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mercedes si me la hacen, aunque todos los que son entendidos me dicen que son disparates.

—No dicen mal—dijo el Cojuelo—; pero, con todo eso, señora Rufina María, de tan gran talento se pueden fiar los que yo quiero enseñar a mi camarada. Esté atenta.

Y tomando el espejo en la mano, dijo:

—Aquí quiero enseñalles a los dos lo que a estas horas pasa en la calle Mayor de Madrid, que esto sólo un demonio lo puede hacer, y yo. Y adviértase que en las alabanzas de los señores que pasaren, que es mesa redonda, que cada uno de por sí hace cabecera, y que no es pleito de acreedores, que tienen unos antelaciones a otros.

—¡Ay, señor!—dijo la tal Rufina—, comience vuesa merced, que será mucho de ver; que yo cuando niña estuve en la Corte con una dama que se fué tras de un caballero del hábito de Calatrava que vino a hacer aquí unas pruebas, y después me volvieron mis padres a Sevilla, y quedé con grande inclinación a esa calle, y me holgaría de volverla a ver, aunque sea en este espejo.

Apenas acabó de decir esto la Huéspeda, cuando comenzaron a pasar coches, carrozas, y literas y sillas, y caballeros a caballo, y tanta diversidad de hermosuras y de galas, que parecía que se habían soltado abril y mayo y desatado las estrellas.

Y don Cleofás, con tanto ojo, por ver si pasaba doña Tomasa; que todavía la tenía en el corazón, sin haberse templado con tantos desengaños. ¡Oh proclive humanidad nuestra, que con los malos tér-