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Roberto Arlt

—¡Cuando mamá lo sepa! — Involuntariamente me la imaginaba diciendo con acento cansado.

—Silvio... pero no tienes lástima de nosotros que no trabajas... que no quieres hacer nada.

Mira los botines que llevo, mira los vestidos de Lila todos remendados, ¿que piensas, Silvio, que no trabajas?

Calor de fiebre me subía a las sienes, olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa.

Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda... y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad.

—¿Que será de mí?

En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado.

—¿Que será de mí?

Ahora, cuando vaya a casa mamá quizás no me diga nada. Con gesto de tribulación abrirá el baúl amarillo, sacaré el colchón, pondrá sábanas limpias en la cama y no dirá nada. Lila en silencio me mirará como reprochándome.

—Que has hecho Silvio — y no agregará nada.

—¿Que será de mí?

¡Ah! es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara!

Otra vez me sobrevino el semblante de mamá, relajado en arrugas por su vieja pena; pensé en la hermana que jamás profería una queja de disgusto y sumisa al destino amargo empalidecía sobre sus libros de estudio, y el alma se me cayó entre las manos. Me sentía arrastrado a detener a los transeúntes, a cojer de las mangas del saco a las