Nazarín/Segunda parte/IV

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Segunda parte

IV

Ándara, que tal oyera, se quedó más blanca que la pared, lo cual, en verdad, no era extremada blancura, y ya se consideró en la Galera, con grillos en los pies y esposas en las manos. Daba diente con diente cuando sintió entrar a la Chanfaina, que se metió de rondón en la alcoba diciendo:

—Se acabaron las pamemas. Mira, tú, trasto: desde el primer día entendí que estabas aquí. Te saqué por el olor. Pero no quise decir nada, no por ti, sino por no comprometer al padrico, que se mete en estos fregados con buena intención y toda su sosería de ángel. Y ahora, sepan los dos que si no hacen lo que voy a decirles, están perdidos.

—¿Se murió la Tiñosa? —le preguntó Ándara, aguijoneada por la curiosidad, más poderosa en aquel instante que el miedo.

—No se ha muerto. En el espital la tienes de interfezta, y, según dicen, no comerá la tierra por esta vez. Pues si se muriera, tú no te escapabas de ponerte el corbatín. Conque... ya sales de aquí espirando. Vete adonde quieras, que de esta noche no pasa que venga aquí el excelentísimo Juzgado.

—¿Pero quién...?

—¡Ay, qué tonta! ¡La Camella tiene un olfato!... La otra noche vine a esta ventana, y pegaba las narices al quicio como los perros ratoneros cuando rastrean el ratón. Golía, golía, y sus resoplidos se oían desde el portal. Pues ella y otras te han descubierto, y ya no hay escape. Lárgate pronto de aquí y escóndete donde puedas.

—Ahora mismo —dijo Ándara, envolviéndose en su mantón.

—No, no —agregó la Chanfa, quitándoselo—. Voy a darte uno mío, el más viejo, para que te disfraces mejor. Y también te daré una bata vieja. Aquí dejas toda la ropa manchada de sangre, que yo la esconderé... Y que coste que esto no lo hago por ti, feróstica, sino por el padruco, que está en el compromiso de que le tengan o no le tengan por un peine como tú. Que la Justicia es muy perra y en todo ha de meter el hocico. Ahora, este serófico tiene que hacer lo que yo le diga; si no, le empapelan también, y que vengan los angelitos a librarle de ir a la cárcel.

—¿Qué tengo yo que hacer?... sepámoslo —preguntó el sacerdote, que si al principio parecía sereno, luego se le vio un tanto pensativo.

—Pues usted, negar, negar y negar siempre. Esta pájara se va de aquí, y se esconde donde puede. Se quita todo, solutamente todo el rastro de ella: yo limpiaré la salita, lavaré los baldosines, y usted, señor Nazarillo de mis pecados, cuando vengan los de la Justicia, dice a todo que no, y que aquí no ha estado ella, y que es mentira. Y que lo prueben, ¡contro!, que lo prueben.

El curita callaba; mas la diabólica Ándara apoyó con calor las enérgicas razones de la Estefanía.

—Es una gaita —prosiguió ésta— que no se pueda quitar el condenado olor... ¿Pero cómo lo quitamos?... ¡Ah, mala sangre, hija de la gran loba, pelleja maldita! ¿Por qué en vez de traerte acá este pachulí que trasciende a demonios no te trajiste toda la perfumería de los estercoleros de Madrid, grandísima puerca?

Acordada la najencia de Ándara, la hombruna patrona, que era toda actividad en los momentos de apuro, trajo sin tardanza las ropas que la criminal debía ponerse en sustitución de las ensangrentadas, para favorecer con algún disfraz su escapatoria en busca de mejor escondite.

—¿Vendrán pronto? —preguntó a la Chanfa, con resolución de acelerar su partida.

—Aún tenemos tiempo de arreglar esto—replicó la otra—, porque ahora van con la denuncia, y lo menos hasta las diez o diez y media no llegarán aquí los caifases. Me lo ha dicho Blas Portela, que está al tanto de todos estos líos de justicia y sabe cuándo les pica una pulga a los señores de las Salesas. Tenemos tiempo de lavar y de quitar hasta el último rastro de esta sinvergonzona... Y usted, señor San Cándido, ahora no sirve aquí más que de estorbo. Váyase a dar un paseo.

—No, si yo tengo que salir a un asunto —dijo don Nazario, poniéndose la teja—. Me ha citado el señor Rubín, el de San Cayetano, después de la novena.

—Pues aire... Traeremos un cubo de agua... Y tú mira bien por todos lados, no se te quede aquí una liga, o botón, una peina del pelo, u otra cualisquiera inmundicia de tu persona, cintajo, cigarrillo... No es mal compromiso el que le cae a este bendito por tu causa... ¡Ea!, rico, don Nazarín, a la calle. Nosotras arreglaremos esto.

Fuese el clérigo, y las dos mujeronas se quedaron trajinando.

—Busca bien, revuelve todo el jergón, a ver si dejas algo —decía la Chanfa. Y la otra:

—Mira, Estefa, yo tengo la culpa, yo soy la causante..., y pues el padrico me amparó, no quiero yo que por mí y por este arrastrado perfume le digan el día de mañana que si tal o cual... Pues yo la hice, yo trabajaré aquí hasta que no quede la menor trascendencia del olor que gasto... Y ya que tenemos tiempo..., ¿dices que a las diez?..., vete a tus quehaceres y déjame sola. Verás cómo lo pongo todo como la plata...

—Bueno, yo tengo que dar de cenar a los mieleros y a los cuatro tíos esos de Villaviciosa... Te traeré el agua, y tú...

—No te molestes, mujer. ¿Pues no puedo yo misma traer el agua de la fuente de la esquina? Aquí hay un cubo. Me echo mi mantón por la cabeza, y ¿quién me va a conocer?

—Ello es verdad: vete tú, y yo a mi cocina. Volveré dentro de media hora. La llave de la casa está en la puerta.

—Para nada la quiero. Quédese donde está. Yo voy y traigo el agua de Dios en menos que canta un gallo... Y otra cosa: ahora que me acuerdo..., dame una peseta.

—¿Para qué la quieres, arrastrada?

—¿La tienes o no? Dámela, préstamela, que ya sabes que cumplo. La quiero para echar un trago —comprarme una cajetilla. ¿Miento yo alguna vez?

—Alguna vez, no; siempre. Vaya, toma la jeringada peseta y no se hable más. Ya sabes lo que tienes que hacer. Al avío. Me voy. Espérame aquí.

Salió la terrible amazona, y tras ella, con dos minutos de diferencia, la otra tarasca, después de juntar con su peseta la que le diera su amigo y de coger en la cocina una botella y una zafra no muy grande. La calle estaba oscura como boca de lobo. Desapareció en las tinieblas, y cruzando a la calle de Santa Ana, al poco rato volvió con los mismos cacharros agazapados entre los pliegues de su mantón. Con presteza de ardilla subió la angosta escalera y se metió en la casa.

En poquísimo tiempo, que seguramente no pasaría de siete u ocho minutos, entró Ándara en un cuartucho próximo a la cocina, sacó un montón de paja de maíz de un colchón deshecho, lo llevó todo a la alcoba, envuelto en la misma tela del jergón, y extendiólo debajo de la cama, derramando encima todo el petróleo que había traído en la botella y en la zafrilla. Aún le parecía poco, y rasgando de arriba abajo con un cuchillo el otro colchón, también de maíz, en cuyas blanduras había dormido algunas noches, acumuló paja sobre paja; y para mayor seguridad, puso encima la tela de ambos colchones y cuanto trapo encontró a mano, y sobre la cama la banqueta y hasta el sofá de Vitoria. Formada la pira, sacó su caja de mixtos, y ¡zas!... Como la pora pólvora, ¡contro! Abierta la ventana para que entrara la onda de aire, esperó un instante contemplando su obra, y no se puso en salvo hasta que el espeso humo que del montón de combustible salía le impidió respirar. Tras de la puerta, en el peldaño más alto de la escalerilla, observó un rato cómo crecía con furor la llama, cómo bufaba el aire entre ella, cómo se llenaba de humazo negro la vivienda del buen Nazarín, y bajó escapada y escabullóse por el portal más pronta que la vista, diciendo para su mantón:

"¡Que busquen ahora el olor..., mal ajo!"

Por el cerrillo del Rastro bajó a la calle del Carnero; después, a la de Mira el Río, y paróse allí mirando al sitio donde, a su parecer, entre los tejados, caía el mesón de la Chanfaina. No tenía sosiego hasta no ver la columna de humo, que anunciarle debía el éxito de su ensayo de fumigación. Si no subía pronto el humo, señal era de que los vecinos sofocaban el fuego... Pero no, ¡cualquiera apagaba aquel infiernito que armara ella en menos de un credo! Intranquila estuvo como unos diez minutos, mirando para el cielo y pensando que si la lumbre no prendía bien, su hazaña, lejos de ser salvadora y decisiva, la comprometía más. Por todo pasaba, aun por ir ella a pudrirse en la Galera; pero no consentía que acusaran al divino Nazarín de cosas falsas, verbigracia, de que tuvo o no tuvo que ver con una mujer mala... Por fin, ¡bendito Dios!, vio salir por encima de los tejados una columna de humo negro, más negro que el alma de Judas, y a los cielos subía retorciéndose con tremendos espirales, y creeríase que la humareda hablaba y que decía al par de ella: "¡Que descubran ahora el olor!... ¡Que aplique la Camella sus narices de perra pachona!... Anda, ¿no queríais tufo, señores caifases de la incuria? Pues ya no huele más que a cuerno quemado..., ¡contro!, y el guapo que ahora quiera descubrir el olor..., que meta las uñas en el rescoldo..., y verá... que le ajuma..."

Alejóse más, y desde lo bajo de la Arganzuela vio llamas. Todo el grupo de tejados aparecía con una cresta de claridad rojiza que la tarasca contempló con salvaje orgullo. "Puede una ser una birria, pero tiene conciencia, y por conciencia no quiere una que al bueno le digan que es malo, y se lo prueben con un olor de peineta, con una jediondez de la ropa que una se pone. No, la conciencia es lo primero. ¡Arda Troya!... Estate tranquilo, Nazarín, que si pierdes tu casa, poco pierdes, y otra ratonera no te ha de faltar..."

El incendio tomaba formidables proporciones. Vio Ándara que hacia allá corría presurosa la gente; oyó campanas. Pudo llegar a creer, en el desvarío de su imaginación, que las tocaba ella misma. Tan, tarán, tan...

—¡Qué burra es esa Chanfaina! ¡Creer que lavando se quita el aire malo! No, ¡contro!, eso no se va con agua, como el otro que dijo... ¡El aire malo se lava con fuego, sí, ¡mal ajo!, con fuego!