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Roberto Arlt

Sinó, contaba en voz baja, entre las largas humaradas de su cigarro, historias del arrabal, recuerdos de su niñez transcurrida en Caballito.

Eran memorias de asaltos y rapiñas, robos en pleno día, y los nombres de Cabecita de Ajo, el Inglés, y los dos hermanos Arévalo, estaban continuamente trabados en estos relatos.

Decía el Rengo con melancolía:

—¡Sí, me acuerdo! Yo era un pibe. Siempre estaban en la esquina de Méndez Andes Bella Vista, recostados en la vidriera del almacén de un gallego. El gallego era un "gil". La mujer dormía con otros y tenía dos hijas en la vida. ¡Si me acuerdo! Siempre se estaban ahí, tomando el sol y jodiendo a los que pasaban. Pasaba alguno de rancho y no faltaba quien gritaba:

—¿Quien se comió la pata e'chancho?

—El del rancho — contestaba otro. ¡Si eran unos "grelunes"! En cuanto te "retobabas" te "fajaban". Me acuerdo. Era la una. Venía un turco. Yo estaba con un matungo en la herrería de un francés que había frente al boliche. Fué en un abrir y cerrar de ojos. El rancho del turco voló al medio de la calle, quiso sacar el revólver, y zás, el Inglés de un castañazo lo volteó. Arévalo "cachó" la canasta y Cabecita de Ajo el cajón. Cuando vino el "cana", solo estaba el rancho y el turco que lloraba con la naríz revirada.

El más desalmado fué Arévalo. Era lungo, moreno y tuerto. Tenía unas cuantas muertes. La última que hizo fué la de un cabo. Estaba ya con la captura recomendada.

Lo "cacharon" una noche con otros muchos de la vida en un cafetín que había antes de llegar a San Eduardo. Lo registraron y no llevaba armas. Un cabo le pone la cadena y se lo lleva. Antes de llegar a Bogotá, en lo obscuro, Arévalo saca una faca que tenía escondida en el pecho bajo la camiseta y envuelta en papel de seda, y se la enterró hasta el mango en el corazón.