Una excursión a los indios ranqueles/XII

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Por dónde habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua. Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes. Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.


Antes de ponerme en marcha resolví dejar las mulas atrás. Caminaban sumamente despacio por lo mucho que había llovido y era un martirio para los franciscanos seguirlas al tranco; el padre Moisés no es tan maturrango pero el padre Marcos no hallaba postura cómoda.

Contra mis cálculos, tomamos el rastro de los chasquis.

Habían seguido el camino de Lonco-uaca.

Mi lenguaraz, mestizo chileno, hijo de cristiano y de india araucana, hombre muy baqueano, de cuyas confidencias soy depositario, no por él sino por otros, lo que permitirá contar sus aventuras amorosas de Tierra Adentro, creyó oportuno hacerme algunas indicaciones.

Eran muy juiciosas y sensatas; y como entre ellas entrase la posibilidad de que los chasquis se extraviaran en razón de que ni Guzmán ni Angelito conocían prácticamente el camino que habían tomado, me pareció prudente hacer yo a mi turno mis recomendaciones. Ibamos a entrar ya en los montes; a tener que marchar en dispersión, sin vernos unos a los otros; por sendas tortuosas, que se borraban de improviso unas veces, que otras se bifurcaban en cuatro, seis o más caminos, conduciendo todas a la espesura.

Era lo más fácil perder la verdadera rastrillada, y también muy probable que no tardáramos en ser descubiertos por los indios. Un tal Peñaloza suele ser el primero que se presenta a los indios o cristianos que pasean por esas tierras, alegando ser suyas y tener derecho a exigir se le pague el piso y el agua.

No hay más remedio que pagar, porque el señor Peñaloza se guarda muy bien de salir a sacar contribución alguna cuando los caminantes son más numerosos que los de su toldo o van mejor armados.

Más adelante hay otros señores dueños de la tierra, del agua, de los árboles, de los bichos del campo, de todo, en fin, lo que puede ser un pretexto para vivir a costillas del prójimo.

Estos derechos interterritoriales se cobran en la forma más política y cumplida, suplicando casi y demostrándoles a los contribuyentes ecuestres la pobreza en que se vive por allí, lo escaso que anda el trabajo.

Si los expedientes pacíficos surten efecto, no hay novedad; si los transeúntes no se enternecen, se recurre a las amenazas, y si éstas son inútiles, a la violencia.

Es ser bastante parlamentario, para vivir tan lejos de los centros de la civilización moderna.

Recomendé a mi gente cómo habían de marchar; prohibí terminantemente que bajo pretexto de componer la montura se quedara alguien atrás, advirtiendo que cada cuarto de hora haría una parada de dos minutos para que pudiéramos ir lo más juntos posible; describí la aguada de Chamalcó, donde me demoraría un rato, lo bastante para mudar caballos, por si alguien llegaba a ella extraviado; y a los franciscanos les supliqué me siguiesen de cerca, no fuera el diablo a darme el mal rato de que se me perdieran.

Finalmente hice notar que, hallándome ya en donde podía haber peligro cuando menos lo esperábamos, quería, puesto que no estábamos bien armados, que todos y cada uno nos condujéramos con moderación y astucia, con sangre fría sobre todo, que como ha dicho muy bien Pelletan, es el valor que juzga.

Hecho esto, mandé que dos soldados, con dos tropillas que no me hacían falta, se volviesen al Río Quinto, caminando despacio.

Escribí con lápiz cuatro palabras para el general Arredondo y algunos subalternos amigos de mis fronteras, avisándoles que había llegado con felicidad al Cuero, y entramos en los montes.

Hermosos, seculares algarrobos, caldenes, chañares, espinillos, bajo cuya sombra inaccesible a los rayos del sol crece frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos montes, que no tienen la belleza de los de Corrientes, del Chaco o Paraguay.

Las esbeltas palmeras, empinándose como fantasmas en la noche umbría; la vegetación pujante renovándose siempre por la humedad; los naranjeros, que por doquier brindan su dorada fruta; las enmarañadas enredaderas, vistiendo los árboles más encumbrados hasta la cima y sus flores inmortales todo el año; fresco musgo tapizando los robustos troncos; el liquen pegajoso, que con el rocío matinal brilla, como esmaltado de piedras preciosas; las espadañas, que se columpian graciosas, agitando al viento sus blancos y sedosos penachos; las flores del aire, que viven de las auras purísimas, embalsamando la atmósfera, cual pebeteros de la riente natura; las aves pintadas de mil colores, cantando alegres a todas horas; los abigarrados reptiles serpenteando en todas direcciones; los millones de insectos que murmuran en incesante coro diurno y nocturno; el agua siempre abundante para consuelo del sediento viajero, y tantas, y tantas otras cosas que revelan la eternal grandeza de Dios, ¿dónde están aquí?, me preguntaba yo, soliloqueando por entre los carbonizados y carcomidos algarrobos.

Y como siempre que bajo ciertas impresiones levantamos nuestro espíritu, la visión de la Patria se presenta, y pensé un instante en el porvenir de la República Argentina el día en que la civilización, que vendrá con la libertad, con la paz, con la riqueza, invada aquellas comarcas desiertas, destituidas de belleza, sin interés artístico, pero adecuadas a la cría de ganados y a la agricultura. Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida, y agua la que se quiera sin gran trabajo, como que inagotables corrientes artesianas surcan las Pampas convidando a la labor.

Cada médano es una gran esponja absorbente; cavando un poco en sus valles, el agua mana con facilidad.

La mente de los hombres de Estado se precipita demasiado, a mi juicio, cuando en su anhelo de ligar los mares, el Atlántico con el Pacífico, quieren llevar el ferrocarril por el Río Quinto.

La línea del Cuero es la que se debe seguir. Sus bosques ofrecen durmientes para los rieles, cuantos se quieran; combustible para las voraces hornallas de la impetuosa locomotora.

Son iguales a los de Yuca, cuya explotación ha hecho y sigue haciendo la empresa del Gran Central Argentino.

Estos campos son mejores que aquéllos.

Y si un ferrocarril, a más de las ventajas del terreno, de la línea recta, de las necesidades del presente y del porvenir, debe consultar la estrategia nacional, ¿qué trayecto mejor calculado para conquistar el desierto que el que indico?

La impaciencia patriótica puede hacernos incurrir en grandes errores; el estudio paciente hará que no caigamos en la equivocación.

No puedo hablar como un sabio: hablo como un hombre observador.

Tengo la carta de la República en la imaginación y me falta el teodolito y el compás.

Los peligros para el trabajo son más imaginarios que reales. Oportunamente podría ocuparme de este tópico. Por el momento me atreveré a avanzar que yo con cien hombres armados y organizados de cierta manera, respondería de la vida y del éxito de los trabajadores.

Incito a meditar sobre este gran problema del comercio y de la civilización.

No he visto jamás en mis correrías por la India, por Africa, por Europa, por América, nada más solitario que estos montes del Cuero.

Leguas y leguas de árboles secos, abrasados por la quemazón; de cenizas que envueltas en la arena, se alzan al menor soplo de viento; cielo y tierra; he ahí el espectáculo.

Aquello entenebrecía el alma. Las cabalgaduras iban ya sedientas.

Chamalcó estaba cerca.

Llegamos.

El peligro estrecha, vincula, confunde; la unión es un instinto del hombre en las horas solemnes de la vida.

Nadie se había quedado atrás. Según los cálculos del baqueano,

Chamalcó tenía agua.

Esperamos un buen rato antes de dejar beber a los animales.

Se reposaron y bebieron.

Nosotros hallamos un manantial al pie de un árbol magnífico de robustez y frondosidad.

Cambiamos caballos y seguimos, saliendo a un gran descampado.

Respiré con expansión.

El europeo ama la montaña, el argentino la llanura.

Esto caracteriza dos tendencias.

Desde las alturas físicas, se contemplan mejor las alturas morales. Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en los picos de la tierra.

Ved la Suiza.

A poco andar volvimos a entrar en el monte. Aquí era más ralo.

Podíamos galopar y era menester hacerlo para llegar con luz a Utatriquin -otra aguada-, porque la noche sería sin luna, salía recién a la madrugada.

Me apuré, cuando la arboleda lo permitía, y llegamos a la etapa apetecida.

Era la tarde, y la hora
en que el Sol la cresta dora
de los Andes...

Esta aguada es un inmenso charco de agua revuelta y sucia, apenas potable para las bestias.

En previsión de que no estuviera buena, habíamos llenado los chifles en Chamalcó.

Había marchado muy bien, ganando más terreno del que esperaba; no tenía por qué apurarme ya.

Podía descansar un buen rato, lo que les haría mucho bien a los caballos y a mis queridos franciscanos.

Mandé desensillar.

El padre Marcos me miró como diciendo: ¡Loado sea Dios!, que si en estos berenjenales me mete también me ayuda.

Había un corral abandonado; cerca de él campamos.

Ordené que se redoblara la vigilancia de los caballerizos, entusiasmé a los asistentes con algunas palabras de cariño y un rato después ardió flamígero el atrayente fogón.

Comenzó la charla de unos con otros, sin distinción de personas.

Ya lo he dicho: el fogón es la tribuna democrática de nuestro ejército.

El fogón argentino no es como el fogón de otras naciones. Es un fogón especial.

Estábamos tomando mate de café, de postre; la noche había extendido hacía rato su negro sudario.

Una voz murmuró, como para que yo oyera:

-Si contara algún cuento el Coronel.

Era mi asistente Calixto Oyarzábal, de quien ya hablé en una de mis anteriores; buen muchacho; ocurrente y de esos que no hay más que darles el pie para que se tomen la mano.

¡Sí, sí! -dijeron los franciscanos al oírle los oficiales y demás adláteres-, ¡que cuente un cuento el Coronel!

Me hice rogar y cedí.

Es costumbre que los hombres tomamos de las mujeres.

¿Y sabes, Santiago, qué cuento conté?

Uno de los tuyos.

El del arriero.

Vamos ¿a qué te has olvidado?

Voy a contártelo a tres mil leguas.

El respetable público que asiste a este coloquio me dispensará.

-Fíjense bien -dije antes de empezar-, que este cuento es bueno tenerlo presente cuando se viaja por entre montes tupidos.

Todos estrecharon la rueda del fogón, uno atizó el fuego, los ojos brillaron de curiosidad y me miraron, como diciendo: ya somos puras orejas, empiece usted a contar.

Tomé la palabra y hablé así:

-Era éste un arriero, hombre que había corrido muchas tierras; que se había metido con la montonera en tiempos de Quiroga y a quien perseguía la justicia.

Yendo un día por los Llanos de La Rioja, le salió una partida de cuatro. Quisieron prenderlo, se resistió, quisieron tomarlo a viva fuerza, y se defendió. Mató a uno, hirió a otro e hizo disparar a tres.

En esos momentos se avistó otra partida: prevenida ésta por los derrotados, apuraron el paso. El arriero huyó y se internó en un monte.

Montaba una mula zaina, medio bellaca. Corría por entre el monte, cuando se le fue la cincha a las verijas.

Irsele y agacharse la bestia a corcovear, fue todo uno.

El arriero era gaucho y jinete.

Descomponiéndose y componiéndose sobre el recado, anduvo mucho rato, hasta que en una de ésas, como tenía las mechas del pelo muy largas y porrudas se enganchó en el gajo de un algarrobo.

La mula siguió bellaqueando, se le salió de entre las piernas y él quedóse colgado.

Permaneció así como un Judas, largo rato, esperando que alguien le ayudase a salir del aprieto; pero en vano.

Los que le seguían, aciertan a pasar por allí.

Llegó la noche.

El arriero, con la rapidez del pensamiento, concibió una estratagema.

Dejó que la partida se aproximara, poniendo la cara lánguida y cuando al resplandor de la luna vinieron a verle, dijo con voz cavernosa:

¡Viva Quiroga!

La partida, al oír hablar un muerto, huyó, poseída de terror pánico, sujetando los pingos quién sabe dónde.

El arriero se salvó así.

Pero aquella actitud no podía prolongarse demasiado.

Era incómoda.

Procuró salir de ella. Buscó su cuchillo; con los corcovos de la mula lo había perdido.

Era una verdadera fatalidad. No tenía con qué cortarse los cabellos, y como eran muy largos, no alcanzaba con la mano a desasirlos del gajo en que estaban enredados.

Un hombre como él, acostumbrado a todas las fatigas, podía resistir el peso de su propio cuerpo, si no había otro remedio, no digo un día, muchos días, teniendo qué comer. Es claro. La necesidad tiene cara de hereje.

Pero no tenía nada. Todo se lo había llevado la mula en las alforjas. Felizmente, tenía un pedazo de queso en los bolsillos, yesquero, tabaco y papel.

Agua era lo de menos para un arriero.

Se comió el pedazo de queso.

Sacó después su chuspa y armó un cigarro; luego sacó fuego y fumó.

Nadie pasaba por allí, a pesar de la voz que debieron esparcir los de la partida, despertando la curiosidad popular.

El arriero fumaba y fumaba, y en lugar de otras cosas, cuando tenía necesidad echaba humo y humo.

Y así pasó muchos días, hasta que de hambre se comió la camisa y se murió de una indisgestión.

Y entré por un caminito y salí por otro.

No sé si al público le gustará este cuento; en el fogón fui aplaudido.

Yo soy porteño, del barrio de San Juan y nadie es profeta en su tierra.

Por eso Sarmiento, siendo de San Juan, es Presidente, habiéndose cumplido con él una de mis profecías del Paraguay.

Cuando llegaba al fin de mi cuento serían las ocho.

Di mis órdenes, encerraron en el corral los caballos, se tomó y ensilló en un abrir y cerrar de ojos, montamos, nos pusimos en camino y esa noche sucedieron cosas raras...

Basta de cuentos.