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Vidas paralelas: Publícola

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Habiendo sido Solón un varón tan aventajado, pongamos en paralelo con él a Publícola, para quien el pueblo romano inventó después este nombre, llamándose antes Publio Valerio. Parece que era descendiente de aquel Valerio antiguo, que fue principalmente causa de que los Romanos y Sabinos, de enemigos que eran, no hiciesen en adelante más que un solo pueblo; porque él fue quien más se esforzó en persuadir y reconciliar a los dos reyes. Teniendo, pues, Valerio deudo de parentesco con éste, como decimos, era además, dominando todavía los reyes, hombre distinguido por su palabra y por su riqueza; y como de aquella hubiese hecho siempre un recto y decidido uso en apoyo de lo justo, y ésta la hubiese empleado liberal y caritativamente en socorro de los menesterosos, no podía dudarse que si llegaba a establecerse democracia figuraría entre los primeros. El pueblo aborrecía ya y sufría con repugnancia a Tarquino el Soberbio, que ni entró a reinar con derecho, sino ilegítima e infaustamente, ni se portaba conforme a su dignidad, sino con injusticia y tiranía, y para desobedecerle tomó ocasión del suceso de Lucrecia, que habiendo sido violentada se quitó la vida. Entonces, siendo Lucio Bruto el que principalmente dirigió esta mudanza de gobierno, el primero a quien acudió fue Valerio; y habiéndole hallado muy pronto a auxiliarle, expelieron a los reyes. Y mientras se estuvo en la opinión de que el pueblo nombraría en lugar del rey un solo caudillo, permaneció Valerio en tranquilidad, considerando que la autoridad era razón recayese en Bruto, que había sido el establecedor de la libertad. Llevándose luego mal el nombre de rey, y formándose el concepto de que el pueblo sufriría con menos disgusto una autoridad dividida, como éste se inclinase a que los jefes fuesen dos, y así lo expresase, concibió esperanza de que sería elegido y llamado juntamente con Bruto. Mas se llevó chasco, porque, contra la voluntad de Bruto, fue elegido Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, que en virtud no hacía ventaja a Valerio, sino que los de mayor influjo, temiendo a los reyes, que afuera no cesaban de maquinar, y en la ciudad tentaban los medios de corromperla, pensaron en poner por caudillo al más decidido de sus enemigos, como que de ningún modo cedería.

Irritado Valerio de que no se le creyese capaz de exponerse a todo en bien de la patria, porque en particular ningún mal había recibido de los tiranos, se retiró del Senado, abandonó los pleitos y absolutamente se retrajo de los negocios públicos; tanto, que dio ocasión a muchos de que hablasen y entrasen en cuidado, no fuera que, llevado de su enojo, se hiciera del partido de los reyes y trastornara el estado de la República, y la República misma, todavía mal segura. Mas como de allí a poco, teniendo Bruto recelo de otros, ordenase que el Senado hiciera juramento con ofrecimiento de víctimas, señalado día para él, bajó Valerio a la plaza sobremanera alegre, y habiendo sido el primero a jurar que en nada cedería o condescendería con Tarquino, sino que pelearía contra él con todo su poder en defensa de la libertad, dio con esto mucho placer al Senado y grande ánimo a los magistrados. Confirmó muy luego este juramento con las obras; porque habiendo venido mensajeros de parte de Tarquino, trayendo cartas halagüeñas para el pueblo, y proposiciones moderadas, con las que intentaban seducir a muchos, diciendo en nombre del rey que ya pensaba de otro modo, y no quería sino lo que era muy puesto en razón, los cónsules eran de parecer de que éstos fuesen presentados al pueblo; pero Valerio no lo consintió, antes se opuso e impidió que con su presencia y palabras se diese ocasión y pretexto para mudanzas a la gente pobre, a quien más sensible se hace la guerra que la tiranía.

Vinieron, después de éstos, otros mensajeros, diciendo que Tarquino se desistía del reino y se apartaba de hacerles guerra, pidiendo únicamente sus bienes y haciendas, y las de sus amigos y domésticos, para que tuvieran con qué vivir en su destierro. Inclinándose muchos a ello, y sosteniéndolo Colatino, Bruto, hombre intrépido y pronto a la ira, corrió a la plaza, tratando a su colega de traidor que quería proporcionar medios de guerra y tiranía a aquellos a quienes aun sería reprensible conceder algún viático para que se retirasen. Reunidos los ciudadanos, el primero Cayo Minucio, hombre entonces particular, habló al pueblo, y animando a Bruto y exhortando a los Romanos, que miraran les dijo ser más conveniente que aquellos bienes hicieran la guerra a los tiranos, que no que a éstos les sirviesen contra ellos mismos. Con todo, pareció a los Romanos que conseguida la libertad, que era por lo que peleaban, no debían desechar la paz por los dineros, sino más bien arrojar éstos de la ciudad juntamente con los tiranos. Mas Tarquino de lo que menos trataba era de los bienes; su demanda tenía más bien el objeto de tantear al pueblo y solicitar a la traición, lo que ejecutaban muy bien los mensajeros, deteniéndose bajo el pretexto mismo de los bienes, con decir que unos los volvían, con otros se quedaban, renunciaban a otros, hasta tanto que corrompieron dos de las casas de los llamados prohombres, la de los Aquilios, que tenía tres senadores, y la de los Vitelios, que tenía dos. Todos éstos por la madre eran sobrinos del cónsul Colatino; y los Vitelios tenían otro particular parentesco con Bruto, porque éste estaba casado con una hermana de los Vitelios, de la que tenía muchos hijos. A dos de éstos, los más adelantados en edad, con quienes además del parentesco tenían también amistad, los sedujeron los Vitelios y los movieron a tomar parte en la traición y a que se enlazaran con el linaje ilustre de los Tarquinos, y se elevaran a regias esperanzas, separándose de la locura y dureza de su padre: llamando dureza a su inflexibilidad para con los malvados, y apellidándole de loco, porque largo tiempo, a lo que parece, se había valido de aquella ficción para su seguridad con los tiranos, y hasta no tenían aprensión del sobrenombre que por ello llevaba.

Luego que hubieron ganado a estos jóvenes y que hablaron sobre ello con los Aquilios, resolvieron hacer un abominable juramento, que fue matando un hombre libar con su sangre y poner la mano sobre sus entrañas. Dirigiéronse después a la casa de los mismos Aquilios, la cual, como entonces lo habían menester para lo que meditaban ejecutar, estaba en paraje solitario y reservado. No echaron de ver a un esclavo llamado Vindicio, que se escondió dentro de ella, no con designio de observarlos o porque hubiese rastreado algo de lo que se tramaba, sino que hizo la casualidad que se hallase allí, y advirtiendo que iban con apresuración, temeroso de que le viesen, se echó en el suelo, poniendo delante de sí un cajón que allí estaba; de manera que pudo ver todo lo que se hacía y oír lo que se trató. Determinaron, pues, dar muerte a los cónsules, y escribiendo una carta para Tarquino, en que se lo participaban, la entregaron a los mensajeros, los cuales habitaban allí mismo, siendo huéspedes de los Aquilios, y se habían hallado presentes al acto de la conjuración. Luego que hecho esto se retiraron, saliendo Vindicio, no creyó que debía contentarse con saber él sólo lo que ocurría; pero estaba en gran perplejidad, pareciéndole muy duro, como lo era, acusar a unos hijos ante su padre Bruto, o a unos sobrinos ante su tío Colatino; y de particulares no tenía ninguno por seguro para tan grandes arcanos. Mas pudiendo antes avenirse a todo que a callar, estimulado de la conciencia de tal atentado, resolvió dirigirse a Valerio, incitándole a ello principalmente la popularidad y humanidad de éste, por ser un hombre siempre afable con cuantos a él acudían, que para todos tenía abierta su casa, y nunca negó a los desvalidos o el habla o sus beneficios.

Luego que subió a verse con Valerio y le enteró de todo, hallándose allí presentes sólo su hermano Marco y su mujer, asombrado y temeroso Valerio, lo que hizo fue no dejar salir a Vindicio, sino que le encerró en una habitación, poniendo por guarda en la puerta a su mujer; y mandando a su hermano Marco que ocupase el palacio real, aprehendiese, si le era posible, las cartas, y tuviese en custodia la domesticidad, él mismo con muchos de sus clientes que allí se hallaban, y gran número de esclavos, se encaminó a casa de los Aquilios, que no estaban en ella. Por lo mismo, no hallándose nadie prevenido, atropelló por las puertas, y dio con las cartas, que se habían quedado donde los mensajeros las recibieron y envolvieron. Mientras estaba en esto, venían los Aquilios corriendo, y trabándose pelea en las mismas puertas, procuraban recobrar las cartas; mas los otros se defendían, y echándose la ropa al cuello, a fuerza y con dificultad dando y recibiendo empujones, por callejuelas fueron a salir a la plaza. Otro tanto sucedía en el palacio real, habiendo aprehendido también Marco otras cartas que estaban dispuestas para mandarse, y arrastrando hacia la plaza a cuantos le era posible de los domésticos del rey.

Luego que los cónsules apaciguaron el tumulto, y que Valerio dio orden de que se trajese a Vindicio de su casa, entablada la acusación, se leyeron las cartas, sin que los acusados se atreviesen a replicar ni una sola palabra. En todos fue muy grande la consternación y el silencio: algunos, en obsequio de Bruto, propusieron el destierro, y concurrieron a dar alguna esperanza, Colatino, con no poder contener las lágrimas, y Valerio, con callar; pero Bruto, llamando por sus nombres a sus hijos: “Ea, Tito- dijo-, y tú Tiberio, ¿por qué no os defendéis de la acusación?” Como nada respondiesen, preguntados tres veces, entonces, vuelto a los lictores: “Aquí nadie tiene ya qué hacer- les dijo- sino vosotros”. Echando, pues, mano a los jóvenes, rasgáronles las ropas, atáronles las manos a la espalda, y con varas hirieron sus cuerpos, no pudiendo los demás ver semejante espectáculo, ni teniendo corazón para ello; mas de Bruto es fama que no volvió sus ojos a otra parte, ni por compasión hubo mudanza en la iracundia y severidad de su semblante, sino que se mantuvo mirando con fiereza hacia los hijos mientras se les castigaba, hasta que los lictores los derribaron en el suelo, y con la segur les cortaron la cabeza. A los demás los puso bajo la potestad de su colega, con lo que se levantó, y se fue: habiendo ejecutado un hecho que ni se niega a ser alabado extraordinariamente si se quiere ni tampoco a ser reprendido; porque o lo sublime de su virtud elevó el alma hasta hacerla impasible, o la vehemencia del enojo la condujo a una completa insensibilidad: uno y otro es grande y fuera de lo humano, lo primero como cosa divina, y lo segundo de fieras; pero más justo es inclinarnos en nuestro juicio a la obra de tan gran varón, que no rebajar de mérito tanta virtud con nuestra pequeñez, pues los Romanos mismos opinan que no hizo tanto Rómulo en fundar la ciudad como Bruto en establecer y consolidar tal gobierno.

Retirado de la plaza Bruto, por largo rato ocupó los ánimos la sorpresa, el pasmo y el silencio, con motivo de lo que acababan de presenciar; y, en tanto, los Aquilios, que empezaban a fundar esperanzas en la blandura y duda de Colatino, pedían se les diera tiempo para defenderse, y que les fuera entregado Vindicio, que era su esclavo, y no correspondía estuviese en manos de otros. Iba ya a concederlo y a disolver con esto la junta; pero Valerio ni se prestó a que se entregara Vindicio, que estaba bien guardado por toda su gente, ni permitió que el pueblo se retirase abandonando los traidores; antes les echó mano, y empezó a llamar a Bruto, y a decir a gritos que Colatino obraba con la mayor injusticia, pues que habiendo puesto a su colega en la precisión de dar muerte a sus propios hijos, creía serle lícito agradar a unas mujeres con los traidores y enemigos de la patria. Enfadado con esto el cónsul, y mandando que le presentaran a Vindicio, los lictores, atravesando por la muchedumbre, llegaron a echarle mano, y empezaron a herir a los que intentaban quitársele; pero los amigos de Valerio corrieron a defenderlos, y el pueblo clamaba pidiendo que se presentase Bruto. Retrocedió, pues, y volvió a la plaza, y habiendo impuesto silencio, dijo que para sus hijos no se había necesitado de más juez que él mismo; pero que en cuanto a los otros dieran su voto los ciudadanos libres, y que el que quisiese hablase y persuadiese al pueblo. No hubo necesidad de tales persuasiones, pues que, hecha la votación, fueron condenados por todos los sufragios, y se les cortó la cabeza. Colatino, además de tener contra sí, según se echaba de ver, alguna sospecha por su parentesco con los reyes, incomodaba con el segundo de sus nombres, siendo mirado con abominación el de Tarquino; así, en vista de estos sucesos, teniendo por enteramente decaída su opinión, voluntariamente hizo dimisión del mando, y salió de la ciudad. Tuviéronse en seguida los comicios, y Valerio fue elegido Cónsul con grande aplauso, recibiendo un premio digno de su ardiente patriotismo. Creyó justo que de él alcanzase a Vindicio alguna parte, e hizo decretar que él fuese el primer liberto que gozase los derechos de ciudadano romano, votando en la curia que quisiese elegir. A los demás de esta condición, tarde y después de mucho tiempo, les concedió este derecho de votar Apio, que tiraba a ganarse la muchedumbre; y la manumisión o libertad completa aun hoy se llama Vindicta, según dicen, de este Vindicio.

En consecuencia de esto se dio permiso a los Romanos para que se apoderaran de los bienes de todos los de la familia real, y el palacio y accesorias fueron echados por tierra. Poseía Tarquino la parte más preciosa del Campo de Marte, y ésta la consagraron al dios. Hacía la casualidad que acababa entonces mismo de segarse, y estando todavía sin levantar los haces, no creyeron que era cosa de trillarlos o de hacer uso alguno de aquella mies por estar consagrada; por tanto, sin más detención, fueron y la echaron en el río. Cortaron también los árboles, e hicieron otro tanto, ofreciendo al dios un campo enteramente vacío e infructífero. Amontonadas y enredadas tantas cosas unas con otras, no pudo la corriente llevarlas lejos, sino que quedaron donde las primeras fueron acumulándose y cayendo sobre firme. No teniendo luego salida las demás cosas que arrastraba el río, sino deteniéndose y enredándose de la misma manera, tomó cuerpo aquel conjunto y echó raíces, aumentado con la misma corriente; porque ésta acarreaba mucho barro, el cual, estancado allí, le daba alimento y enlace a un mismo tiempo; y los golpes no lo desunían, antes con herir blandamente iban recogiéndolo todo y amontonándolo en un punto. Así la magnitud de lo reunido en el primer movimiento atrajo otra multitud, y con los acarreos del río llegó a formarse un campo. Todo esto es ahora una isla sagrada al frente de la ciudad, la que contiene templos de los Dioses y calles para pasear, llamándose en lengua latina la isla de entre los dos puentes. Algunos refieren que esto sucedió, no cuando se consagró el campo de Tarquino, sino mucho tiempo después, cuando Tarquinia consagró otro campo confinante con aquel. Era Tarquinia una virgen sagrada del número de las Vestales. Tuvo grandes honores, de los cuales fue uno el que sola ella entre todas las mujeres fuese admitida a ser testigo; y habiéndosele, decretado el que pudiera abrazar el estado del matrimonio, no lo aceptó; así dicen que pasó esta fábula.

Desesperanzado Tarquino de recobrar por traición la autoridad, acudió a los Tirrenos, que tomaron su causa con ardor, y le restituían con grandes fuerzas. Conducían contra ellos los cónsules a los Romanos, y los formaron en dos lugares sagrados, de los cuales el uno, se llamaba la selva Arsia, y el otro el prado Esuvio. Cuando estaban para venir a las manos, Arrón, hijo de Tarquino, y el cónsul romano Bruto, viniéndose el uno para el otro, no por acaso, sino movidos de la enemistad y la ira, el uno como contra un tirano y enemigo de la patria, y el otro para vengarse del destierro, dieron rienda a los caballos, y chocándose con más ira que juicio, no atendieron a cuidar de sus personas, y recíprocamente se mataron. Empezada con tan malos auspicios la pelea, no fue su fin más dichoso, sino que causando y recibiendo iguales daños ambos ejércitos, los separó una tormenta. Estaba Valerio en gran conflicto, no sabiendo cuál era el término de la batalla; porque veía a los soldados muy desalentados por los muertos que habían tenido, y engreídos al mismo tiempo por los muchos que también había tenido el enemigo; ¡tan dudosa e igual venía a ser la mortandad en cuanto al número!, sino que a cada uno le confirmaban más en la idea de la derrota los muertos propios que veía, que no en la de la victoria los enemigos que sólo conjeturaba. Venida la noche, cual correspondía que fuese para los que tales habían quedado de la batalla, cuando ya los reales estaban en reposo, se dice que se conmovió la selva, y que de ella salió una voz grande, que dijo haber muerto uno más de los Tirrenos que de los Romanos. Debía de haber algo de divino en aquella voz, porque al momento de oída clamaron éstos, alentados y fortalecidos; mas los Tirrenos, poseídos del miedo y turbación, salieron huyendo de sus reales, y se dispersaron los más; y a los que quedaron, que vendrían a ser unos cinco mil, cayendo sobre ellos los Romanos, los pasaron a cuchillo, y saquearon cuanto había. Contados los muertos, se halló ser los de los enemigos once mil y trescientos, y otros tantos los de los Romanos, menos uno. Refiérese que se dio esta batalla un día antes de las calendas de Marzo, y por ella triunfó Valerio, primero entre los cónsules, en carroza de cuatro caballos, pompa que ofreció una vista majestuosa y magnífica, más bien que fastuosa, y desagradable a los que la presenciaron, como lo han pretendido algunos; porque no hubiera sido tan envidiada ni habría excitado su fama una ambición tan duradera. Fue aplaudido también por los honores que tributó al colega en el acompañamiento funeral, y en la sepultura; y pronunció asimismo su elogio fúnebre, el cual fue tan gustoso y grato a los Romanos, que de allí quedó el uso de que en los funerales de los varones señalados e ilustres pronunciasen su elogio los que gozaban de más opinión. Dícese haber sido este elogio fúnebre más antiguo todavía que los de los Griegos, a no haber sido una de las instituciones de Solón, como pretende el orador Anaxímenes.

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Por lo que principalmente estaban incomodados y malcontentos con Valerio era porque Bruto, con ser así que el pueblo le apellidaba padre de la libertad, nunca permitió mandar solo, sino que tomó colega por dos veces; mas éste (decían), amontonándolo todo en sí, no es heredero del consulado de Bruto, al que en nada se parece, sino de la tiranía de Tarquino; porque ¿de qué sirve con las palabras celebrar a Bruto, e imitar a Tarquino en las obras, saliendo en público solo con las fasces y las segures de una casa de tanta magnitud, cual no fue nunca la del rey, que echaron por el suelo? Y en realidad Valerio habitaba con sobrada magnificencia en la llamada Velia una casa que dominaba la plaza, y desde cuya altura se veía todo, siendo por otra parte de difícil y agria subida; de manera que al verle bajar se hacía notar mucho aquel aire y aquel aparato de una pompa regia. Mas él hizo ver en sí cuán apreciable es tener en el mando y en los grandes negocios unos oídos que reciban mejor la franqueza y verdad, que no la lisonja y adulación; porque habiendo oído que era generalmente motejado, advirtiéndoselo así sus amigos, no lo llevó a mal o se enfadó por ello, sino que al punto, llamando muchos operarios, en una sola noche derribó su casa, y la echó enteramente a tierra; de modo que a la mañana los Romanos, parándose a aquel espectáculo, celebraban y admiraban por una parte la magnanimidad de tan esclarecido varón, y por otra se dolían de ver echada al suelo por envidia tan hermosa casa, que parecía muerte de hombre injustamente condenado; y que el cónsul estaba reducido, por no tener hogar, a habitar de prestado. Porque los amigos hospedaron a Valerio hasta que el pueblo le dio solar, en el que edificó una casa mas reducida que la otra, donde existe ahora el templo que se llama de Vica pota. Queriendo, además, no sólo hacerse a sí mismo en vez de temible afable y bien quisto, sino también a la autoridad que ejercía, quitó de las fasces las segures, y al presentarse en los comicios rendía e inclinaba las fasces al pueblo, haciendo este reconocimiento de la autoridad democrática; lo que hasta el día de hoy observan los cónsules. Equivocábanse los más creyendo que con esto desautorizaba su persona, siendo así que con esta moderación destruía y apartaba de sí la envidia; y lejos de perder, ganaba en autoridad, sujetándosele el pueblo con gusto y obedeciéndole de buena voluntad; así es que le dieron el nombre de Publícola, que significa respetador del pueblo, nombre que prevaleció sobre los que antes tenía, y del que ya usaremos en lo que resta por escribir de esta Vida.

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Consintió que del consulado participaran y se presentaran a pedirlo cuantos quisieran; pero antes de la elección de un colega, no sabiendo lo que sucedería, y temiendo que se le opusiese o por envidia o por ignorancia, quiso proceder sólo al establecimiento de sus mejores y más saludables leyes. En primer lugar, completó el Senado, que estaba muy falto, porque unos habían muerto bajo el poder de Tarquino y otros después en la guerra, diciéndose que los que nombró fueron ciento sesenta y cuatro. Publicó luego las leyes, de las cuales las que más poder dieron a la muchedumbre fueron: la primera, la que permitió al reo apelar de la sentencia de los cónsules al pueblo; segunda, la que mandó que el que recibiese autoridad que no le hubiese conferido el pueblo, muriera por ella; y tercera, después de éstas, con la que vino en auxilio de los pobres, la que libró de tributo a los ciudadanos, haciendo que todos se aplicaran a los oficios con mayor anhelo. La que se estableció contra los desobedientes a los cónsules no pareció menos popular ni menos hecha en beneficio de la muchedumbre contra los poderosos: imponía, pues, por pena de la desobediencia la multa del valor de cinco bueyes y de dos ovejas. Era el valor de una oveja diez óbolos, y ciento el de un buey, corriendo poco entonces el dinero entre los Romanos, siendo las ovejas y demás ganado su principal riqueza; por esta causa aun ahora a la hacienda, del nombre de las reses, la llaman peculio, y en las monedas grababan en lo antiguo un buey, o una oveja, o un cerdo. Ponían también a los hijos nombres de Suilio, Bubulco, Caprario y Porcio; porque a las cabras las llaman capras y porcos a los cerdos.

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Habiendo sido acerca de las cosas dichas tan popular y moderado legislador, no guardó medida acerca de las penas, porque hizo ley para que sin necesidad de causar juicio se pudiera quitar la vida al que intentara usurpar la autoridad suprema, declarando libre y puro al matador con dar las pruebas o indicios de aquel atentado, pues así como no es posible que el que tales intentos trae entre manos engañe a todos, no es imposible que, sin engañar u ocultarse, se anticipe a la justicia, viéndose superior en medios; y por tanto, en odio de semejante maldad, concedió a quien se hallara en disposición el prevenir con la muerte un juicio a que el otro no daba lugar. Fue asimismo celebrado por su ley acerca de la cuestión; pues siendo indispensable que de sus bienes contribuyesen los ciudadanos para la guerra, y no queriendo tocar él mismo los caudales, o que los tocasen sus amigos, ni tampoco que entrasen en poder de ningún particular, señaló por erario o tesorería el templo de Saturno, el cual destino conserva todavía, y concedió al pueblo que nombrara dos tesoreros o cuestores de entre los jóvenes; habiendo sido los primeros nombrados Publio Veturio y Minucio Marco, y mucho el caudal que se recogió; porque fueron hasta ciento y treinta mil los alistados en el censo, sin los huérfanos y viudas, a quienes se perdonó la contribución. Hechos estos establecimientos, él mismo designó para su colega a Lucrecio, el padre de Lucrecia, a quien, correspondiéndole por más anciano el lugar más preferente, le dio las que se llaman fasces; y hasta nosotros se ha conservado a los más ancianos esta preeminencia de la vejez. Como al cabo de pocos días hubiese muerto Lucrecio, se tuvieron otra vez comicios, y fue elegido Marco Horacio, el que gobernó con Publícola lo que faltaba de aquel año.

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Movía por entonces segunda vez Tarquino la guerra en la Etruria a los Romanos, y se dice que sucedió un extraordinario portento. Reinando todavía Tarquino, tenía ya casi concluido el templo de Júpiter Capitolino, y bien fuese por vaticinio que se le hizo, o por movimiento y dictamen propio, encargó a unos artistas tirrenos de la ciudad de Veyos una carroza de barro, que había resuelto poner en el remate; y al cabo de poco perdió el reino. Pusieron los Tirrenos la carroza de cuatro caballos ya formada a cocer en el horno, y no sucedió lo que era natural sucediese con el barro, que era entrarse y contraerse, disipada la humedad, sino que se dilató y ahuecó, tomando tanto bulto y tanta consistencia, que aun quitada la cubierta del horno, y derribadas las paredes, hubo dificultad para sacarla. Juzgaron los adivinos que en aquello se encerraba un gran prodigio, y que anunciaba dicha y autoridad a aquellos en cuyo poder estuviese la carroza; por lo cual determinaron los Veyanos no entregarla a los Romanos que la reclamaban, y respondieron que pertenecía a Tarquino, y no a los que le habían desterrado. Pocos días después tenían los Veyanos carreras de caballos, y por lo demás todo pasó en ellas como es de costumbre en tales espectáculos; pero con el carro vencedor sucedió que apenas el carretero salió coronado del circo, cuando espantados los caballos, sin ninguna causa conocida, sino por algún impulso superior, o por buena suerte, dieron a correr a escape hacia Roma, llevándose al carretero. De nada le sirvió a éste tirarles de las riendas y darles voces, porque le arrebataron, teniendo que ceder y sujetarse al ímpetu, hasta que llegados al Capitolio, lo echaron allí a tierra junto a la puerta que ahora llaman Ratumena. Maravillados y temerosos los Veyanos con este acontecimiento, permitieron que la carroza se devolviese a los artistas.

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Este templo de Júpiter Capitolino fue voto de Tarquino el de Demarato, que ofreció edificarle estando en guerra con los Sabinos; pero le construyó Tarquino el Soberbio, hijo o nieto del que le votó. No llegó a dedicarle, sino que faltaba muy poco para concluirse cuando Tarquino fue desposeído. Luego que estuvo acabado y que se le adornó completamente, se encendió en Publícola el deseo de hacer su dedicación. Mirábanle con envidia muchos de los principales; y los demás honores que había alcanzado y parecían corresponderle como legislador y como general, no los miraban con tanto encono; pero éste teníanle por ajeno de él, y exhortaban e instaban a Horacio para que le moviese disputa sobre la dedicación. Habiendo, pues, tenido que salir Publícola a una expedición militar indispensable, decretando que fuese Horacio el dedicante, le subieron al Capitolio, como desconfiando de salir con su intento si aquel sobrevenía. Algunos dicen que, echadas suertes, a Publícola le cupo, muy contra su voluntad, la de ir al ejército, y al colega la dedicación; mas puede conjeturarse lo cierto por lo mismo que pasó en el acto de ésta. En los idus, pues, de Septiembre, que vienen a coincidir con el plenilunio del mes Metagitnión, congregados todos en el Capitolio, Horacio, después de imponer silencio y practicar las demás ceremonias, llegándose a las puertas, como es costumbre, pronunció las palabras establecidas para la dedicación; mas el hermano de Publícola, Marco, que hacía rato estaba también a la puerta esperando el momento oportuno: “Cónsul, gritó, tu hijo ha muerto de enfermedad en el ejército”. Causó esto pesadumbre a todos los circunstantes; pero Horacio, sin alterarse lo más mínimo, y no diciendo otra cosa sino, “echad el muerto donde quisiereis, pues yo no me abandono al llanto” llevó al cabo lo que de la dedicación le restaba. No era cierta la noticia, sino que Marco la había fingido para distraer a Horacio: con todo, es muy digna de elogio la serenidad del cónsul, bien se hubiese impuesto con rapidez del engaño, o bien se hubiese mantenido inalterable a tal nueva, dándole crédito.

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Parece que en cuanto a la dedicación tuvo el segundo templo la misma suerte: pues el primero que, como hemos dicho, habiéndolo construido Tarquino lo dedicó Horacio, fue en las guerras civiles pasto de las llamas; entonces levantó Sila el segundo, y en la inscripción de la dedicación se puso el nombre de Catulo, por haber Sila muerto antes. Destruido igualmente éste en los alborotos del tiempo de Vitelio, edificó el tercero Vespasiano, habiéndole seguido en esto la buena suerte que en todas sus cosas; porque habiéndole llevado desde el cimiento hasta su última perfección, logró verle concluido; pero habiendo perecido de allí a poco, no llegó a verle arruinado: en lo que fue tanto más feliz que Sila, que éste murió antes de la dedicación, y él antes de la ruina; porque al mismo tiempo de morir Vespasiano sucedió el incendio del Capitolio. Luego este cuarto de hoy fue construido y consagrado por Domiciano. Dícese que Tarquino gastó en los cimientos cuarenta mil libras de plata: de este que ahora vemos no habría particular ninguno que tuviese bastante hacienda para pagar solamente el dorado, que se dice haber costado más de doce mil talentos. Las columnas fueron cortadas en las canteras del monte Pentélico, siendo muy hermosas por la proporción de su grueso con la longitud, pues las vi en Atenas. Labradas y pulimentadas de nuevo en Roma, no ganaron tanto en lustre como perdieron en simetría, habiendo quedado más gastadas y delgadas de lo que convenía. Mas aquel que se maraville de la riqueza del Capitolio, que vea en el palacio de Domiciano un solo pórtico, o basílica, o baño, o habitación de las mancebas, y a manera de lo que Epicarmo escribió contra un hombre pródigo: No eres un bienhechor, sino un enfermo; gozas dando el dinero a manos llenas. podría aplicar una expresión semejante a Domiciano: no eres religioso mi magnánimo: estás enfermo, complaciéndote en hacer suntuosos edificios, y queriendo, como el otro Midas, que todas las cosas te se conviertan en oro y mármoles. Mas baste por ahora lo dicho sobre este punto.

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Tarquino, después de aquella gran batalla en que perdió el hijo que cuerpo a cuerpo peleó con Bruto, retirándose a Clusio, pidió socorro a Larte Porsena, hombre que entre los régulos de la Italia era el que tenía mayor poder, y que gozaba, además, la opinión de recto y amigo de gloria. Prometióle su auxilio, y lo primero que hizo fue requerir a los Romanos sobre que Tarquino fuese restituido; mas como éstos no le diesen oídos, denunciándoles la guerra, y tiempo y lugar para el combate, se encaminó a éste con poderoso ejército. Fue Publícola elegido segunda vez cónsul en ocasión de estar ausente, y con él Tito Lucrecio: regresando, pues, a Roma, y queriendo dar a entender que en ánimo se aventajaba a Porsena, fundó la ciudad de Sigluria, hallándose ya éste a poca distancia; y cercándola con murallas a grandes expensas, envió allá setecientos colonos, mostrando que no le daba gran cuidado la guerra. Invadidos repentinamente los muros de Roma, y acosados los centinelas por Porsena, dando éstos a huir, estuvo en muy poco que no introdujesen consigo en la ciudad a los enemigos. Acudió luego a las puertas Publícola en su socorro; y trabando batalla junto al río, contuvo a los enemigos, que con bastante tropa trataban de violentarlas, hasta que, herido gravemente, fue preciso que en brazos ajenos lo retirasen de la acción. Como después hubiese sucedido lo mismo a su colega Lucrecio, cayó en los Romanos el desaliento, y sólo por la fuga hacia Roma se salvaron. Persiguiéronlos los enemigos por el puente, y corrió el peligro Roma de ser tomada por armas. El primero Horacio Cocles, y luego con él otros dos de los más distinguidos, Herminio y Larcio, se pararon e hicieron cara en el puente. Dióse a Horacio la denominación de Cocles, porque perdió uno de los ojos en la guerra; aunque otros dicen que fue a causa de ser muy romo, y tener la nariz tan aplastada, que casi no había nada interpuesto entre ambos ojos, y las cejas estaban unidas, por lo que muchos dieron en llamarle Cíclope, y después, deslizándose la lengua, prevaleció entre la muchedumbre el llamarle Cocles. Éste, pues, parándose delante del puente, acuchilló a los enemigos, hasta que por la otra cabeza rompieron el puente los dos que con él se habían detenido. Entonces, arrojándose en el río armado como estaba, le pasó a nado hasta arribar a la otra orilla, aunque herido en una pierna con una lanza etrusca. Admirado Publícola de su valor, mandó por lo pronto a todos los Romanos que cada uno le contribuyese con la comida que consumía en un día, trayéndosela al punto; y después le distribuyó tanto campo cuanto en un día pudiese rodear con el arado. Además de esto, pusieron su estatua de bronce en el templo de Vulcano, consolándole con este honor la cojera que la herida le produjo.

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Estando Porsena sobre Roma, fue además afligida la ciudad con hambre, y otro ejército de Tirrenos salió por sí mismo a talar el país. Publícola elegido cónsul por tercera vez, aunque juzgó que no debía oponerse de otro modo a Porsena que estándose dentro del recinto y defendiéndole, salió contra los otros Tirrenos, y viniendo a las manos los derrotó, matando unos cinco mil de ellos. Lo sucedido con Mucio es referido por muchos y de muchas maneras: habré, sin embargo, de decir acerca de ello lo que pasa por cierto entre los más, y lo que yo mismo creo. Era hombre tenido por bueno en toda virtud, y en las artes de la guerra muy aventajado: puesto, pues, en celada con determinación de dar muerte a Porsena, se introdujo en su campo, vestido a la etrusca, y usando el mismo lenguaje. Internóse hasta el tribunal donde el rey estaba sentado; mas no conociéndole bien, y temiendo descubrirse si hacía alguna pregunta, desenvainó la espada y atravesó al primero que le pareció ser el rey entre todos los que con él estaban. Prendiéronle al punto por el hecho, e iban a castigarle; y habiendo allí un braserillo con fuego, el que habían traído para cierto sacrificio que había de hacer el rey, puso en el la diestra, y tostándose la carne, se estuvo mirando al rey de hito en hito con semblante firme e inalterable, hasta que asombrado éste lo dejó libre, y lo despidió del tribunal, volviéndole su espada, la que él tomó alargando para ello la mano izquierda; y de aquí dicen que se le originó la denominación de Escévola, que quiere decir zurdo. Dijo entonces que él había podido hacerse superior al miedo que Porsena quería infundirle; pero se veía vencido de su virtud: así que, movido de agradecimiento, indicaría lo que no se le habría arrancado por la fuerza: “Que trescientos Romanos- continuó-, con la misma determinación que yo tenía, discurren por tu campo, espiando la oportunidad; a mí la suerte me destinó a ser quien empezase, y no maldigo mi fortuna por haber errado respecto de un hombre virtuoso, y más digno de ser romano que no nuestro enemigo”. Al oír esto Porsena le dio crédito y quedó más dispuesto para tratar de paz; no tanto en mi entender por el miedo de los trescientos como prendado y maravillado del ánimo y virtud de los Romanos. A este joven le llaman todos Mucio Escévola, con los dos nombres juntos; pero Atenodoro el de Sandón, en su libro a Octavia, la hermana de César, dice que también se llamaba Opsígono.

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Publícola, a quien no era tan incómodo tener por enemigo a Porsena como le fuera grato tenerle por amigo y aliado, no rehusó someterse a su juicio en las cosas de Tarquino, antes con gran confianza acudió a él repetidas veces en acusación del más perverso de los hombres, que con la mayor justicia había sido arrojado del trono. Como Tarquino hubiese respondido con gran desenfado que nadie debía hacerse juez en tal negocio, y mucho menos Porsena, si siendo aliado mudaba de propósito, enfadado éste y abandonándole, a lo que se agregaron también los ruegos y oficios de su hijo Arronte en favor de los Romanos, se apartó de la guerra, bajo condición de que se desposeyesen del terreno que habían ocupado en la Etruria, de que dejasen en libertad a los prisioneros, a cambio de los tránsfugas. Dieron sobre esto en rehenes a diez mancebos y otras tantas doncellas de familias patricias, siendo una de éstas la hija de Publícola, Valeria.

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Hecho esto, cesó ya Porsena en todos los preparativos y aparato de guerra, fiado en los tratados: así, las doncellas bajaban a bañarse. Formaba en aquel lugar la orilla una ensenada que abarcaba el río, y hacía a la vista su curso sumamente sosegado y tranquilo. Mas como no viesen por allí ningún guarda, ni otra persona alguna que pasase o navegase, les vino el pensamiento de marcharse a nado por una corriente caudalosa y profundos remolinos. Refieren algunos que una de ellas, llamada Clelia, hizo la travesía a caballo, y que ésta fue la que movió y alentó a las otras jovencitas. Cuando puestas en salvamento comparecieron ante Publícola, no mostró maravillarse, y mucho menos alegrarse; antes lo llevó a mal, porque Porsena culparía su falta de fe; y lo que había sido yerro de las doncellas, lo atribuiría a maldad de los Romanos; por tanto, reuniendo otra vez las doncellas, las volvió a mandar a Porsena. Habíanlo entendido todo Tarquino y los suyos; así, poniéndose en celada contra los que acompañaban a las doncellas, los aguardaban al paso en no pequeño número. Defendiéronse éstos, y en tanto la hija de Publícola, Valeria, penetrando por entre los que combatían, pudo huir, y tres de sus criados huidos con ella la pusieron en salvo. En socorro de las demás, que no sin peligro quedaron entre los de la pelea, sobrevino prontamente Arronte, el hijo de Porsena, con noticia que de ello tuvo; y ahuyentados los enemigos, sacó de riesgo a los Romanos. Luego que restituidas las doncellas las tuvo Porsena en su presencia, inquiría cuál era la inventora y promovedora de aquel hecho, y al oír el nombre de Clelia, se la quedó mirando con semblante placentero y alegre, y mandando que trajesen uno de sus caballos ricamente enjaezado, se lo regaló; y de aquí toman argumento en su favor los que sostienen que sola Clelia pasó el río a caballo; diciendo otros que no fue así, sino que el rey tirreno hizo aquella honra singular a su espíritu varonil. Encuéntrase, como se va por la vía sacra al Palatino, una estatua suya ecuestre; la que, con todo, dicen algunos no ser de Clelia, sino de Valeria. Reconciliado Porsena con los Romanos, dio pruebas de benevolencia a la ciudad en otras muchas cosas; pero señaladamente en que, dando orden a los Tirrenos para que tomasen las armas solamente y nada más, dejando los reales como estaban llenos de víveres y de otros muchos efectos, hizo de todo presente a los Romanos; por lo cual todavía entre nosotros los que venden en almoneda bienes públicos pregonan primero los efectos de Porsena, guardando a este rey un monumento eterno de gratitud en este recuerdo. Existe también una estatua suya en bronce junto al Senado, y muy sencilla y antigua en su trabajo.

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Después de estos sucesos invadieron el país los Sabinos, y fueron elegidos cónsules Marco Valerio, el hermano de Publícola y Postumio Tuberto. Hubo hechos grandes y memorables, debidos al juicio y presencia de Publícola, y en su virtud salió Valerio vencedor en dos grandes batallas, de las cuales en la segunda, sin haber perdido ni un solo hombre los Romanos, murieron trece mil de los enemigos. Concediósele en premio, además de los triunfos, el que a expensas públicas se le edificase una casa en el Palatino. Abríanse entonces todas las puertas de las casas hacia adentro, y en esta sola se dispuso que sus puertas principales se abriesen hacia afuera, para que siempre apareciera algo de popular en ella, conforme al honor que a su dueño se había dispensado. Dícese que en Grecia estaban así dispuestas todas las casas, deduciéndolo de las comedias, porque en sus dramas los que van a salir dan golpes y hacen ruido por adentro en sus propias puertas, para que los que pasan o están parados junto a ellas lo sientan y no sean ofendidos al abrirlas hacia la calle.

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Al año siguiente fue elegido cónsul por cuarta vez Publícola, temiéndose nueva guerra, que de parte de los Sabinos y Latinos amenazaba. Conmovió a la ciudad al mismo tiempo cierta superstición, porque todas las mujeres que estaban encinta daban a luz partos a los que faltaba algún miembro, y ninguno salía perfecto y a su tiempo. Publícola, pues, conforme a los libros de las Sibilas, hizo sacrificio propiciatorio a los Dioses infernales, y restableció combates instituidos por la Pitia, con lo que puso a la ciudad más confiada en la asistencia divina; y luego volvió su atención al miedo más cierto, que venía de los hombres, porque eran grandes los preparativos y movimientos de los enemigos. Había entre los Sabinos un Apio Clauso, varón poderoso por su riqueza, muy señalado también por sus grandes fuerzas, y que tenía además, por la opinión de su virtud y su afluencia en el decir, un lugar muy preferente; mas con todo, no se libertaba de lo que acontece a todos los hombres grandes, que es tener envidiosos, y a los que de él lo eran les dio ocasión de que publicasen que con impedir la guerra hacía que las cosas romanas tomasen incremento para la tiranía y esclavitud de la patria. Enterado de estas voces, que eran oídas con gusto de la muchedumbre, y considerándose expuesto con los inclinados a la guerra, y con los que la profesaban, temía ser puesto en juicio; por otra parte, tenía entre sus amigos y parientes muchas manos que le defendiesen; rebelóse, pues, y esto era lo que causaba la detención y cuidado de los Sabinos en cuanto a la guerra. No solamente tomó Publícola por su cuenta enterarse del estado de estas cosas, sino el excitar también y promover la sublevación; y valiéndose de partidarios que allí tenía de su confianza, hizo que en su nombre tuviesen a Clauso este lenguaje: “Publícola te tiene en tal opinión de virtuoso y justo, que no cree hayas de querer causar el menor daño a tus ciudadanos, aunque ofendido y agraviado de ellos; mas si, deseando ponerte en salvo, quisieres pasarte y huir de los que te aborrecen en público y en particular, serás recibido de un modo digno de tu virtud y de la magnificencia de Roma”. Reflexionando muchas veces Clauso sobre esta propuesta, túvola por preferible al apuro en que se veía; y conferenciando sobre ella con los amigos, que atrajeron también a otros al mismo parecer, sublevó hasta unas cinco mil casas, con las mujeres e hijos, y trajo a Roma cuanto había más tranquilo y de más suave y reposadas costumbres entre los Sabinos, sabiéndolo antes Publícola, y recibiéndolos benigna y amistosamente cuanto fue posible. Porque a todas las familias les concedió los derechos de ciudad, y a cada uno le repartió dos yugadas en un campo junto al río Anio. A Clauso dióle veinticinco yugadas de tierra, y escribióle entre los senadores, siendo esta su primera autoridad, de la cual usó con prudencia, y llegó después a la mayor dignidad y poder, dejando en Roma la familia y linaje de los Claudios, que a ningún otro cede en esplendor.

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Traídas a este punto, con deserción de tantas familias, las cosas de los Sabinos, no por eso dejaron los demagogos de conmover y alborotar, vociferando no faltar más, sino que Clauso, lo que presente no había podido conseguir, que era el que no se vengasen de las ofensas recibidas de los Romanos, lo alcanzase entonces después de ser un tránsfuga y enemigo. Movieron, pues, con grande ejército, y acampándose junto a Fidenas, colocaron una partida, unos dos mil soldados de los pesadamente armados en sitios resguardados y barrancosos, con designios de que saliesen a la mañana temprano a merodear abiertamente algunos de a caballo. Habían encargado a éstos que luego que diesen vista a la ciudad se retirasen poco a poco, hasta atraer a los enemigos a la celada. Noticioso Publícola al punto de estas disposiciones por algunos tránsfugas, sin dilación acudió a todo, y distribuyó convenientemente sus fuerzas; porque su yerno Postumio Balbo salió ya la tarde anterior con tres mil infantes a ocupar y guardar las eminencias, bajo las cuales estaban emboscados los Sabinos; su colega Lucrecio, con las tropas más ligeras y más prontas que tenía la ciudad, se puso en paraje en que pudiera contrarrestar a los caballos destinados a hacer presas; y él mismo, llevando consigo las restantes tropas, se fue a cercar a los enemigos; y como por fortuna hubiese sobrevenido al mismo amanecer una espesa niebla, a un tiempo Postumio comenzó a dar voces, y se dirigió desde las alturas contra los emboscados; Lucrecio hizo que los suyos cargasen a la caballería avanzada, y Publícola cayó sobre los reales de los enemigos; así por todas partes los Sabinos llevaron lo peor, y fueron desbaratados. A los últimos, por de contado, como no se defendiesen, sino que echasen a huir, luego los pasaron a cuchillo los Romanos, habiendo contribuido a su ruina su misma esperanza, porque pensando los de cada parte que los otros se habían salvado, no curaban de defenderse ni de permanecer en sus puestos, sino que los de los reales corrían hacia los de la celada, y éstos hacia el campamento; así huyendo, daban de frente con aquellos mismos hacia quienes huían, y que necesitaban de ser socorridos en lugar de poder prestar el socorro que los otros esperaban. Y si no perecieron todos los Sabinos, sino que se salvaron algunos, se debió precisamente a la ciudad de Fidenas, que estaba inmediata, a la que al hacerlos prisioneros se acogían, especialmente del campamento. Cuantos no pudieron entrar en Fidenas, o perecieron, o fueron presentados vivos por los que los cautivaron.

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Este feliz suceso, por más que los Romanos estaban en la costumbre de hacer intervenir a la divinidad en las cosas de alguna importancia, creyeron que enteramente fue obra del general, y entre los mismos que se hallaron en la batalla se dijo desde luego que los enemigos habían llegado cojos y ciegos, y punto menos que muertos por Publícola al filo de sus espadas. Adelantó también mucho en riqueza la ciudad en esta ocasión con el botín y con los cautivos. Publícola, habiendo triunfado y entregado el mando a los cónsules que para sucederle se eligieron, al cabo de muy poco falleció, después de una vida colmada, hasta donde es dado aspirar, de todos los que se juzgan bienes y prosperidades. El pueblo, como si nada hubiera hecho por él durante su vida, sino que todavía le estuviese muy alcanzado en gratitud, decretó que a expensas públicas se diese sepultura a su cuerpo, llevando cada uno en su honor un cuartillo; y las matronas por sí mismas trajeron un año entero por tan esclarecido varón un luto tan honroso como envidiable. Sepultósele, por resolución de los ciudadanos, dentro del recinto de la población, hacia la llamada Velia, concediendo participar de la misma sepultura a su descendencia. Ahora no se entierra nadie en ella, y lo que hacen es llevar el cadáver a aquel punto, y depositándole en él, se le arrima un hacha encendida, retirándola luego, con lo que se da a entender que se tiene el derecho, pero se renuncia a aquel honor, y con esto luego se llevan el cadáver.