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Las metamorfosis: Libro V

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Las metamorfosis
de Ovidio
Libro V


Perseo y Fineo (1 - 235)

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     Y mientras estas cosas, de los cefenos en medio del grupo, de Dánae
 el héroe conmemora, de una bronca multitud los reales
 atrios se llenan, y el que unas conyugales
 fiestas cante no es su clamor, sino el que anuncie fieras armas,
 y en repentinos tumultos los convites tornados, 5
 asemejarlos a un estrecho podrías, al que, quieto, la salvaje
 rabia de los vientos removiendo sus ondas exaspera.
 Primero entre ellos, Fineo, de esa guerra el temerario autor,
 agitando un astil de fresno con cúspide de bronce:
 «Heme aquí», dice, «heme aquí de mi esposa antes de tiempo arrebatada vengador; 10
 y ni de mí a ti tus plumas, ni en falso oro tornado
 Júpiter te arrebatará». A él, que intentaba disparar, Cefeo:
 «¿Qué haces?», exclama, «¿Qué cabeza a ti, germano,
 enloquecido, te mueve a este delito? ¿No es por unos tan grandes méritos que esta gracia
 se devuelve? ¿Con esta dote la vida de la rescatada pagas? 15
 La cual a ti, no Perseo, la verdad si buscas, te quita,
 sino de las Nereidas el grave numen, sino el cornado Amón,
 sino el monstruo del ponto que de las entrañas venía
 a saciarse mías; en ese tiempo a ti arrebatada te fue,
 en el que a morir iba, a no ser que, cruel, esto precisamente 20
 exijas, que muera, y que tú con el luto te consueles nuestro.
 Claro que no bastante es que, tú mirando, haya sido desatada,
 y que ninguna ayuda tú, su tío o su prometido, le prestaste:
 ¿encima, de que por un otro haya sido salvada te dolerás,
 y sus premios le arrebatarás? Ellos si a ti grandes te parecen, 25
 de aquellos escollos donde fijos estaban los hubieses buscado.
 Ahora deja que quien la buscó, por quien no es huérfana esta vejez,
 se lleve lo que por sus méritos y con la voz se ha pactado, y que él
 no a ti, sino a una cierta muerte antepuesto fue, entiende».
 Él nada repuso, sino que tanto a él como a Perseo con rostro 30
 alternativo mirando, si acuda a éste ignora o a aquél,
 y demorándose brevemente, blandida con las fuerzas su asta
 cuantas la ira le daba, inútilmente, a Perseo le manda.
 Cuando quedó de pie ella en el diván, de los cobertores entonces por fin Perseo
 saltó y, esa arma devolviéndole, feroz, su enemigo 35
 pecho le hubiera roto si no tras los altares Fineo
 se hubiese ido, y, cosa indigna, a un maldito le fue de provecho un ara.
 En la frente, aun así, de Reto, no defraudada su cúspide se clavó,
 el cual, después que cayó y el hierro de su hueso fue arrancado,
 convulsiona, y asperja de sangre las puestas mesas. 40
 Entonces en verdad arde la masa en indómitas iras
 y sus dardos allí concentran, y hay quienes que Cefeo dicen,
 con su yerno, debe morir; pero del umbral de su morada
 había salido Cefeo, poniendo por testigos el derecho, la lealtad,
 y del hospedaje a los dioses, de que aquello con su prohibición se promovía. 45
     La bélica Palas asiste y protege con su égida a su hermano
 y le da ánimos. Había un indo, Atis, a quien de la corriente del Ganges
 una nacida, Limnee, bajo sus vítreas ondas había parido
 según se cree, egregio por su hermosura, que con su rico atavío
 él acrecía, todavía íntegro en sus dos veces octavos años, 50
 vistiendo clámide tiria, que una orla recorría
 áurea; ornaban gargantillas de oro su cuello
 y, rezumantes de mirra, un curvado pasador sus cabellos;
 él ciertamente, lanzándoles la jabalina, cosas, aun distantes,
 en atravesar docto era, pero en tender más docto los arcos. 55
 Entonces también a él, que con flexible mano doblaba los cuernos, Perseo
 con un palo que en medio puesto del ara humeaba
 lo derribó, y entre sus quebrados huesos confundió su cara.
 A él, cuando su alabado rostro agitando en la sangre
 el asirio lo vio Licabante, unidísimo a él 60
 y su compañero y de su verdadero amor no disimulador,
 después que al que exhalaba la vida bajo su amarga herida
 lloró, a Atis, esos arcos que él había tensado
 arrebató y: «Conmigo sean tus combates», dijo,
 «y no largo te alegrarás del hado de un muchacho, por el que más 65
 deshonra que gloria tienes». Esto todo todavía no
 había dicho: rieló de su nervio un penetrante dardo,
 y, evitado, aun así, de su ondulado vestido quedó colgando.
 Torna contra él su arpón, contemplado en la muerte de Medusa,
 el Acrisioníada, y lo entra en su pecho; mas él, 70
 ya muriendo, con ojos que nadaban bajo una noche negra
 alrededor buscó a Atis, y se inclinó hacia él,
 y se llevó a los manes los consuelos de su unida muerte.
     He aquí que el sienita Forbas, nacido de Metíon,
 y el libio Anfimedonte, ávidos de acometer la lucha, 75
 con la sangre con la que ampliamente la tierra humedecida se templaba
 habían caído resbalando; al levantarse se lo impide una espada,
 del uno en su costado, de Forbas en la garganta traspasada.
 Mas no al Actórida Érito, cuya arma una ancha
 segur bifronte era, Perseo busca acercándole su espada, sino que, con altos 80
 relieves protuberante y por el peso de su mucha masa
 ingente, con las dos manos levanta una cratera,
 y se la estrella al hombre; vomita él rútilo crúor,
 y hacia atrás cayendo la tierra con su moribunda cabeza golpea.
 Después a Polidegmon, de la sangre de Semíramis nacido, 85
 y al caucasio Ábaris y al Esperquionida Liceto
 e intonso de pelo a Hélice, y a Flegias y a Clito
 abate y los erigidos montones de murientes pisa.
     Y Fineo, no osando correr cuerpo a cuerpo hacia su enemigo,
 blande una jabalina: a ella su vagar hizo caer en Ida, 90
 que no participaba, en vano, en esa guerra, y ninguna de las dos armas seguía.
 Él, vigilando con ojos torvos al inclemente Fineo:
 «Visto que sin duda a los partidos», dice, «se me arrastra, recibe Fineo
 el enemigo que tú has hecho y paga con esta herida la herida».
 Y ya cuando iba a devolver, sacado de su herida, el dardo, 95
 sobre sus miembros cayó desplomado, de sangre faltos.
     También entonces, después del rey cefeno el primero Hodita
 por la espada yace de Clímeno; a Protoénor lo abate Hipseo,
 a Hipseo el Lincida. Estuvo también el muy anciano entre ellos
 Ematión, de lo justo amante y temeroso de los dioses, 100
 el cual, puesto que le prohíben sus años combatir, hablando
 lucha, y avanza, y las criminales armas maldice;
 a él Cromis, abrazado con temblorosas palmas a los altares,
 le tajó con la espada la cabeza, la cual hacia delante cayó al ara,
 y allí con su casi exánime lengua palabras execratorias 105
 dejó salir y en medio de los fuegos expiró su aliento.
     Después de eso los gemelos hermanos Broteas y Amón, con los cestos
 invictos -si vencerse pudieran con los cestos las espadas-,
 de Fineo por mano cayeron, y de Ceres el sacerdote
 Ámpico, velado en sus sienes por la blanqueciente cinta. 110
 Tú también Lampétida, que no debiste ser tomado para estos servicios,
 sino quien, de la paz obra, la cítara al par de la voz movías,
 encargado habías sido de celebrar los manjares y la fiesta cantando;
 al cual, lejos retirado y el plectro no belicoso sosteniendo,
 Pétalo, burlándose: «A los estigios manes cántales», dijo, 115
 «el resto», y en la izquierda sien su punta le clavó;
 cayó, y con dedos moribundos él vuelve a tocar
 los hilos de la lira y por acaso fue triste canción, la suya.
 Y no deja que éste impunemente haya caído, feroz, Licormas,
 y arrebatando del diestro poste el robusto cerrojo 120
 contra los huesos de la mitad de su cerviz lo estrelló, mas él
 se postró en tierra, de un novillo inmolado a la manera.
 Arrancar intentaba también del poste izquierdo el roble
 el cinifio Pélates: intentándolo, su derecha atravesada fue
 por la cúspide del marmárida Córito y con el leño se quedó prendido; 125
 allí sujeto su costado vació Abante, y no se derrumbó él,
 sino que del poste que le retenía, muriendo, su mano colgaba.
 Tendido está también Melaneo, de los cuarteles de Perseo seguidor,
 y riquísimo en campo nasamoníaco Dórilas,
 el rico en campo Dórilas, que él no había poseído otro 130
 más extensión, o los mismos elevaba montones de incienso.
 En su ingle, oblicuamente, un disparado hierro se le quedó apostado:
 mortífero ese lugar; al cual, después que de su herida el autor,
 estertorando su aliento y volviendo sus luces, le vio,
 el bactrio Halcioneo: «Eso que oprimes», dice, «ten, 135
 de tantos campos, de tierra» y su cuerpo exangüe abandonó.
 Blande contra éste su astil, de la caliente herida arrebatada,
 vengador, el Abantíada; la cual, en mitad de la nariz recibida
 por su nuca atravesó y por ambas partes sobresale;
 y mientras a su mano la fortuna favorece, a Clitio y Clanis, 140
 en una madre engendrados sola, con una opuesta herida derribó,
 pues a través de los dos muslos de Clitio, blandido con su grave
 brazo, un fresno hizo pasar; una jabalina Clanis con la boca mordió.
 Cayó también Celadón el mendesio, cayó Astreo,
 de madre palestina, de dudoso padre creado, 145
 y Etíon, sagaz en otro tiempo para el porvenir ver,
 entonces engañado por un ave falsa, y Toactes, del rey
 el armero, e infame por haber asesinado a su genitor Agirtes.
 Más, aun así, que lo concluido queda; y puesto que de todos el deseo
 el de a uno solo aplastar es, conjuradas de todas partes pugnan 150
 tropas por la causa que el mérito y la palabra dada impugna;
 por esta parte el suegro, en vano piadoso, y la nueva esposa
 con su genetriz apoyan, y con sus alaridos los atrios llenan,
 pero el sonido de las armas los supera, y los gemidos de los que están cayendo,
 y una vez manchados de ella, con mucha sangre Belona 155
 sus penates anega, y renovados combates mezcla.
     Rodean a uno solo Fineo y los mil que siguen
 a Fineo: los dardos vuelan, que el invernal granizo más numerosos,
 cerca de ambos costados y cerca de su luz y sus orejas.
 Acopla él sus hombros a las rocas de una gran columna, 160
 y seguras las espaldas teniendo y a las adversas tropas vuelto,
 resiste a los que le acosan: le acosaba por la parte siniestra
 el caonio Molpeo, por la diestra el nabateo Equemon.
 Como una tigresa al oír en los extremos de un valle los mugidos
 de dos manadas, aguijoneada por el hambre, 165
 no sabe a cuál de ambos mejor lanzarse y por lanzarse arde a ambos,
 así dudoso Perseo de si a diestra o a izquierda irse,
 a Molpeo con una herida atravesando la pierna aparta,
 y contento con su huida quedó, puesto que no le da tiempo Etemon,
 sino que enloquecido está; y, ansiando hacerle heridas en lo alto de su cuello, 170
 con no circunspectas fuerzas lanzando la espada
 la rompió, y en la externa parte de la columna golpeada
 la lámina saltó despedida y de su dueño en la garganta se clavó.
 No, aun así, para la muerte causas bastante vigorosas aquella
 llaga le dio; tembloroso, y sus inertes brazos en vano 175
 tendiendo, Perseo lo perforó con su cilénida alfanje.
     Pero cuando su virtud a la multitud sucumbir vio:
 «Auxilio», Perseo dijo, «puesto que así lo forzáis
 vosotros mismos, del enemigo buscaré: los rostros volved vuestros,
 si algún amigo hay presente» y de la Górgona sacó la cara. 180
 «Busca a otro a quien impresionen tus oráculos», dijo
 Téscelo, y cuando con su mano una jabalina fatal se preparaba
 a mandar, en ese gesto quedó, estatua de mármol.
 Próximo a él Ámplice, plenísimo de su magno ánimo,
 el pecho del Lincida busca: y en el buscarle 185
 su derecha se arreció y no más acá se movió ni más allá.
 Mas Nileo, el que engendrado del séptuple Nilo
 se había mentido y en su escudo incluso sus corrientes siete,
 en plata en parte, en parte había cincelado en oro:
 «Contempla», dice, «Perseo, los primordios de nuestra familia: 190
 grandes consuelos te llevarás a las tácitas sombras de la muerte
 por tan gran hombre al haber caído»; la parte última de su voz
 en mitad de su sonido quedó suprimida y, entreabierta, querer
 su boca hablar creerías, y no es ella transitable a las palabras.
 Les increpa a ellos Érice y: «Por falta de ánimo, no por sus fuerzas 195
 de Górgona», dice, «estáis paralizados; atacadle conmigo
 y postrad en tierra a ese joven que mágicas armas mueve».
 A atacarle iba: retuvo sus plantas la tierra
 e inmovilizado sílice permaneció su armada imagen.
 Ellos, aun así, por cuanto habían merecido los castigos tuvieron, pero uno solo 200
 el soldado era de Perseo: por él mientras lucha, Aconteo,
 la Górgona contemplando, en una surgida roca se consolidó;
 a él, creyendo Astíages que todavía vivía, con su larga
 espada lo hiere: resonó con tintineos agudos la espada.
 Mientras queda suspendido Astíages la naturaleza contrajo misma 205
 y en su marmórea cara permanece su rostro de asombro.
 Larga demora es los nombres de la mitad de esa muchedumbre de varones
 decir: dos veces cien cuerpos restaban al combate,
 la Górgona al ver, dos veces cien cuerpos se arreciaron.
     Se arrepiente entonces al cabo Fineo de su injusta guerra, 210
 pero ¿qué puede hacer? Los simulacros ve en diversas posturas,
 y reconoce a los suyos, y por su nombre cada uno llamado,
 le reclama ayuda y, creyéndolo poco, los cuerpos a sí próximos
 toca: mármol eran; se aparta y así suplicante
 sus confesas manos y oblicuos sus brazos tendiéndole: 215
 «Vences», dice, «Perseo. Aparta tus prodigios, y el petrificador
 rostro quita de quien quiera que ella sea, tu Medusa:
 quítalo. No a nos el odio y del poder el deseo
 nos ha impulsado a esta guerra; por una esposa movimos las armas.
 La causa fue tuya por sus méritos mejor, por su tiempo la nuestra: 220
 no haber cedido me pesa: nada, oh valerosísimo, excepto
 este aliento concédeme; tuyo lo demás sea».
 Al que tal decía y no a él, a quien con su voz rogaba,
 a mirar se atrevía: «Lo que yo», dice, «temerosísimo Fineo,
 sí puedo otorgarte y un gran regalo es para un hombre inerte, 225
 deja tu miedo, te otorgaré: ningún hierro te hará violencia;
 pero además te daré un recordatorio que permanecerá por los siglos,
 y en la casa del suegro siempre se te contemplará, del nuestro,
 para que se solace mi esposa de su prometido con la imagen».
 Dijo y a la parte trasladó a la Forcínide a aquella 230
 a la que Fineo con su temblorosa cara se había vuelto.
 Entonces también, al que intentaba sus luces tornar, el cuello
 se arreció, y, en roca, de sus ojos el humor se endureció,
 pero aun así su cara temerosa y su rostro, en mármol suplicante,
 y sus sumisas manos y su faz culpable permaneció. 235

Otras hazañas de Perseo (236 - 249)

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     Vencedor el Abantíada en las murallas patrias con su esposa
 entra y de un padre defensor y vengador, que no lo merecía,
 ataca a Preto: pues puesto en fuga su hermano mediante las armas,
 Preto se había apoderado de los acrisióneos recintos.
 Pero ni con la ayuda de las armas ni con el que mal había capturado, el recinto, 240
 las torvas luces superó del prodigio portador de culebras.
     A ti, aun así, oh de la pequeña Serifos regidor, Polidectes,
 ni de este joven la virtud, a través de tantas pruebas contemplada,
 ni sus desgracias te habían ablandado, sino que un inexorable odio,
 duro de ti, ejerces y un final en tu injusta ira no hay. 245
 Detractas incluso su gloria y fingida de Medusa
 arguyes que es la muerte. «Te daremos a ti prendas de la verdad.
 Salvad vuestras luces», Perseo dice, y la cara del rey
 con la cara de Medusa pedernal sin sangre hizo.

Pégaso (250 - 268)

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     Hasta aquí a su hermano, nacido del oro, como acompañante 250
 la Tritonia se ofreció; después, circundada de una cóncava nube, Serifon
 abandonó, a diestra Citnos y Gíaros dejados,
 y por donde sobre el ponto el camino parecía el más breve, a Tebas
 y el virgíneo Helicón acude; monte que, cuando alcanzó,
 en él se apostó y así se dirigió a sus doctas hermanas: 255
 «La fama de un nuevo manantial ha arribado hasta nuestros oídos,
 el que la dura pezuña del alado hijo de Medusa ha quebrado.
 Él la causa de mi camino: he querido el admirable hecho
 contemplar; lo vi a él de la materna sangre nacer».
 Toma la palabra Urania: «Cualquiera que es la causa para ti 260
 de ver estas casas, divina, al ánimo gratísima nuestro eres.
 Verdadera, aun así, la noticia es: es Pégaso el origen de este
 manantial», y a los licores sagrados condujo a Palas.
 Quien admirando mucho tiempo, hechas a golpes de pie, las ondas,
 de espesuras antiguas las florestas alrededor contempló, 265
 y las cavernas y las hierbas adornadas por innumerables flores,
 y felices llama al par por su estudio y su lugar
 a las Memnónides; a ella así se dirigió una de las hermanas:

Pireneo (269 - 293)

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     «Oh tú, que si tu valentía a obras mayores no te llevara
 al partido vendrías, Tritonia, de nuestro coro, 270
 verdades dices y con mérito apruebas nuestras artes y lugar,
 y una grata suerte, con que seguras sólo estemos, tenemos.
 Pero -hasta tal punto vedado está al crimen nada- todo aterra
 estas virgíneas mentes, y siniestro ante mi cara Piréneo
 ronda y todavía en toda mi mente no me he recobrado. 275
 La Dáulide y los campos foceos con su tracio soldado
 había hecho cautivos ese feroz, y unos injustos reinos retenía.
 A nuestros templos nos dirigíamos parnasios: nos vio cuando marchábamos,
 y nuestros númenes venerando con falaz rostro:
 «Memnónides», pues nos había reconocido, «deteneos», dijo, 280
 «y no dudéis, os suplico, bajo el techo mío esta grave estrella y esta lluvia»
 -lluvia había- «en evitar: entraron en menores cabañas
 a menudo los altísimos». Por sus palabras y por el tiempo movidas,
 asentimos a aquel hombre y hasta lo primero entramos de su morada.
 Habían cesado las lluvias, y vencido por los aquilones el austro, 285
 las hoscas nubes huían del nuevamente purgado cielo.
 Nuestra intención marchar fue: cerró sus techos Piréneo
 y una fuerza prepara que nosotras rehuimos tomando nuestras alas.
 Él, al perseguidor semejante, se apostó arduo en su fortaleza
 y: «Por donde el camino es vuestro, será también el mío», dijo, «el mismo», 290
 y se lanza fuera de sí desde el culmen de la más alta torre
 y cae de rostro y estallados los huesos de su cara
 bate una tierra, muriendo, de su maldita sangre teñida».

Las Piérides. I (294 - 317)

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     La Musa decía: unas plumas sonaron por las auras
 y la voz de los que saludan llegaba de las ramas altas. 295
 Levanta la mirada y busca de dónde unas lenguas que tan claro
 hablan suenen, y un humano cree la hija de Júpiter que ha hablado.
 Un ave era, y en número de nueve, de sus hados quejándose,
 se habían establecido sobre las ramas, imitándolo todo, unas picazas.
 A la admirada diosa, así le comenzó la diosa: «Hace poco también éstas 300
 acrecieron de los voladores la multitud, vencidas en un certamen.
 Píeros las engendró, rico en peleos campos,
 y la peonia Evipe su madre fue: ella a la poderosa
 Lucina nueve veces, nueve veces al ir a parir, invocó.
 Henchidas estaban de su número esta multitud de estúpidas hermanas 305
 y a través de tantas hemonias, a través de tantas acaidas ciudades,
 aquí llegan, y con tal voz entablan los combates:
 «Cesad al indocto pueblo con esa vana dulzura
 de engañar. Con nosotras, si alguna es la confianza vuestra,
 Tespíades, contended, diosas. Ni en voz ni en arte 310
 seremos vencidas, y otras tantas somos. O retiraos vencidas
 del manantial de Medusa y de la hiantea Aganipe,
 o nosotras de los ematios llanos hasta donde los peonios
 nivosos nos retiraremos. Diriman las contiendas las ninfas».
 Vergonzoso ciertamente contender era, pero ceder pareció 315
 más vergonzoso. Las elegidas juran por sus corrientes, las ninfas,
 y, hechos de viva roca, ocuparon sus asientos.

Metamorfosis de dioses (318 - 331)

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     Entonces, sin sorteo, la que primera declaró que ellas competirían,
 las guerras canta de los altísimos, y en un falso honor a los Gigantes
 pone y atenúa los hechos de los grandes dioses; 320
 que salido de la más honda sede de la tierra Tifeo
 a los celestes causó miedo, y que todos dieron
 la espalda para la huida, hasta que, cansados, la egipcia tierra
 los acogió, y en siete puertos dividido el Nilo.
 Que allí también el nacido de la Tierra, Tifeo, llegó, narra, 325
 y que los altísimos se escondieron en mentidas figuras.
 «Y conductor de rebaño», dijo, «se vuelve Júpiter, de donde con recurvos
 cuernos ahora todavía se representa al libio Amón;
 el Delio en un cuervo está, la prole de Sémele en un macho cabrío,
 en una gata la hermana de Febo, la Saturnia en una nívea vaca, 330
 en un pez se esconde Venus, el Cilenio de un ibis en las alas».

El rapto de Prosérpina (332 - 571)

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     Hasta aquí al son de la cítara había movido su habladora boca:
 se nos demanda a las Aónides... Pero quizás ocios no tengas,
 ni para prestar a nuestros cantos oídos estés desocupada».
 «No lo duda, y vuestra canción a mí refiere por su orden», 335
 Palas dice, y del bosque se sienta en la leve sombra.
 La Musa relata: «Dimos la suma del certamen a una sola;
 se levanta y, con hiedra recogidos sus sueltos cabellos,
 Calíope antes templa, quejumbrosas, con el pulgar las cuerdas
 y estas canciones somete a los percutidos nervios: 340
     «La primera Ceres el terrón dividió con el corvo arado,
 la primera dio granos y alimentos suaves a las tierras,
 la primera dio sus leyes; de Ceres son todas las cosas regalo,
 a ella de cantar yo he; ojalá tan sólo decir pudiera
 canciones dignas de la diosa. Ciertamente la diosa de canción digna es. 345
     Vasta, sobre unos miembros de Gigantes echada fue una isla,
 la Trinácride, y, sometido a sus grandes moles, empuja
 a quien osó las etéreas sedes esperar, a Tifeo.
 Se afana él ciertamente, y pugna por volver a levantarse muchas veces,
 pero su diestra mano está sujeta al ausonio Peloro, 350
 la izquierda, Paquino, a ti, y del Lilibeo sus piernas son presa,
 su cabeza hunde el Etna, bajo el cual, de espaldas, arenas
 escupe, y llama, feroz, vomita de su boca Tifeo.
 Muchas veces por rechazar lucha los pesos de la tierra
 y las ciudades y los grandes montes rodar de su cuerpo: 355
 entonces tiembla la tierra y el rey teme mismo de los silentes
 que se abra el suelo y que por una ancha hendidura se destape,
 y que entrometido el día, a las temblorosas sombras aterre.
 Este desastre temiendo, de su tenebrosa sede el tirano
 había salido, y en su carro de negros caballos llevado 360
 rodeaba cauto de la sícula tierra los cimientos.
 Después que explorado bastante hubo que lugar ninguno vacilaba,
 y dejado su miedo, lo ve a él la Ericina en su vagar,
 en el monte suyo sentada, y a su nacido abrazando volador:
 «Armas y manos mías, mi nacido, mi poder», dijo, 365
 «ésos con los que superas a todos, coge tus dardos, Cupido,
 y al pecho del dios rápidas tensa tus saetas
 al que cedió la fortuna lo postrero del triple reino.
 Tú a los altísimos y al mismo Júpiter domas, tú a los númenes del ponto,
 por ti vencidos, y al mismo que rige los númenes del ponto. 370
 ¿Los Tártaros a qué esperan? ¿Por qué no el de tu madre y tu imperio
 extiendes? Se trata de la parte tercera del mundo,
 y, aun así, en el cielo -cuál ya el sufrimiento nuestro es-
 se nos desprecia y conmigo las fuerzas se disminuyen del Amor.
 ¿A Palas no ves y a la lanceadora Diana 375
 apartarse de mí? De Ceres también la hija, virgen,
 si lo toleramos, será, pues las esperanzas persigue mismas.
 Mas tú, por nuestro socio reino, si alguna estima es ésta,
 une a esa diosa con su tío», dijo Venus; él su aljaba
 desata y según el arbitrio su madre de mil saetas 380
 una separó, pero que la cual, ni más aguda ninguna,
 ni menos fallida es, ni que más oiga al arco,
 y oponiéndole la rodilla curvó el flexible cuerno
 y hasta el corazón con su arponada caña atravesó a Dis.
     «No lejos de las heneas murallas un lago hay, de alta 385
 -por nombre Pergo- agua: no que él más numerosas el Caístro
 las canciones de los cisnes en el deslizarse escucha de sus olas.
 Una espesura corona sus aguas ciñéndole todo costado y con sus
 frondas, como por un velo, de Febo rechaza las heridas;
 fríos dan sus ramas, flores de Tiro su humus húmedo: 390
 perpetua primavera es. En la cual floresta, mientras Prosérpina
 juega y violas o cándidos lirios corta,
 y mientras con afán de niña canastos y su seno
 llena y a sus iguales lucha por superar recogiendo,
 casi a la vez que vista fue, amada y raptada por Dis, 395
 hasta tal punto fue presuroso el amor. La diosa, aterrada, con afligida
 boca a su madre y a sus acompañantes, pero a su madre más veces,
 clama, y como desde su superior orilla el vestido había desgarrado,
 las colectadas flores de su túnica aflojada cayeron,
 y -tanta simplicidad a sus pueriles años acompañaba- 400
 esta pérdida también movió su virginal dolor.
 Su raptor lleva los carros y por su nombre a cada uno llamando
 exhorta a sus caballos, de los cuales, por su cuello y crines
 sacude de oscura herrumbre teñidas las riendas,
 y por los lagos altos, y por los pantanos que huelen a azufre 405
 vase de los Palicos, hirvientes en la rota tierra,
 y por donde los baquíadas, la raza nacida en Corinto, la de dos mares,
 entre desiguales puertos pusieron sus murallas.
     Hay, intermedio de Cíane y de Aretusa de Pisa,
 que une entre sus estrechos cuernos el incluido en él, un mar: 410
 aquí estuvo, de cuyo nombre también el pantano se denomina,
 entre las sicélidas ninfas celebradísima, Cíane;
 la cual, de su abismo en medio hasta la mitad se alzó del vientre,
 y reconoció a la diosa, y: «No iréis más lejos», dice;
 «no puedes de la involuntaria Ceres yerno ser: pedida, 415
 no raptada debió ser, y si comparar con las grandes
 las pequeñas cosas para mí lícito es, también a mí me eligió Anapis;
 implorada, aun así, y no como ésta, aterrada, me puse yo el velo».
 Dijo, y hacia partes opuestas sus brazos tendiendo,
 se les opone. No más allá contuvo el Saturnio su ira, 420
 y a sus terribles caballos incitando en lo profundo del abismo,
 blandido con su vigoroso brazo el cetro real
 ocultó; la herida tierra camino hacia los Tártaros hizo
 y los inclinados carros en mitad de la cratera recibió.
 «Mas Cíane, por la raptada diosa y las despreciadas leyes 425
 del manantial suyo afligida, una inconsolable herida
 en su mente callada lleva y en lágrimas se consume toda
 y de las que había sido su gran numen poco antes, en esas
 aguas se extenúa: ablandarse sus miembros hubieras visto,
 sus huesos poder doblarse, sus uñas deponer su rigidez; 430
 y lo primero de ella toda, cuanto era tenue, se licuece:
 sus azules cabellos y sus dedos y sus piernas y pies,
 pues breve el tránsito es hacia las heladas ondas
 de los reducidos miembros; después de esto los hombros y piel y costado
 y los pechos se vuelven, desvanecidos, en tenues riachos; 435
 finalmente en vez de viva sangre por sus viciadas venas
 linfa pasa, y resta nada que aprehender puedas.
     Mientras tanto asustada en vano su madre a su hija
 por todas las tierras, todo busca el profundo:
 a ella la Aurora al llegar, con sus húmedos cabellos, 440
 descansando no la vio, no el Héspero; ella para sus dos
 manos unos llameantes pinos ha encendido del Etna,
 y por las escarchadas tinieblas los lleva incesante;
 de nuevo, cuando el nutricio día había embotado las estrellas, a su nacida
 desde el ocaso del sol buscaba hasta sus nacimientos. 445
 Agotada de su labor sed había concebido, y su boca ningunos
 manantiales habían lavado, cuando cubierta de paja vio
 por azar una cabaña y sus pequeñas puertas pulsó; mas entonces
 sale una anciana y a la divina ve, y a quien linfa pedía,
 algo dulce le dio que había cubierto antes con tostada polenta. 450
 Mientras bebe ella lo dado, un chico de boca dura y atrevido
 se detuvo ante la diosa y se rió y ávida la llamó.
 Se ofendió ella, y con la todavía no bebida parte, al que hablaba,
 con la polenta mezclada con su líquido regó la divina.
 Absorbió su cara las manchas y los brazos que ahora poco llevara 455
 los lleva de piernas, una cola se añadió a sus mutados miembros
 y en una breve forma, para que no sea su capacidad grande de dañar,
 se contrae, y que una pequeña lagartija menor su medida es.
 De la asombrada y llorosa y a tocar aquellos prodigios dispuesta
 anciana huye, y del escondite gusta, y adecuado a su color 460
 el nombre tiene, constelado su cuerpo de variegadas gotas.
     A través de qué tierras la diosa, y qué ondas errara,
 de decir larga la demora es: en su búsqueda le faltó orbe.
 A Sicania vuelve, y mientras todo lustra en su caminar
 llegó también hasta Cíane. Ella, de no mutada haber sido, 465
 todo se lo habría narrado, pero boca y lengua al querer
 decir no ayudaban, ni con que hablara tenía.
 Señales, aun así, manifiestas dio, y, conocido para su madre,
 en ese lugar en que por azar se le había desprendido, en el abismo sagrado,
 de Perséfone el ceñidor encima mostró de las ondas. 470
 El cual una vez reconoció, como si entonces al fin raptada
 la hubiera sabido, sus no ornados cabellos se desgarró la divina,
 y una y otra vez golpeó con sus palmas sus pechos.
 No sabe todavía dónde está; a las tierras, aun así, increpa todas
 e ingratas las llama y no del regalo de sus frutos dignas, 475
 a Trinacria ante las otras, en la que las huellas de su pérdida
 ha hallado. Así pues allí con salvaje mano los arados que vuelven
 los terrones quebró, y a una semejante muerte, llena de ira,
 a los colonos y a los agrícolas bueyes entregó, y a los campos ordenó
 que defraudaran su depósito y fallidas las simientes hizo. 480
 La fertilidad de esta tierra, divulgada por el ancho orbe,
 falsa yace: mueren los sembrados en sus primeras hierbas
 y ya el sol excesivo, excesiva ya la lluvia los arrebata,
 y las estrellas y vientos las dañan y ávidas aves
 las simientes arrasadas recogen; la cizaña y los tríbulos fatigan 485
 las cosechas de trigo, y la inexpugnable grama.
 Entonces su cabeza la Alfeia sacó de las eleas ondas
 y su rorante pelo de su frente apartó a sus orejas,
 y dice: «Oh de la virgen buscada por todo el orbe
 y de los granos genetriz, tus inmensos trabajos detén, 490
 y no tengas ira, violenta, contra una tierra a ti fiel.
 La tierra nada ha merecido y se abrió involuntaria a esa rapiña.
 Y no soy por mi patria suplicante: aquí como huéspeda he venido.
 Pisa mi patria es y de la Élide traemos los orígenes,
 la Sicania como extranjera honro, pero más grata que cualquier 495
 suelo esta para mí tierra es: estos penates ahora, Aretusa,
 esta sede tengo; la cual tú, suavísima, salva.
 Mudado de lugar por qué me he, y por las ondas de tanta superficie
 sea transportada a Ortigia, llegará para esas narraciones mías
 una hora tempestiva, cuando tú de tu inquietud aliviado te hayas 500
 y semblante mejor tengas. A mí la transitable tierra
 me ofrece camino, y por debajo de profundas cavernas arrastrada,
 aquí la cabeza saco y unas desacostumbradas estrellas diviso.
 Así es que, mientras por el estigio abismo bajo las tierras me deslizo,
 vista fue con los ojos nuestros allí tu Prosérpina: 505
 ella ciertamente triste, y no todavía sin terror su rostro,
 pero reina, aun así, pero la más grande del opaco mundo,
 pero aun así la poderosa matrona del tirano infernal».
     La madre a las oídas voces quedó suspendida y cual de piedra
 y como atónita largo tiempo pareció, y, cuando por el dolor 510
 grave su grave ausencia sacudida fue, con sus carros sale
 hacia las auras etéreas. Allí, nublado todo su rostro,
 ante Júpiter con los cabellos sueltos se detuvo enojada,
 y: «Por mi sangre he venido suplicante a ti, Júpiter», dice,
 «y por la tuya: si ninguna es la estima de una madre, 515
 su nacida a un padre mueva, y no sea tu inquietud, suplicamos,
 más vil por ella porque de nuestro parto fue dada a luz.
 He aquí que buscada largo tiempo al fin yo a mi nacida he encontrado,
 si encontrar llamas a perder más ciertamente, o si
 a saber dónde está encontrar llamas. Que raptada fue, lo llevaremos, 520
 en tanto la devuelva a ella, puesto que no de un saqueador marido
 la hija digna tuya es, si ya mi hija no es».
 Júpiter tomó la palabra: «Común es prenda y carga
 esta hija para mí contigo; pero si sólo sus nombres verdaderos
 a las cosas de dar gustamos, no este hecho una injuria, 525
 pero es amor; y no será para nosotros el yerno ese una vergüenza,
 si tú sólo, divina, quisieras. Aunque faltara lo demás, cuánto es
 ser de Júpiter el hermano. Qué decir de que no lo demás falta
 y no cede sino en su suerte a mí. Pero si tan grande tu deseo
 de su separación es, volverá a subir Prosérpina al cielo, 530
 con una ley, aun así, cierta: si ningunos alimentos ha tocado allí
 con su boca, pues así de las Parcas en el pacto precavido se ha».
     Había dicho, mas para Ceres lo cierto es sacar a su nacida.
 No así los hados lo permiten, porque de sus ayunos la virgen
 se había liberado y mientras ingenua vaga entre los cultivados huertos, 535
 carmesí una fruta arrancó de un árbol curvado de ellos,
 y cogiendo siete granos de su pálida corteza
 los apretó en su boca; y solo de todos aquello
 Ascálafo vio, a quien un día se dice que Orfne,
 entre las Avernales ninfas no la más desconocida, 540
 del Aqueronte suyo parió en sus espesuras negras;
 lo vio y, con su delación, del regreso, cruel, la privó.
 Gimió hondo la reina del Erebo, y al testigo una profana
 ave hizo, y asperjada su cabeza con linfa del Flegetonte
 en pico y plumas y grandes ojos la convirtió. 545
 Él, de sí privado, de fulvas alas se viste
 y en cabeza crece y se encorva a largas uñas,
 y apenas mueve esas plumas nacidas por sus inertes brazos
 y un feo pájaro se vuelve, nuncio del venidero luto,
 el indolente búho, siniestro presagio para los mortales. 550
 «Éste, aun así, por su delación un castigo, y por su lengua, parecer
 que mereció puede: a vosotras, Aqueloides, ¿de dónde que
 pluma y pies de aves, cuando de virgen cara lleváis?
 ¿Acaso porque cuando recogía Prosérpina primaverales flores,
 de sus acompañantes en el número, doctas Sirenas, estabais? 555
 A la cual, después que en vano la buscasteis en todo el orbe,
 a continuación, para que sintieran las superficies vuestra inquietud,
 poder sobre los oleajes con los remos de vuestras alas sentaros
 deseasteis, y propicios dioses tuvisteis, y las extremidades
 visteis vuestras dorarse con súbitas plumas. 560
 Aun así, para que aquel cantar, para serenar oídos nacido,
 y tan grande dote de vuestra boca no perdiera del todo su uso de la lengua,
 los virgíneos rostros y la voz humana permaneció.
     Mas, en medio del hermano suyo y de su afligida hermana,
 Júpiter por igual divide el rodar del año: 565
 ahora la diosa, numen común de los dos reinos,
 con su madre está los mismos, los mismos meses con su esposo;
 se torna al instante la faz, tanto de su mente como de su cara,
 pues la que hace poco podía a un Dis incluso afligida parecer,
 alegre de la diosa la frente es, como un sol que cubierto de acuosas 570
 nubes antes estuvo, de esas vencidas nubes sale.

Aretusa (572 - 641)

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     Demanda la nutricia Ceres, tranquila por su nacida recuperada,
 cuál la causa de tu huida, por qué seas, Aretusa, un sagrado manantial.
 Callaron las ondas, de cuyo alto manantial la diosa levantó
 su cabeza y sus verdes cabellos con la mano secando 575
 del caudal Eleo narró los viejos amores.
 «Parte yo de las ninfas que hay en la Acaide», dijo,
 «una fui: y no que yo con más celo otra los sotos
 repasaba ni ponía con más celo otra las mallas.
 Pero aunque de mi hermosura nunca yo fama busqué, 580
 aunque fuerte era, de hermosa nombre tenía,
 y no mi faz a mí, demasiado alabada, me agradaba,
 y de la que otras gozar suelen, yo, rústica, de la dote
 de mi cuerpo me sonrojaba y un delito el gustar consideraba.
 Cansada regresaba, recuerdo, de la estinfálide espesura. 585
 Hacía calor y la fatiga duplicaba el gran calor.
 Encuentro sin un remolino unas aguas, sin un murmullo pasando,
 perspicuas hasta su suelo, a través de las que computable, a lo hondo,
 cada guijarro era: cuales tú apenas que pasaban creerías.
 Canos sauces daban, y nutrido el álamo por su onda, 590
 espontáneamente nacidas sombras a sus riberas inclinadas.
 Me acerqué y primero del pie las plantas mojé,
 hasta la corva luego, y no con ello contenta, me desciño
 y mis suaves vestiduras impongo a un sauce curvo
 y desnuda me sumerjo en las aguas. Las cuales, mientras las hiero y traigo, 595
 de mil modos deslizándome y mis extendidos brazos lanzo,
 no sé qué murmullo sentí en mitad del abismo
 y aterrada me puse de pie en la más cercana margen del manantial.
 «¿A dónde te apresuras, Aretusa?», el Alfeo desde sus ondas,
 «¿A dónde te apresuras?», de nuevo con su ronca boca me había dicho. 600
 Tal como estaba huyo sin mis vestidos: la otra ribera
 los vestidos míos tenía. Tanto más me acosa y arde,
 y porque desnuda estaba le parecí más dispuesta para él.
 Así yo corría, así a mí el fiero aquel me apremiaba
 como huir al azor, su pluma temblorosa, las palomas, 605
 como suele el azor urgir a las trémulas palomas.
 Hasta cerca de Orcómeno y de Psófide y del Cilene
 y los menalios senos y el helado Erimanto y la Élide
 correr aguanté, y no que yo más veloz él.
 Pero tolerar más tiempo las carreras yo, en fuerzas desigual, 610
 no podía; capaz de soportar era él un largo esfuerzo.
 Aun así, también por llanos, por montes cubiertos de árbol,
 por rocas incluso y peñas, y por donde camino alguno había, corrí.
 El sol estaba a la espalda. Vi preceder, larga,
 ante mis pies su sombra si no es que mi temor aquello veía, 615
 pero con seguridad el sonido de sus pies me aterraba y el ingente
 anhélito de su boca soplaba mis cintas del pelo.
 Fatigada por el esfuerzo de la huida: «Ayúdame: préndese», digo,
 «a la armera, Diana, tuya, a la que muchas veces diste
 a llevar tus arcos y metidas en tu aljaba las flechas». 620
 Conmovida la diosa fue, y de entre las espesas nubes cogiendo una,
 de mí encima la echó: lustra a la que por tal calina estaba cubierta
 el caudal y en su ignorancia alrededor de la hueca nube busca,
 dos veces el lugar en donde la diosa me había tapado sin él saberlo rodea
 y dos veces: «Io Aretusa, io Aretusa», me llamó. 625
 ¿Cuánto ánimo entonces el mío, triste de mí, fue? ¿No el que una cordera puede tener
 que a los lobos oye alrededor de los establos altos bramando,
 o el de la liebre que en la zarza escondida las hostiles bocas
 divisa de los perros y no se atreve a dar a su cuerpo ningún movimiento?
 No, aun así, se marchó, y puesto que huellas no divisa 630
 más lejos ningunas de pie, vigila la nube y su lugar.
 Se apodera de los asediados miembros míos un sudor frío
 y azules caen gotas de todo mi cuerpo,
 y por donde quiera que el pie movía mana un lago, y de mis cabellos
 rocío cae y más rápido que ahora los hechos a ti recuento 635
 en licores me muto. Pero entonces reconoce sus amadas
 aguas el caudal, y depuesto el rostro que había tomado de hombre
 se torna en sus propias ondas para unirse a mí.
 La Delia quebró la tierra, y en ciegas cavernas yo sumergida,
 soy transportada a Ortigia, la cual a mí, por el cognomen de la divina 640
 mía grata, hacia las superiores auras la primera me sacó».

Triptólemo (642 - 661)

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     Hasta aquí Aretusa; dos gemelas sierpes la diosa fértil
 a sus carros acercó y con los frenos sujetó sus bocas,
 y por medio del cielo y de la tierra, por los aires se hizo llevar,
 y su ligero carro hacia la ciudad tritónida envió 645
 y a Triptólemo en parte a la ruda tierra unas semillas por ella dadas
 le ordenó esparcir, en parte en la tierra tras tiempos largos de nuevo cultivada.
 Ya sobre Europa sublime el joven y de Asia
 la tierra se había hecho llevar: a las escíticas costas regresa.
 El rey allí Linco era; del rey alcanza él los penates. 650
 De dónde venía y la causa de su camino y su nombre preguntado,
 y su patria: «Patria es para mí la clara», dijo, «Atenas,
 Triptólemo mi nombre; he venido, ni en una popa a través de las ondas,
 ni a pie por las tierras: se abrió para mí, transitable, el éter.
 Dones llevo de Ceres que esparcidos por los anchos campos 655
 fructíferos sembrados y alimentos suaves devuelvan».
 El bárbaro se enojó, y para que el autor de tan gran regalo
 él mismo pudiera ser, en hospitalidad lo recibió y del sueño presa
 lo atacó a hierro: cuando intentaba atravesarle el pecho
 un lince Ceres lo hizo, y de nuevo por los aires ordenó 660
 al mopsopio joven que condujera su sagrada yunta».

Las Piérides. II (662 - 678)

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    Había finalizado sus doctos cantos de nosotras la mayor;
 mas las ninfas, que habían vencido las diosas que el Helicón honran
 con concorde voz dijeron: como insultos las vencidas
 lanzaran: «Puesto que», dijo, «por el certamen a vosotras 665
 una humillación haber merecido poco es, y maldiciones a vuestra culpa
 añadís, y no es la paciencia libre para nosotras,
 pasaremos a los castigos y adonde la ira nos llama iremos».
 Ríen las Emátides y desprecian las amenazadoras palabras,
 y al intentar a nuestros ojos con gran clamor tender 670
 sus contumaces manos, plumas salir por las uñas
 contemplaron suyas, cubrirse sus brazos de plumón,
 y la una con un rígido pico endurecerse la cara
 de la otra ve, y unos pájaros nuevos acceder a las espesuras,
 y mientras quieren darse golpes de pecho, por sus movidos brazos suspendidas 675
 en el aire quedaron, de los bosques insultos, la picazas.
 Ahora también en estos alados su locuacidad primitiva ha permanecido
 y su ronca garrulidad y el afán desmedido de hablar.