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mandó que sus discípulos predicasen al potentado y al miserable, al rey y al esclavo, al sabio y al ignorante, en todos los pueblos de la tierra. Su vida misma fué universal; actuó entre ricos y pobres en la sociedad política, y en la sociedad religiosa, deslindando sus dos esferas; bendijo a la infancia; salvó a la mujer pecadora, enalteció a la amante, santificó las nupcias; refutó a los doctores del templo, con la razón, y arrojó a los mercaderes, con el látigo; proclamó la inmortalidad del alma, ofreciendo la vida eterna; y nuevo sol, iluminó los horizontes de una nueva historia. Bonald, que ha analizado esa acción en páginas memorables, se refiere a los preceptos de los legisladores y a los ejemplos del Maestro, para exclamar sintéticamente: «A Numa, a Solón, a Licurgo, les oigo; a Jesucristo le veo». El hombre más ínfimo, en comunión con su Padre, puede purificarse en sí mismo, y engrandecerse. Pero no debe aislarse, sino en el caso excepcional de un absoluto misticismo, pues el bien hecho a sus semejantes, entra como elemento de la plenitud de su alma. A Cicerón, que se quejaba de que Homero prestase a los dioses la naturaleza humana, en vez de elevar a los hombres a la na-