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El juguete rabioso

meto con el de la mondonguera — y observando mi sonrisa agregó:

—Hay que vivir ché, date cuenta: la pieza diez mangos, el domingo le juego una redoblona a Su Majestad, Vasquito y la Adorada... y Su Majestad me mandó al brodo, — mas reparando en dos vagos que estaban rondando con disimulo en torno de un carro al extremo de la fila, puso el grito en el cielo:

—¿Ché, hijos de una gran p... que hacen ahí? — y enarbolando el látigo fué corriendo hacia el carro. Después de revisar cuidadosamente los arneses se volvió rezongando.

—Estoy arreglado si me roban un cabezal o unas riendas.

En los días lluviosos acostumbraba a pasar las mañanas en su compañía.

Bajo la capota de un carro el Rengo improvisaba estupendas poltronas con bolsas y cajones. Sabíase donde estaba porque bajo el arco del toldo se escapaban nubes de humo. Para entretenerse, el Rengo cogía el mango de un látigo y como si fuera una guitarra, entornaba los ojos, chupaba con más energía el cigarrillo y con voz arrastrada, a momentos hinchada de coraje, en otros doliente de voluptuosidad, cantaba:

Tengo un bulín más, "shofica",
Que da las once antes de hora,
Y que yo se lo alquilé;
Y que yo se lo alquilé,
Para que afile ella sola.

Con el sombrero sobre la oreja, el cigarro huméandole bajo las narices, y la camiseta entreabierta sobre el pecho tostado, el Rengo parecía un ladró y a veces solía decirme:

—¿No es cierto, ché Rubio, que tengo pinta de "chorro"?