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1 damente, alegando con un grupo sobre las vicisitudes de la pelea.

Y vi que el gallo miraba curiosamente en derredor, volviendo a nacer a la calma de la vida ordinaria, después de un delirio que lo había poseído, tal vez a pesar suyo, como un irresistible mandato de raza.

Don Segundo me tomó el brazo y lo seguí para la calle, a la cola de la gente que se retiraba.

Una vez a caballo nos dirigimos, al caer de la tarde dorada, hacia un puesto de estancia, en que Don Segundo había parado en ocasión de algunos arreos.

Mi padrino me hacía burla por mi audacia en el juego, pretendiendo que en caso de pérdida no hubiera podido pagar las apuestas.

Saqué con orgullo el paquete de pesos de mi tirador y conté, apretándolos bien en una esquina para que no me los llevara el viento.

—¿Sabe cuántos, Don Segundo?

—Vos dirás.

—Ciento noventa y cinco pesos.

—Ya tenés pa comprarte una estancita.

—Unos potros sí.