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so parduzco, y donde grandes sombras diseñan, fantásticamente, la forma de sencillas nubes que recorren el hermoso cielo.

Todo parece envuelto en una atmósfera luminosa, particular, y cada objeto titila, desde el lejano Monte Entrance del Norte, hasta el solitario Monte Observación del Sur. El espejismo nos regala con sus castillos, tomados por la fantasía de la óptica de los desiertos, pero que parecen levantados por algún amable mago, que desea olvidemos la siempre árida perspectiva.

Subiendo y bajando quebradas, llegamos al pie del Monte León y buscamos, entre los médanos movedizos, camino para llegar al mar. Vuelvo la cabeza hacia los sitios que acabo de cruzar ¡qué triste desolación, qué estragos ha hecho el tiempo, cómo ha desvastado esta inmensa costa!

Tenemos que esperar la bajante que se aproxima, para llegar a la isla de Leones, que ha dado tanto que hablar y discutir desde el apresamiento injustificable de la «Jeanne Amélie» en ese punto. A pesar de hallarse a cortísima distancia de nosotros, la mar alta no nos permite cruzar hasta allí. La agitación de este rincón rocalloso, es demasiado grande, aún en el estado de calma en que se encuentra el océano. Son dignas de admirar estas mansas olas, casi insensibles, que a medida que se acercan, se encrespan, se ondulan fuertemente, rozan el fondo, retroceden, chocan contra las piedras y lanzan fina lluvia, que irradia al sol y cae blanca, al parecer hirviendo, a nuestros pies, moviendo los cascajos, y haciendo rodar los barriles; algunas se estrellan contra la muralla geológica, o truenan entre las pequeñas cavernas, horadadas por ellas.

Ya que tenemos que aguardar un par de horas antes que el mar haya dado paso, evoquemos recuerdos, que aunque me son tristes, darán a conocer a mis lectores una tragedia casi ignorada. Este