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Roberto Arlt

sa, que con él pudiera lubrificarse el eje de un carro. Vendía endiabladamente mucho y siempre estaba alegre.

Hojeando una libreta mugrienta leía en alta voz la larga lista de pedidos recogidos, y dilatando su boca de ballenato se reía hasta mostrar el fondo rojo de la garganta y dos hileras de dientes saledizos. Para simular que la alegría le hacía doler el estómago se lo cogía con ambas manos.

Por encima del casillero de la escribanía, Monti nos observaba sonriendo irónico. Abarcaba su amplia frente con la mano, se restregaba los ojos como disipando preocupaciones y nos decía después:

—No hay que desanimarse, diávolo. Quiere ser inventor y no sabe vender un kilo de papel. — Luego indicaba.

—Hay que ser constante. Toda clase de comercio es así. Hasta que a uno no lo conocen no quieren tener trato. En un negocio le dicen que tienen. No importa. Hay que volver hasta que el comerciante se habitúe a verlo y acabe por comprar. Y siempre "gentile", porque así es — y cambiando de conversación, agregaba:

—Venga esta tarde a tomar café. Charlaremos un rato.

Cierta noche en la calle Rojas entré en una farmacia. El farmacéutico, bilioso sujeto picado de viruelas, examinó mi mercadería, después habló y parecióme un angel por lo que dijo:

—Mándeme cinco kilos papel de seda surtido, veinte kilos de papel parejo especial, y hágame veinte mil sobres, cada cinco mil con este impreso: "Acido bórico", "Magnesia calcinada", "Cremor tártaro", "Jabón de campeche". Eso sí, el papel tiene que estar el lunes bien temprano aquí.

Estremecido de alegría anoté el pedido, saludé con una reverencia al seráfico farmacéutico y me perdí por las ca-