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gorías más extrañas. El apóstrofe es como el relámpago : lleva en su punta el rayo. El dolor tiene sudores de sangre. El júbilo acentos de trompeta. Todo vibra, se estremece, se magnifi- ca. Las ciudades hablan como un ser, un ser contiene una ciudad. Los creadores de esa voz se identifican también con los elementos. Al bor- de de los ríos, en la cumbre de los montes, en el fondo de las grutas, aprenden el murmurio acariciante, la tormenta devastadora, el augus- to silencio. Resumen las armonías como las dis- cordancias de la Naturaleza ; y su instrumento, vida de la conciencia, bendice, ruge, maldice, ruega, y es órgano perfecto de toda la pasión humana.

No sin razón el maestro Lowth, sobre los mo- delos griegos y latinos, pone el canto de los is- raelitas en Isaías, pues, tocando lo sublime, no olvida la arquitectura de la oda. Las imágenes, variadas, exactas, enlazan la perfecta continui- dad de su elegancia. El gozo del pueblo judío ante la muerte del tirano ; los vientos de alegría sacudiendo los cedros del Líbano ; la prosopope- ya soberbia del infierno, y su visión de espan- to; el encuentro del cadáver del rey ; el grito elegiaco de su cohorte, y la maldición sobre su