Una excursión: Capítulo 59

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Se acerca la hora de la partida. Desaliento de Macías. El negro del acordeón y un envoltorio. Era un queso. Calixto Oyarzábal anuncia que hay baile. Baile de los indios y de las chinas. En un detalle encuentro a los indios menos civilizados que nosotros.


Macías veía llegar la hora de mi partida, y con suspiros y monosílabos me hacía comprender que iba perdiendo hasta la esperanza.

Me senté en el fogón y él se puso a mi lado.

Yo estaba de muy buen humor, quizá porque al día siguiente pensaba rumbear para la querencia. Somos así, versátiles aun en medio de la felicidad. Todo es poco, nada nos sacia. Y tarde, muy tarde, recién comprendemos que en este mundo sublunar, los que lo han pasado mejor son los que, contentos con el presente, no se han apurado nunca por nadie ni por nada; los que estrechando el horizonte de sus miradas, limitando sus aspiraciones y sacudiendo la férula de las exigencias sociales, han subjetivado la vida hasta el extremo de identificarse con su frac.

¡Ah! cuántos a quienes estériles combates consumieron; cuántos que despiertos o dormidos tuvieron visiones de amor, de odio, de gloria, de orgullo, de riqueza, de envidia, de miedo, olvidando que velar es soñar de pie y que el sueño no es más que el noviciado de la muerte, cuántos de esos, decía, no habrían sido más dichosos si al fin de la jornada hubiesen podido exclamar:

Sois-moi fidèle ô pauvre habit que j'aime¡
Ensemble nous devenons vieux.
Depuis dix ans je te brosse moi-même,
Et Socrate n'eût pas fait mieux.
Quand le sort à ta mince étoffe
Livrerait de nouveaux combats.
Imite-moi: résiste en philosophe
Mon vieil ami, ne nous séparerons pas.

Yo reía, charlaba, jaraneaba con todos los que rodeaban el fogón, en el que un apetitoso asado se doraba al calor de abundante leña.

El triste prisionero, taciturno, reconcentrado, sombrío, como la imagen de la desesperación me echaba de vez en cuando miradas furtivas.

Quería decirme algo y no se atrevía; quería hacerme un reproche y no hallaba palabras adecuadas; sus pensamientos fluctuaban, como algas marinas entre opuestas corrientes; iba a hablar y callaba; sus ojos brillaban, sin rencor; pero sus labios comprimidos revelaban claramente que balbuceaba una ironía.

-¿En qué piensas? -le dije.

-En que estás muy alegre -me contestó.

-El que se aflige se muere -repuse.

-¡Ah!, tú te vas, yo me quedo.

-Ya te he dicho que nunca es tarde cuando la dicha es buena -le contesté.

-¡Cómo ha de ser! -volvió a exclamar y levantándose de improviso se quiso marchar.

En ese momento Calixto Oyarzábal, tomando el asador, poniéndolo horizontalmente y raspando el asado con un cuchillo, para quitarle la ceniza, dijo:

-Ya está, mi Coronel.

-¡A comer, caballeros! -grité yo a mi vez, y dirigiéndome a Macías, le dije-: Ven, hombre, come; sobra tiempo para ahorcarse de desesperación.

Volvió sobre sus pasos, se sentó nuevamente a mi lado, sacó su cuchillo, y como el asado incitaba, siguiendo los usos campestres de la tierra, cortó una tira.

Una olla de puchero hervía, rebosando de choclos y zapallo angola. Acabamos con el asado y en un santiamén con ella.

Ibamos a tomar el mate de café, no teniendo postre, cuando el negro del acordeón se presentó, trayendo una cosa en la mano envuelta en un trapo.

-¡El acordeón! -dije para mis adentros, y me espeluzné y con aire y voz imperativa: -¡Fuera de aquí, negro! -le grité, antes que desplegara los labios.

-Mi amo -contestó sonriéndome-, si vengo solo.

-¿Y eso? -le pregunté, señalándole la cosa que traía envuelta.

-Esto -repuso, mostrando dos filas de hermosos dientes, tan blancos y tan iguales que me dieron envidia-, ¡esto es un queso!

-¡Un queso!

-Sí, mi amo, y se lo manda el general a su mercé para que lo coma en nombre de su ahijada, la niña María.

Y esto diciendo, desenvolvió el queso y lo puso en mis manos.

-Dile a mi hermano que le doy las gracias -le dije, y haciéndole una indicación con la mano, agregué-: ¡vete!

Obedeció, y él, que estuvo a cierta distancia, me preguntó con malicia:

-¿Quiere su mercé que vuelva con el instrumento?

Le contesté con un caracú que estaba a mano, en medio de una explosión de risa de los circunstantes.

-Y está de baile -dijo Calixto.

-¿De baile? -le pregunté.

-Sí, mi Coronel.

-¿Y dónde hay baile?

-Allí, en un toldo -dijo señalándolo.

-Pues, probemos el queso, tomemos el café y vamos a ver el fandango, aunque haya acordeón y negro.

Despachamos todo, mandé a Calixto a averiguar a qué hora era el baile y volvió diciendo que ya iban a empezar.

Dejamos el fogón y nos fuimos a ver la fiesta.

Era lo único que me faltaba.

Mi reloj marcaba las cuatro, las cuatro de la tarde, bien entendido. Los indios, más razonables que nosotros, duermen de noche y se divierten de día.

Esta costumbre tiene una ventaja sobre la usanza de la civilización: no hay que pensar en luminarias de ningún género, ni en velas, ni en kerosene, ni en gas.

El baile era de varones y al aire libre.

En aquellas tierras, las mujeres no tienen sino dos destinos: trabajar y procrear.

No me atrevo a decir, si a este respecto los indios andan más acertados que nosotros.

Pero considerando los infinitos desaguisados que acontecen y presenciamos de enero a enero, con motivo de la mescolanza de sexos; las mujeres que abandonan sus maridos, los maridos que olvidan sus mujeres, las reyertas por celos, los pleitos por alimentos, los divorcios, los raptos voluntarios de inocentes doncellas, hechos desconocidos en Tierra Adentro, considerando todo esto, decía, lo cierto es que nuestra civilización es un asunto muy serio.

¡Con razón se predica tanto contra el baile!

Yo comprendo la indispensable necesidad que un hombre de Estado tiene de saber bailar. Porque, como decía Molière por boca de uno de sus personajes, cuando se dice que un ministro ha dado un mal paso, es porque no ha aprendido la danza, con lo cual el maestro de este arte le probaba al del florete la superioridad del baile sobre la esgrima.

Pero no comprendo la necesidad de que un médico o un abogado bailen. Por supuesto que los indios, comprendiendo que bailar es un ejercicio, que a la vez obra sobre el sistema nervioso de una manera furtiva, conviene a la higiene del cuerpo; porque despierta el apetito y contribuye al desarrollo de la musculatura, les permiten a sus mujeres bailar solas de vez en cuando, reservándose ellos la parte que más adelante se verá.

El salón de baile, o mejor dicho, la arena, tendría unas cuarenta varas de circuito.

Imagínate la era de trillar las mieses; rodeada de palos a modo de corral; ponle con el pensamiento, Santiago amigo, un mogote de tierra en el centro como de dos varas de diámetro y una de alto y tendrás una idea de lo que he intentado describir.

Los concurrentes estaban colocados alrededor del círculo del lado de afuera.

Aquí viene bien hacer notar que los indios en materia de coreografía son menos egoístas que nosotros.

Ellos bailan para divertir a sus amigos; nosotros por divertirnos nosotros mismos.

Para divertirnos viendo bailar, tenemos que gastar nuestro dinero. Es otro inconveniente de la civilización.

La música instrumental consistía en unas especies de tamboriles; eran de madera y cuero de carnero y los tocaban con los dedos o con baquetas.

El baile empezó con una especie de llamada militar redoblada. Oyéronse unos gritos agudos, descompasados, y cinco indios en hilera se presentaron haciendo piruetas acancanadas.

Venían todos tapados con mantas.

Entraron en la arena, dieron unas cuantas vueltas al son de la música, alrededor del mogote de tierra, como pisando sobre huevos, de repente arrojaron las mantas y se descubrieron.

Se habían arrollado los canzoncillos hasta los muslos, la camisa se la habían quitado; se habían pintado de colorado las piernas, los brazos, el pecho, la cara; en la cabeza llevaban plumas de avestruz en forma de plumero, en el pescuezo collares que hacían ruidos y las mechas les caían sobre la frente.

Las mantas las arrojaron sin hacer alto, sacudieron la cabeza, como dándose a conocer, y empezó una serie de figuras, sin perder los bailarines el orden de hilera.

Mareaba verlos girar en torno del mogote, agitando la cabeza a derecha e izquierda, de arriba abajo, para atrás, para adelante, se ponían unos a otros las manos en los hombros excepto el que hacía cabeza, que batía los brazos; se soltaban, se volvían a unir formando una cadena, se atropellaban, quedando pegados como una rosca; se dislocaban, pataleaban, sudaban a mares, hedían a potro, hacían mil muecas, se besaban, se mordían, se tiraban manotones obscenos, se hacían colita; en fin, parecían cinco sátiros beodos, ostentando cínicos la resistencia del cuerpo y la lubricidad de sus pasiones.

El aire de las evoluciones determinaba el compás del tamborileo, que de cuando en cuando era acompañado de una especie de canto ora triste, ora grave, ora burlesco, según lo que la infernal cuadrilla parodiaba.

Quince fueron los que bailaron, en tres tandas; la concurrencia guardó el mayor orden; no aplaudía, pero se comía con los ojos a los bailarines.

Aquello era un verdadero Alcázar lírico en plena Pampa.

Sin mujeres, sin garçons , sin mesa de mármol, sin limonada gaseosa y otras yerbas.

Le hallé la ventaja de la entrada gratis.

Cerca de dos horas duró la farsa; se ponía el sol cuando yo volvía a mi fogón, harto de gestos, alaridos y tamboriles.

Mi buena estrella quiso que el negro del acordeón no formara parte de la orquesta.

Se hizo de noche, y como estuviese fresco, me guarecí tras de mi rancho, dándole la espalda al viento.

En el acto brilló el fogón.

A la luz de su lumbre me contaron cómo bailan las chinas.

En un local como el que ya describí, pintadas y ataviadas, entran quince o veinte; se toman las manos, hacen una rueda, y comienzan a dar vueltas alrededor del mogote, ni más ni menos que si jugaran a la ronda catonga.

Los concurrentes entran en el recinto del baile, y al pasar las chinas por delante de ellos les hacen una porción de iniquidades, hasta que no pudiéndolas soportar deshacen la rueda y se escapan por donde pueden.

Francamente, en este detalle encuentro a los indios menos civilizados que nosotros, aunque hay ejemplos en las crónicas policiales de caballeros que durmieron bajo las llaves de la alcadía por tener las manos demasiado largas en los atrios de las iglesias.

El efecto de esos abusos y licencias de los indios con las chinas cuando bailan, hace que ellas se abstengan de la inofensiva diversión, lo que prueba que en todas partes la mujer es igual.

Perdona todo, menos que la maltraten.

Yo les hallo muchísima razón, aunque declaro que ellas, sin maltratarnos, abusando de sus ventajas, suelen tratarnos mal.