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de Dios, otros a causa del gusano que les había roído las carnes dejándoles anchas cicatrices. Esos ✓ animales nunca fueron curados por mano de hombres. Cuando un aspa creciendo se metía en el ojo, no había quien le cortara la punta. Los embichados morían comidos o quedaban en pie, gracias al cambio de estación, pero con el recuerdo de todo un pedazo de carne en menos. Los chapinudos criaban pesuñas con más firuletes que una tripa. Los sentidos del lomo aprendían a caminar arrastrando las patas traseras. Los sarnosos morían de consunción o paseaban una osamenta mal disimulada en el cuero pelado y sanguinolento. Y los toros estaban llenos de cicatrices de cornadas, por las paletas y los costillares.

Algunos daban lástima, otros asco, otros risa.

Los sanos y jóvenes, que eran los más porque la pampa al que anda trastabillando muy pronto se lo traga, demostraban un salvajismo tal, que se llevaban por delante, afanados en alejarse cuanto fuera posible.

Un lujo de toros de toda laya, hacía del rodeo un peligro. Ya varios andaban buscando enojarse solos.

Los atajadores tenían que quedar a cierta distancia, haciendo rueda, cosa que ocupaba a mu-