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Roberto Arlt

acostumbraba escucharme, y en tanto yo hablaba esquematizando en la pizarra, él, tras los espejuelos de sus lentes me miraba sonriendo con una sonrisa de curiosidad, de burla y de indulgencia.

Dejé el plato en la bolsa de servicio y rápidamente me dirigí al casino de oficiales.

Ahora estaba en su habitación. Junto al muro, un lecho de campaña, un estante con revistas y cursos de ciencias militares y clavado en la pared un tablero negro con su cajita llena de barras de tiza clavada en un ángulo.

El capitán me dijo:

—A ver, a ver como es ese cañón de trinchera. Diséñelo.

Cogí una tiza, e hice un croquis.

Comenzé.

—Vd. sabe, mi capitán que el inconveniente de los grandes calibres, son peso y tamaño de la pieza.

—Bien, y...

—Yo tengo imaginado un cañón de esta forma:

El proyectil de grueso calibre estaría perforado en el centro y en vez de estar colocado en un tubo que es el cañón, sería introducido en la barra de hierro como un anillo en el dedo, yéndose a encajar en la cámara donde explotaría el cartucho.

La ventaja de mi sistema, es que sin aumentar el peso del cañón, se aumenta enormemente el calibre del proyectil y la carga explosiva que puede llevar.

—Entiendo... Está bien... Pero Vd. debe saber esto:

De acuerdo con el calibre de los proyectiles, su peso y la clase del grano de pólvora, se calcula el grosor, diámetro y longitud del cañón.

Es decir, que a medida que la pólvora se va inflamando, el proyectil por presión de los gases avanza en el cañón, de forma que cuando ha llegado a la boca de éste, el explosivo ha rendido su máximum de energía.