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mes sobre la carrera grande de la tarde, le dí un peso a condición de que se fuera a "chuparlo" a la carpa.

Comimos primero unos chorizos, que empujamos con un vino duro, después un pedazo de churrasco, después unos pasteles.

El gentío aumentaba por momentos en el mostrador, así como afuera crecía en número la caballada. ¿Qué paisano no se trae el más ligerito de la tropilla, con la esperanza de ensartar uno más Olerdo? Visto que mi Moro era de buena pinta y trotaba como amartillado para una partida, algunos me lo filiaban de paso. ¡No había cuidado que me hiciera pelar de vicio, con un caballo que traía una semana de camino!

Mi padrino encontró dos amigos ¿cómo había de ser? Ellos también tenían oficio de reseros y, como es natural, nos pegamos unos a otros, con esa súbita familiaridad de los ariscos, cuando se encuentran medio apampados por el ruido y la gente. Eran hombres de unos treinta años, curtidos y risueños; nos preguntaron qué sabíamos de las carreras. Mi padrino les repitió una parte de los datos del "mamao":

—Son dos pingos que hay que velos amigo, que hay que velos. ¡El colorao tiene ganadas más ca-