramos los tres en el despacho para redactar la papeleta fúnebre y poner los sobres. Sentado donde Pepe se sentaba, no sé qué sentía yo al ver en torno mío aquellas prendas suyas, ¡amargas prendas!, en las cuales parecía que estaba adherido y como suspenso su espíritu. Allí vi estados de recaudación de fondos filantrópicos, circulares solicitando auxilios de corporaciones y particulares, cuentas de suministro y víveres y otros documentos que acreditaban la caritativa actividad de aquel desventurado. Cuidamos mucho de que en la redacción de la papeleta no se nos olvidara ningún título, detalle ni fórmula de las que la etiqueta mortuoria ha hecho indispensables. «El excelentísimo Sr. D. José Carrillo de Albornoz y Caballero, maestrante de Sevilla, Caballero de la Orden de Montesa, etcétera... Su desconsolada viuda, la Excelentísima... etc., etc.». No se nos quedó nada en el tintero; y en las direcciones que pusimos a los sobres ninguna de nuestras amistades pudo escaparse.
La señora, por razón de su estado, no podía dar órdenes, y los criados se dirigían a cada instante a mí, como si yo fuera el amo, como si lo hubiera sido siempre, y me consultaban sobre todas las dudas que ocurrían. Y aquella autoridad mía era uno de esos absurdos que, por haber venido lentamente en la serie de los sucesos, ya no lo parecía. Ved, pues, cómo lo más contrario a la razón y al orden de la sociedad llega a ser natural y corriente, cuando de un hecho en otro, la excepción va subiendo, subiendo hasta usurpar el trono de la regla. Y cosas que vistas de pronto nos sorprenden, cuando llegamos a ellas por lenta gradación, nos parecen naturales.
Rogome Eloísa que no saliese de la casa hasta que no se verificara el entierro. Así tenía que ser, pues si yo no estaba en todo, las cosas salían mal. El marqués de Cícero, que se ofrecía constantemente a ayudarme, no servía más que de estorbo; y mi tío tenía ocupaciones indispensables aquel día. Sólo Constantino y Raimundo prestaban algún servicio, aunque sólo fuera el de hacerme compañía. La viuda no recibía a nadie, ni a sus más íntimas amigas. Acompañábanla su madre y hermanas, y sin llorar, consagraban alguna palabra tierna y compasiva al pobre difunto.
Por fin vi concluido todo aquel tétrico ceremonial, y respiré cual si me hubiera quitado de encima del corazón un peso horrible. No quise ir al entierro, y Eloísa aplaudió con un movimiento de cabeza esta resolución mía. Cuando se extinguió en las piedras de la calle el ruido del último coche, mis trastornados sentidos querían volver a la apreciación clara de las cosas. Pero la imagen del infeliz hombre que había despedido su último aliento sobre mi pecho, clavándomelo como un puñal, no se me apartaba del pensamiento. ¿Cómo explicarme sus sentimientos respecto a mí? ¿Qué noción moral era la suya, cuál su idea del honor y del derecho? Ni aún viendo en él lo que en lenguaje recio se llama un santo, podía yo entenderle. ¡Misterio insondable del alma humana! Ante él, no hay que hacer otra cosa que cruzarse de brazos y contemplar la confusión como se contempla el mar. Querer hallar el sentido de ciertas cosas es como pretender que ese mismo mar, desmintiendo la ley de su eterna inquietud, nos muestre una superficie enteramente plana.
¿Por qué me tenía cariño aquel hombre? Si era un santo, yo me resistía a venerarle; si era un pobre hombre, algo había dentro de mí que no me permitía el desprecio. ¿Le despreciaba yo en el ardor de mi compasión, o le admiraba entre los hielos de mi desdén? Toda mi vida ¡ay! estará delante de mí, como pensativa esfinge, la imagen de Carrillo, sin que me sea dado descifrarla. Antes será medido el espacio infinito, que encerrada en una fórmula la debilidad humana.
A estas meditaciones me entregaba la tarde del entierro, encerrado en el despacho, sin otra compañía que la del busto de Shakespeare. El gran dramático me miraba con sus ojos de bronce, y yo no podía apartar los míos de aquella calva hermosa, cuya severa redondez semeja el molde de un mundo; de aquella frente que habla; de aquella boca que piensa; de aquella barba y nariz tan firmes que parece estar en ellas la emisión de la voluntad. Me daban ganas de rezarle, como los devotos rezan delante de un Cristo, y de interesarle en las confusiones que me agitaban, rogándole que pusiera alguna claridad en mi alma.
Al anochecer, cuando aún no habían vuelto del entierro los que fueron a él, me dirigí al cuarto de la viuda, a quien acompañaban su madre y hermanas. En los susurros de su conversación queda, me pareció entender que hablaban de modas de luto. Eloísa tenía en su regazo, dormido, al niño de Camila, y con esta jugaba Rafael. Pero más tarde, cuando mi primo Raimundo y el marqués de Cícero volvieron del cementerio, ostentando éste último una aflicción decorativa, que tenía tanta propiedad como el león disecado con que se retrataba, me alejé del gabinete para no oír las fórmulas de duelo que se cruzaban allí, como los tiroteos alambicados de un certamen retórico, cuyo tema fuera la muerte del pajarillo de Lesbia. Cuando iba hacia el despacho, sentí tras de mí unos pasitos que siempre me alegraban, y una vocecita que me llamaba por mi nombre. Era el chiquillo de Eloísa, que corría tras de mí. Le cogí en brazos, y sentándome le coloqué sobre mis rodillas. Él se puso al instante a caballo sobre mi muslo, y me echó los brazos al cuello. Su inocencia no había permanecido extraña a la tristeza que en la casa reinaba, y en sus mejillas frescas, en su frente coronada de rizos negros advertí una seriedad precoz, fenómeno pasajero sin duda, pero que anunciaba la formación del hombre y los rudimentos de la reflexión humana. Después de hacerme varias preguntas, a que no pude contestarle por lo muy conmovido que estaba, me cogió con sus manos la cara. Era de estos que quieren que se les hable mirándolos frente a frente, y que se incomodan cuando no se les presta una atención absoluta. Para satisfacer su egoísmo tiran de las barbas como si fueran las riendas de un caballo para que les pongáis la cara bien recta delante de la suya. Lo que me tenía que comunicar era esto:
«Dice Quela que ahora... tú... no te vas más a tu casa... que te quedas aquí.
Varié la conversación, dándole muchos besos; pero él, aferrado a su tema, ni me dejaba evadir, ni consentía que yo moviese la cara.
«Dice Quela que tú... vas a ser mi papa...
Este inocente lenguaje me lastimaba. No pude contestar categóricamente a las cosas más graves que yo había oído en mi vida. Por que sí, jamás de labios humanos brotaron, para venir sobre mí como espada cortante, palabras que entrañaran problemas como el que formulaban aquellos labios de rosa.
Dejele en poder de su criada, que vino a buscarle, y me retiré. La casa, como vulgarmente se dice, se me desplomaba encima. Sin despedirme de nadie me marché a la mía.
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XII XIII XIV