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Roberto Arlt

do pícrico y otras zarandajas, libreros y dos o tres almala gente de menos provecho y la más taimada paceneros, ra mercar.

Con el objeto de no perder el tiempo, había dividido las parroquias de Caballito, Flores, Vélez Sársfield y Villa Crespo, en zonas que recorría sistemáticamente una vez por semana.

Muy temprano dejaba el lecho, y a grandes pasos me dirigía a los barrios prefijados. De aquellos días conservo el recuerdo de un inmenso cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas, de fábricas de muros rojos, adornando los confines: surtidores de verdura, cipreses y arboledas en torno de las cúpulas blancas de la necrópolis.

Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los dinteles y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso.

Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.

Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu, y de mí brotaba una inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.

Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde traficaba. Recuerdo...

¡Aquellos almacenes, aquellas carnicerías del arrabal!

Un rayo de sol iluminaba en lo obscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de sogas junto a los mostradores de estaño. El piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible aserraba los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas... y afuera... afuera estaba el cie-