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Roberto Arlt

—Si soy así... me da por rachas. — Una pena miedosa temblaba en su voz. Después su mano cogió mi mano y la puso de canto sobre su garganta para apretármela con el mentón. Habló en voz muy baja, casi un soplo.

—¡Ah! si hubiera nacido mujer. ¿Por qué será así esta vida?

En las sienes me batían las venas terriblemente.

El me preguntó.

—¿Cómo te llamas?

—Silvio.

—¿Decíme Silvio, no me despreciás?... pero nó... vos no tenés cara... ¿cuántos años tenés?

Enronquecido le contesté:

—Diez y seis... ¿pero estás temblando?...

—Si... querés... querés vamos...

De pronto le ví, si, le ví... En el rostro congestionado le sonreían los labios... sus ojos también sonreían con locura... y súbitamente, en la precipitada caída de sus ropas, ví ondular la puntilla de una camisa sucia sobre la cinta de carne que en los muslos dejaban libres largas medias de mujer.

Lentamente, como en un muro blanqueado de luna, pasó por mis ojos el semblante de imploración de la niña inmóvil junto a la verja negra. Una idea fría — si ella supiera lo que hago en este momento — me cruzó la vida.

Más tarde me acordaría siempre de aquel instante.

Retrocedí huraño, y mirándolo le dije despacio.

—Andáte.

—¿Qué?

Más bajo aún, le repetí.

—Andáte.

—Pero...

—Andate bestia. ¿Qué hicistes de tu vida...? ¿de tu vida...?