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Roberto Arlt

Bruscamente le pregunté:

—¿Que hora es?

Con urgencia tomó su reloj de oro.

—Las once menos cuarto.

Somnoliento yo vacilaba allí. Ahora miraba con desaliento mis botines opacos, donde se habían roto los hilos de un remiendo dejando ver un trozo de media por la hendidura.

En tanto el adolescente colgó su sombrero en la percha, y con un gesto de fatiga arrojó los guantes de cuero encima de una silla. Volví a mirarle de reojo, pero aparté la vista de él porque vi que me observaba.

Vestía irreprochablemente, y desde el rígido cuello almidonado, hasta los botines de charol con polainas color de crema, se reconocía en él al sujeto abundante en dinero.

Sin embargo no sé porque se me ocurrió:

—Debe tener los piés sucios.

Sonriendo con sonrisa mentirosa volvió el rostro y un mechón de su cabellera se le desparramó por la mejilla hasta cubrirle el lóbulo de una oreja. Con voz suave y examinándome al soslayo con su mirada pesada, dijo.

—Parece que está cansado Vd. ¿nó?

—Sí, un poco.

Quitóse el sobretodo cuyo forro de seda brilló en los dobleces. Cierta fragancia grasienta se desprendía de su ropa negra, y repentinamente inquieto lo consideré; después sin conciencia de lo que le decía, le pregunté.

—¿No tiene la ropa sucia Vd.?

El otro me adivinó en el sobresalto, más atinó la respuesta.

—¿Le ha hecho daño que lo despertara así?

—No, ¿porque me iba a hacer mal?

—Es decir, joven. A algunos les hace daño. En el internado tenía un amiguito que cuando lo despertaban bruscamente le daba un ataque de epilepsia.