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El juguete rabioso

—No... no seas así...

—Bestia... ¿Qué hicistes de tu vida? — y yo no atinaba a decirle en ese instante todas las altas cosas, preciosas y nobles que estaban en mí, y que instintivamente rechazaban su llaga.

El mancebo retrocedió. Encogía los labios mostrando los colmillos, luego se sumergió en su lecho, y mientras yo vestido entraba a mi cama, él con los brazos en aza bajo la nuca y comenzó a cantar.

"Arroz con leche
me quiero casar".

Lo miré oblicuamente, luego sin cólera, con una serenidad que me asombraba le dije:

—Si no te callás te rompo la naríz.

—¡¿Qué?!

—Sí, te rompo la naríz.

Entonces volvió el rostro a la pared. Una angustia horrible pesó en el aire confinado. Yo sentía la fijeza con que su pensamiento espantoso cruzaba el silencio. Y de él sólo veía el triángulo de cabello negro recortando la nuca, y después el cuello blanco, redondo, sin acusar los tendones.

No se movía, pero la fijeza de su pensamiento se aplastaba... se modelaba en mí... y yo alelado permanecía rígido, caído en el fondo de una angustia que se iba solidificando en conformidad. Y a momentos lo espiaba con el rabillo del ojo.

De pronto su colcha se movió y quedaron al descubierto sus hombros, sus hombros lechosos que surgían del arco de puntilla que sobre las clavículas le hacía la camisa de batista...

Un grito suplicante de mujer estalló en el pasillo al cual daba mi habitación.

—No... no... por favor... — y el sordo choque de un cuerpo sobre el muro, me arqueó el alma sobre el espan-