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El juguete rabioso

como un palo de escoba, los dedos cuadrados se extendían unidos.

Retrocedí espantado, pero el brazo horriblemente flaco se alargaba, y yo esquivándolo me empequeñecía, tropezaba con los cubos de portland, me ocultaba tras ellos; espiando, asomaba el rostro por una arista y el brazo delgado como el palo de una escoba, con los dedos envarados, estaba allí, sobre mi cabeza, tocando el zenit.

En el horizonte la claridad había menguado, quedando fina como el filo de una espada.

Allí asomó el rostro.

Era un pedazo de frente abultada, una ceja hirsuta, y después un trozo de mandíbula. Bajo el párpado arrugado estaba el ojo, un ojo de loco. La cornea inmensa, la pupila redonda y de aguas convulsas. El párpado hizo un guiño triste...

—Señor, eh, diga señor.

Me incorporé sobresaltado.

—Se ha dormido vestido, señor.

Con dureza miré a mi interlocutor.

—Cierto, tiene razón.

El muchacho se retiró unos pasos.

—Como vamos a ser compañeros de pieza esta noche, me permití despertarlo. ¿Está disgustado?

—No, ¿por qué? — y después de restregarme los ojos, incorporándome, me senté al borde del lecho. Le observé:

El ala de un hongo negro le sombreaba la frente y los ojos. Su mirada era falsa, y el resplandor aterciopelado de ella parecía tocar la propia epidermis. Tenía una cicatriz junto al labio, cerca de la barbilla, y sus labios tumidos, demasiado rojos, sonreían en su cara blanca. El sobretodo exageradamente ceñido, modelaba las formas de su cuerpo pequeño.