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Roberto Arlt

ban obscuras, y no sé de donde partía bulla de mujeres, risas reprimidas, y ruido de cacerolas.

Subíamos por una escalera en caracol. El mucamo, un granuja picado de viruelas con delantal azul, me precedía arrastrando el plumero, cuyas plumas desbarbadas barrían el suelo.

Por fin llegamos. El pasillo, como el zaguán, estaba débilmente iluminado.

El mucamo abrió la puerta, y encendió la lámpara.

Le dije:

—Mañana me despierta a las cinco, no se olvide.

—Bueno, hasta mañana.

Extenuado por la pena y las cavilaciones me dejé caer en un lecho.

La pieza: dos camas de hierro cubiertas de colchas azules con borlitas blancas, un lavabo de hierro barnizado y una mesita imitación caoba. En un ángulo, el cristal del ropero, espejaba la puerta tablero.

Perfume acre flotaba en el aire confinado entre los cuatro muros blancos.

Volví el rostro a la pared. Con lápiz, algún durmiente había diseñado un dibujo obsceno.

Pensé

—Mañana me iré a Europa, puede ser... — y cubriéndome la cabeza con la almohada, rendido de fatiga me dormí. Fué un sueño densísimo, a través de cuya obscuridad se deslizó esta alucinación:

En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el zenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland.

Unos eran pequeños como dados, otros altos y voluminosos como rascacielos. De pronto del horizonte hacia el zenit se alargó un brazo horriblemente flaco. Era amarillo