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minos se abrasa, y con los agasajos se destempla!

Pero la tal doña Tomasa, a aquellas horas, ya había pasado de Illescas en su litera de dos yemas.

La Rufina María estaba sin juicio mirando tantas figuras como en aquel teatro del mundo iban representando papeles diferentes, y dijo al Cojuelo:

—Señor Huésped, enséñeme al Rey a la Reina; que los deseo ver y no quiero perder esta ocasión.

—Hija—le respondió el Cojuelo—, en estos paseos ordinarios no salen sus Majestades; si quiere ver sus retratos al vivo, presto llegaremos adonde cumpla su deseo.

—Sea en hora buena—dijo la tal Rufina, y prosiguió diciendo—: ¿Quién es este caballero y gran señor que pasa agora con tanto lucimiento de lacayos y pajes en ese coche que puede ser carroza del sol?

El Cojuelo le respondió:

—Este es el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco y conde de Módica, terror de Francia en Fuenterrabía.

—Ay, señor!—dijo la Rufina. ¡Aquél nos echó los franceses de España? Dios le guarde muchos años.

—El y el gran Marqués de los Vélez—respondió el Cojuelo—fueron los Pelayos segundos, sin segundos, de su patria Castilla.

—¿Quién viene en aquella carroza que parece de la Primavera?—preguntó la Rufina.