Covadonga
Nota: Se ha conservado la ortografía original.
Singular placer esperimenta el hombre en remontar el curso de los ríos hasta llegar á su origen y contemplar cómo una piedrezuela entorpece la marcha del humilde raudal que sustenta luego poderosas naves y desbarata sin esfuerzo los diques mas sólidamente construidos. Muy semejante es la satisfacción que nos proporciona el estudio del comienzo de los grandes imperios, y nuestra soberbia se goza en ver á la Roma de Augusto amamantándose en el seno de una loba, y á la España de Carlos V escondida en el hueco de una peña. En la cuna de los Estados se sorprende siempre el germen de sus cualidades distintivas y rasgos mas característicos.
Los historiadores hallarán en las diversas vicisitudes del Imperio Romano algo de la rapacidad de la nodriza de Rómulo y Remo, y en la monarquía de Isabel la Católica se distinguirá en todos tiempos la sencilla fe que animó á Pelayo en Covadonga.
¿Quién fue Pelayo? ¿A qué debe Covadonga su celebridad?
Podrán contestar hoy á estas preguntas el patán mas rústico, el niño que haya pisado una vez las aulas en España, y sin embargo, á estas preguntas responde con un silencio glacial, el único historiador contemporáneo de Pelayo y del levantamiento de Covadonga. Algunos críticos que pretenden ser mas sabios cuanto mas se apartan de las opiniones vulgares, fundados en el silencio de Isidoro de Reja, han creido que Pelayo es un mito, y Covadonga un paraje semifantástico semejante al palacio encantado de Toledo en que Rodrigo vio pintadas las gentes que habían de destruir la monarquía goda. Con todo, la existencia de Pelayo y la victoria por él obtenida contra los infieles son hechos completamente demostrados, no solo por la tradición, sino por los historiadores árabes de la época. El silencio del Pacense prueba solo que los escritores coetáneos no suelen apreciar debidamente la importancia de los sucesos que pasan delante de sus ojos.
El historiador que en sus ligeros apuntes omite el nombre de Pelayo y deja pasar inadvertido el levantamiento de Asturias, es el mismo que se detiene en pintar el estado tributario que á costa de vergonzosas paces y de indignas alianzas sostuvieron en la parte oriental de la Bética, Teodomiro y Atanagildo. Proclamado el primero sucesor de Rodrigo por los soldados que huyeron de la matanza del Guadalete, él era sin duda para Isidoro el eslabón que había de enlazar con los siglos venideros la cadena de la monarquía goda, y desdeñó quizás á los que, á modo de foragidos, levantaban en escondidas breñas el estandarte de la religión y la independencia. El primero, sin embargo, jamás será contado en el catálogo de nuestros reyes, y en él y fuera de 61 será imperecedero el nombre del segundo: el uno representa la debilidad, la política acomodaticia y de circunstancias; mientras que el otro es la personificación de la fe, del entusiasmo, de la verdad absoluta, intolerante y eterna.
En ese pintoresco valle de Covadonga, cerrado por tres montañas cubiertas de bosques seculares, por entre los cuales blanquean los peñascos y saltan espumosos los torrentes, formando cascadas estrepitosas que ensordecen y salpican al viajero: en esa cuenca abierta apenas al paso de los riachuelos que corren bulliciosos, ora bajo el dosel de los peñascos que avanzan la rugosa frente para mirarse en el espejo de las aguas cristalinas, ora bajo el toldo de los castaños cuyos retorcidos brazos se entrelazan de una orilla á otra; ahí estaba guardada el arca santa de la religión y la libertad, ahí estaba oculto el sacro fuego del amor patrio. Los próceres, los gardingos y tiufados confundidos en la desgracia con los bucelarios y siervos, huyendo mas que del alfanje mahometano, de los hierros de la esclavitud, buscaron á Pelayo, duque de Cantabria, consuelo y esperanza de todos.
Los grandes señores acostumbrados á las delicias de la corte de Toledo, tenian por palacio una cueva, para habitar; la cual habían desalojado á las fieras, por lecho el heno y las pieles no curtidas, por alimento la carne mal asada del venado y jabalí, por bebida el agua del torrente que mugía á los pies, por perfumes el humo de las teas y fogatas.
Con semejante vida su espíritu y su cuerpo se habían vigorizado á la par, No eran ya los visigodos cobardes y afeminados de Witiza; eran los dignos descendientes de aquella raza teutónica que vino á mezclar su sangre con la del Bajo Imperio para salvar la civilización europea; eran aquellos hijos del Norte que se apellidaban el azote de Dios, debiendo llamarse la Providencia Divina. La sencillez de las costumbres y la aspereza de vida, presta al alma las alas que cortó la molicie, el espíritu con alas se remonta, hacia Dios. tan naturalmente como la piedra desprendida busca el centro de la tierra.
En aquella cueva pululaban los obispos; y sacerdotes: ora con su blanca estringe, ora con la malla del guerrero: en los huecos de la peña habían depositado las reliquias que pudieron arrebatar de los templos antes que fuesen devorados por las llamas del implacable Musulmán: allí, pues, levantaron un tosco altar á la Virgen, allí ofrecían al Señor el sacrificio de la Hostia inmaculada. Eran sencillos, eran buenos, ¿qué les importaba ser pocos? El vicio les había perdido; la virtud debia salvarlos.
Los árabes ocupaban toda España: Covadonga era un escollo en medio de un océano de enemigos. Por temerario que fuese el empeño de resistir á las olas de aquel mar siempre creciente, para la fe nada hay imposible. Un año después de la batalla del Guadalete los cristianos vieron venir serenos un ejército formidable, decidido á concluir con ellos. Penetran las huestes musulmanas por los desfiladeros del valle; llegan al pié de la cueva, sale Pelayo al frente de algunos centenares, y el ejército infiel y su caudillo quedan allí sepultados.
¿Cómo sucedió este prodigio?
La crítica, no pudiendo retroceder ante la verdad histórica, dice: Confiados los árabes en la interminable serie de fáciles conquistas que en tan breve tiempo les habia hecho dueños del Imperio Godo, penetraron imprudentemente en aquellas breñas donde la caballería, arma principal de los hijos del Desierto, no solo les era inútil sino embarazosa. A cada paso que daban por la garganta del valle, se encontraban con un risco: volvían la cara, atrás, y el risco que habían salvado parece que se levantaba para cerrarles la huida. Llegan, por fin, al frente de Covadonga sin haber tropezado con un solo enemigo; y cuando se figuran que los españoles no se atreven á salir de la caverna, se ven acribillados por las saetas, heridos por las piedras, aplastados por las rocas que manos invisibles remueven de su eterno asiento y dejan caer rodando á la hondonada.
Pelayo, con la sagacidad del guerrillero español, no desmentida desde los tiempos de Viriato hasta nuestros días, habia emboscado su gente en los hayedos y castañares de las montañas. A una señal convenida se ven todas las cumbres coronadas de honderos y saeteros. El héroe se lanza entonces con la gente mas escogida, y blandiendo la temible frankisca, esparce la muerte por las haces ya desordenadas. No hay salvación posible: los que intentan retroceder encuentran obstruido el angosto desfiladero con los peñascos arrojados desde la cima por los robustos astures: los que quieren defenderse, se estrellan contra inaccesibles murallas de granito ó contra el hacha de dos filos de Pelayo. Solo asi se esplica una victoria tan completa, una mortandad tan horrorosa. La crítica discurre asi: la tradición es mas breve y sencilla: la batalla de Covadonga fue un milagro. La saeta despedida por el brazo del Musulmán, se volvia contra el corazón del que la habia disparado.
Si la victoria puede esplicarse naturalmente ó tenemos que recurrir á la milagrosa intervención del cielo, nó queremos disputarlo: á nuestro propósito basta consignar que sin esa fe sencilla en que se apoya la tradición, Covadonga seria boy todavía albergue de fieras, no la casa solar de nuestros reyes; los árabes y los moros continuarían dueños de España.
Atraídos por esta misteriosa voz de la tradición, los peregrinos han ido en todos tiempos á postrarse á los pies de una tosca imagen de la Virgen y a saludar los sepulcros de Pelayo y Alfonso I, incrustrados en las toscas paredes de la Santa Cueva.
Aparece esta en medio de una tajada peña: la boca es de unos cuarenta pies, el fondo de treinta. Forman el techo inclinado y desigual, caprichosos picos y seculares estalactitas, remedando los caprichos de la arquitectura árabe normanda. El piso es natural en el fondo; pero de la mitad hacia adelante lo compone un tablado que vuela atrevidamente sobre un precipicio de noventa pies de altura. El borde está defendido por un balconage de madera, que le da el aspecto de galería, en uno de cuyos estremos, álzase la capilla de la Virgen, donde apenas hay espacio para el altar, el sacerdote y el ayudante.
Es magnífico, sin embargo, el espectáculo que ofrece un pueblo arrodillado delante de esa pobre choza, cuando en ella se celebran los sagrados ritos. En aquel barranco cercado por todas partes de montañas gigantescas y enriscadas que elevan hasta las nubes sus desiguales picos, cubiertos de nieve la mayor parte del año; en aquellas faldas de vigorosa vegetación, en aquellas rocas y viejos edificios, tapizados de musgo y yedra, en aquel recinto, aislado al parecer del resto de la tierra, osténtase el altar de la Virgen suspendido sobre el abismo, como un nido de palomas. El torrente, brotando de lo interior de la cueva, se precipita en espumosa cascada debajo dé la capilla, como el caudal de mercedes que dispensa la Madre de Dios: la cueva ostenta toda su rústica grandeza y sus salvajes sinuosidades se desvanecen en lo oscuro del fondo, como sus recuerdos en el misterio de la antigüedad, y encima de la peña campea como una cúpula, la cumbre del monte Orandi, cuya denominación mas antigua es la Montaña de Santa María.
Cuando en 1777 las llamas devoraron el templo levantado en el sitio mismo que hoy ocupa la humilde capilla, Carlos III comisionó á su gran arquitecto Villanueva para construir en Covadonga un edificio digno de los reyes de España. Principió en efecto por hacer un pretil que conteniendo las aguas del torrente y dándoles conveniente salida, sirviese de basamento á la obra. Sobre este primer cuerpo, semejante á un alcázar, debia alzarse el panteón de Pelayo á la altura de la gruta, y encima de todo y cubriendo esta, la iglesia en forma de rotonda. Afortunadamente el clásico artífice no pasó del pretil que basta para acreditar la grandeza y osadía de su pensamiento, sin robar á las áridas miradas del peregrino que por vez primera penetra en el valle el anhelado aspecto e la venerada cueva.
Al pié de ella yace un pequeño monasterio que ahora sirve de colegiata. Su iglesia, ó mas bien capilla, dedicada á San Fernando, nada ofrece de notable escepto dos sepulcros bizantinos de personajes desconocidos.
En cuanto á las tumbas de Pelayo y Alfonso I de que hemos hablado mas arriba, aunque con inscripciones que no remontan mas allá del siglo XVI, conservan algunos restos que pudieran muy bien ser obra del siglo VIII. Consta que Alfonso se enterró allí: de Pelayo solo se sabe que fue sepultado en la cercana parroquia de Santa Eulalia de Velamia: si hemos de dar crédito á la tradición es preciso suponer que fue trasladado á la cueva teatro de su principal hazaña.
Todo es oscuro, todo misterioso en la existencia de ese personaje histórico cuya elevación, como dice un elegante escritor, cual la de ciertos picos culminantes, va en aumento con la distancia. De todas maneras es indudable que la fe y el amará la independencia que resplandecen en Covadonga, son el germen de todos los grandes hechos con que se ufana nuestra historia.