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El juguete rabioso

lo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de su azulidad la infinita dulzura de la primavera.

Nada me preocupaba en el camino, sinó el espacio, terso como una porcelana celeste en el confín azul, con la profundidad de golfo en el zenit, un prodigioso mar alto y quietísimo, donde mis ojos creían ver islotes, puertos de mar, ciudades de mármol ceñidas de bosques verdes y navíos de mástiles florecidos deslizándose entre armonías de sirenas hacia las feericas ciudades de la alegría.

Caminaba así, estremecido de sabrosa violencia.

Parecíame escuchar los rumores de una fiesta nocturna; en lo alto los cohetes derramaban verdes cascadas de estrellas, abajo reían los ventrudos genios del mundo, y los simios hacían juegos malabares en tanto que reían las diosas escuchando a la flauta de un sapo.

Con estos festivos rumores cantando en las orejas, con aquellas visiones bogando ante los ojos, disminuía las distancias sin advertirlo.

Entraba a los mercados, conversaba con "puesteros", vendía o discutía con los clientes disconformes de las mercaderías recibidas. Solían decirme sacando debajo el mostrador unas virutas de papel que podrían servir para fabricar serpentinas.

—¿Y con estas tiras de papel que quiere envolver Vd.?

Yo replicaba.

—Oh, el "recorte" no va a ser grande como un lienzo. De todo hay en la viña del Señor.

Estas razones espaciosas no satisfacían a los mercaderes, que tomando por testigos a sus cofrades, juraban no comprarme un kilo más de papel.

Entonces yo fingía indignarme, decía algunas palabras no evangélicas y con desparpajo entraba tras el mostrador, y comenzaba a revolver el bulto y a entresacar pliegos que con un poco de buena voluntad podían servir para amortajar una res.