Carlos VI en la Rápita/VI

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VI

Y he aquí que, pasado aquel sofoco, nos cogió el amo a Ibrahim y a mí en la soledad interior de la tienda, para darnos esta orden apremiante: «Se confirma que los moros van ganando las posiciones de los cristianos, pues a cada instante se apartan más de aquí y se corren hacia Bu-Sfiha. Aprovechemos la clara y el despejo del terreno por esta parte para seguir nuestra marcha. Recoged todo, enjaezad las mulas, y echemos a correr sin decir nada por las veredas más altas, a ver si Allah, o el Zancarrón, o el mismo Eblis nos permiten llegar al paso del Fondac antes que cierre la noche».

Tal como lo dijo lo hicimos, y a espaldas de las envalentonadas hordas de Muley El Abbás nos deslizamos por atajos próximos, sin que en nuestra salida pararan mientes los guerreros que allí quedaban. Tomamos desde la partida un vivo trote, huyendo de la cruel matanza; mas por alejarnos rápidamente no perdían nuestros oídos la sensación del inmenso ruido de la batalla, acrecido al avanzar de la tarde con el pavoroso estruendo de la artillería española. Mostrábase el cielo poco benigno con los combatientes, porque al frío seco que desde el amanecer soplaba, sucedió por la tarde lluvia pertinaz, a intervalos arreciada con tremendos chaparrones. Cuando nuestras valientes cabalgaduras atacaban la cuesta que sube a la divisoria de Djibel Hiamar, corrían por aquellos vericuetos las aguas con torrencial sonido, arrastrando piedras. El camino no merece tal nombre: no es más que un sendero del cual han sido artífices los cascos de las caballerías. Son aquí más ingenieros los animales que los hombres.

Momentos hubo en que la ascensión por la pendiente Aaba-El-Fondakera penosa, con su tantico de peligro. En cualquier país que no fuera Marruecos los caminantes habrían retrocedido, aplazando su viaje para mejor ocasión. Aquí no se asustan de nada que sea incomodidad, y aborrecen las carreteras de piso igual y sólido. ¡Y pensar que en nuestra España ha ocurrido lo mismo casi hasta nuestros días! Por vericuetos inaccesibles como los que yo he pasado al subir de Tetuán al Fondac, hacían sus grandes viajatas los españoles de generaciones no lejanas; así caminaban los mercaderes con sus acopios; así las hermandades y cofradías que transportaban reliquias o cuerpos de santos incorruptos; así los grandes reyes Isabel y Fernando, en solemne visita de sus estados, y así las comitivas de princesas que venían a casarse con algún Felipe o con algún Carlos de los que nos depararon las casas de Austria y de Borbón. Con estos recuerdos, yo me hacía la cuenta de que atravesaba las cordilleras de mi enriscada España, en alguna expedición política o comercial, entre Castillas...

Tan ceñudo se puso el cielo a media tarde, y tales cantarazos de lluvia descargó, que la impedimenta que llevábamos, cuatro acémilas con cofres de ropa, sacas de víveres y material de tienda de campaña, quedaron rezagadas por no poder vencer la pendiente con la pesadumbre de sus cargas. En lugar áspero donde la montaña nos deparó una oquedad rocosa, buen amparo contra el furioso aguacero, dispuso El Nasiry que hiciéramos alto, lo que las mulas y yo agradecimos sobremanera. Allí nos paramos y acogimos, no sólo por resguardar nuestros rostros de los furibundos latigazos de la lluvia, sino por dar tiempo a que pudieran las retrasadas acémilas rebasar la pendiente y agregarse al cuerpo de la caravana. Tan inquieto estaba nuestro amo, que daba miedo ver su cara, el fruncimiento de sus cejas, y aquel mover y apretar de mandíbulas, cual si mascando estuviera una cosa muy amarga. En verdad, maldita gracia tenía que se nos perdieran una o más cargas del convoy con lo que llevábamos para nuestro sustento, amén del dinero y materia comercial de algún valor.

Por fin, a la media hora de angustiosa espera, vimos llegar a uno de los jayanes con la mula que conducía, chorreando agua los dos. Lo primero que dijo fue que otra carga venía detrás, a corta distancia, y que las dos restantes quedaban en los repechos más bajos aguardando a que cediera el temporal. Echó de su boca El Nasiry sin fin de maldiciones en lengua arábiga, y alguna en español neto de las más trepidantes; y cuando yo me permitía consolarle del contratiempo con vulgares razones, como la confianza en la Providencia y otras del orden anodino, el arriero soltó esta grave noticia que a todos nos dejó suspensos: «Señor, sabrás que la ventaja de los moros se ha trocado en derrota y palos. El cañoneo de los españoles ha traído a éstos la ganancia de la lid, y ahora, con permiso y ayuda de los malditos diablos, están barriendo como con escobas el campo que habían conquistado los creyentes». Puso El Nasiry al oír esto la cara de compunción hipócrita que tiene para estos casos, y exclamó mirando al cielo tempestuoso: «Cúmplase la voluntad de Allah... Suframos, ¡ay!, el castigo que merecemos por nuestros pecados y la flojedad de nuestra fe. ¡Loor siempre al Clemente y Misericordioso!». Yo me puse también la máscara de una grande aflicción y dije amén, reconociendo así que por nuestros pecadillos consentía el Sumo Dios la tremenda paliza que los cristianos administraban a estos zopencos.

Trajo el segundo arriero la noticia de que se había iniciado la retirada de las tropas moras, corriendo hacia la montaña. El cañón español no cesaba de aventar las tribus del Mogreb. Era un espectáculo de horrible desolación... así como la fin del mundo... Había resucitado Prim, saliendo de un montón de muertos, y con una quijada de caballo mataba cuantos moros cogía por delante. Los demonios hacían visajes horribles combatiendo en las filas cristianas, y Mahoma chillaba en los aires, con tronío y llorío que era como la ira de Dios en medio de las nubes... Nuevas exhortaciones de El Nasiry a la conformidad y paciencia. Ya podíamos ver bien claras las resultas de tanto pecar y de habernos descuidado en la oración y enfriado en la creencia. Amén, amén... En el sitio donde estábamos, que era como caverna de poca hondura, llegaba a nuestras orejas con intervalos el fragor de la artillería cristiana, según las idas y venidas del viento. Después de traer el espanto a nuestros oídos, lo alargaba para otra región, llevando a oídos distantes la misma sensación pavorosa. Dijo el segundo arriero que los moros en retirada avanzaban subiendo. Era una ola de mil colores mojados, un rebaño de miles de patas que huía del llano al monte, entre fango, bajo cortinas de agua, y acosado por el fuego.

Sabido esto por mi amo, fue más viva la expresión de su inquietud: le vimos atormentado por cruel duda; tan pronto tomaba una resolución, como de ella se arrepentía. Por fin, se arrancó a decirnos: «Aunque perdamos las dos acémilas que se han quedado atrás, debemos seguir hacia el Fondac... con toda la prisa que se pueda... y allí, si la ola que viene tras de nosotros, y que hasta el Fondac no ha de parar, nos permite algún descanso, lo tomaremos. Si no, adelante siempre, y Allah nos guíe y nos socorra. En marcha todo el mundo».

¡En marcha, huyendo de la ola y tomándole la delantera cuanto fuese posible! La parte del camino que nos faltaba para coger la divisoria del riscoso Djibel Habib, era la más fatigosa y endiablada. Entramos por un desfiladero angosto y torcido en innumerables vueltas y dobleces, siempre subiendo; a nuestra derecha, montes altísimos de donde se desgajaban torrentes de agua arrastrando piedras; a nuestra izquierda, vertiente de barrancadas que acaban en invisibles abismos... Iban las cabalgaduras una tras otra, pisando con singular cautela el suelo pedregoso y húmedo. Admiré en la mía el pasmoso instinto con que sorteaba las pendientes resbaladizas. A veces posaba su casco tan delicadamente como si bailara un minueto con las más remilgadas etiquetas que ilustran el arte de mover los pies. ¡Apreciable persona cuadrúpeda, o animal apersonado, manso, discreto, cumplidor exacto del más penoso deber, sin otra recompensa que un poco de cebada! Ya era noche obscura cuando franqueábamos la divisoria; llegamos a un punto en que los abismos que antes veíamos por la izquierda abrían sus negras bocas por la derecha. Cesó la lluvia, y el viento helado campaba por sus respetos en los caballetes del monte. Íbamos ya cuesta abajo. Las mulas, inducidas a mayor cuidado por la obscuridad, andaban con más lentitud, tanteando el suelo... Por fin, al cuarto de hora de descenso, vimos a la izquierda un cuadrado regular, construcción chata que blanqueaba en las tinieblas. Era el Fondac...

Era el indecente y destartalado parador, en que el Majzen, o Gobierno central, atiende al descanso y refacción de viajantes y caballerías. La estructura y disposición del edificio me recordó los corrales que dan abrigo a los rebaños de toros o de ovejas en las sierras y descampados de nuestra Península. Cuatro paredes en rectángulo, no muy altas; en la del frente una puerta; en el centro un patio claustrado de tejavanas; a los lados de la puerta dos estancias donde vive el administrador, funcionario del Estado; basura, montones de paja, obscuridad de noche, frío y polvo siempre, componen el desmantelado edificio. Concluyen de arreglarlo y le dan la última mano de pintoresca barbarie las turbas que por horas o por días lo habitan. Cuando nos apeamos frente a la puerta, vi que en el fondo del corral pestañeaba la luz de un candilejo; la luz se fue acercando, trayendo detrás de sí a un árabe caduco y medio cegato que saludó a El Nasiry como a un antiguo conocimiento. Al entrar, vimos sombrajos de caballerías y algunos bultos de moros tumbados en el suelo.

Ordenó mi amo que se diese un pienso a nuestros animales sin quitarles las monturas, pues habíamos de partir al instante; pidió al guardián café caliente, entramos en uno de los cuartuchos laterales, amueblados exclusivamente con paja, para que cada cual, según los modos o costumbres de su indolencia, se tumbase y estirase. Tan inquieto y abrasado en zozobras estaba mi amo, que cuando el vejete nos trajo el café, servido en vasos humeantes, no se cuidó de catarlo. Yo sí lo hice porque me sentía transido y desmayado. El Nasiry, según me dijo, apartar no podía de su mente la idea y la imagen de aquella ola del Mogreb derrotado y huido. Hacia donde estábamos vendría la ola, pues no había más camino de fuga que el que seguíamos, ni en dicho camino más reposo que el maldito Fondac.

De improviso, estando él y yo en estos pensamientos y melancolías, oímos ruido al exterior, que no era del viento, sino de caballerías galopantes, y de voces al parecer humanas o de diablos que hablaran a estilo de los hombres. No pudo contenerse El Nasiry y salió, salimos a la puerta. Lo que llegaba era la ola, sus primeras espumas salpicantes. Dos moros se apearon: venían manchados de sangre y lodo, pintadas en el rostro la ira, la ansiedad, la desesperación; sus caballos negros blanqueaban del sudor, y apenas podían valerse ya, mal sostenidos por sus remos temblorosos. Apenas se apearon los dos primeros jinetes de la ola, vimos llegar a otros dos, y como al medio minuto, seis más en caballos derrengados ya del furioso correr, los vientres heridos y rasgados por las espuelas... Quisimos volver a nuestro albergue y asegurarnos contra la invasión; mas la curiosidad de ver la ola engrandeciéndose a medida que avanzaba, nos detuvo en la puerta. Los primeros que a pie llegaron fueron tres, con resoplido de peatones que ganan el premio en la carrera; tras ellos aparecieron cuatro; luego, de golpe, como unos veinte, seguidos de tres a caballo: uno de estos jinetes venía mal herido y medio muerto. Antes de que lo bajaran del caballo, se cayó él como un fardo, y al rebotar en el suelo, dio señal de agónica vida en voces roncas... Aterrados entramos mi amo y yo en el corral, y al punto nos obligó a salir de nuevo un gran vocerío, clamor inmenso, como si todos los gemidos del dolor humano se tradujeran al lenguaje de la mar brava revolcándose en la playa pedregosa. Era la plenitud del ejército en dispersión, que a lo alto del monte llegaba ya con el imponente hervir de su cólera despechada, y la espuma de las maldiciones que escupía contra la tierra y el cielo.