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El juguete rabioso

El otro cayó seco, y Arévalo rajó; fué a esconderse en la casa de una hermana que era planchadora, pero al otro día lo "cacharon". Dicen que murió tísico de la paliza que le dieron con la "goma".

Así eran las narraciones del Rengo. Monótonas, obscuras y sanguinosas. Terminadas sus historias antes de que fuera la hora reglamentaria para deshacerse la feria, el Rengo me invitaba:

—Vení Rubio ¿vamos a requechar?

—Vamos.

Con la bolsa al hombro, el Rengo recorría los puestos, y los feriantes sin necesidad de que él les pidiera, gritábanle.

—Vení Rengo, tomá — y él recogía grasa, huesos carnudos; de los verduleros, quien no le daba un repollo le daba patatas o cebollas, las hueveras un poco de manteca, las mondongueras un chirlo de hígado, y el Rengo jovial, con el sombrero inclinado sobre una oreja, el látigo a la espalda, y la bolsa en la mano, cruzaba soberbio como un rey ante los mercaderes, y hasta los más avaros y hasta los más viles no se atrevían a negarle una sobra, porque sabían que él podía perjudicarles en distintas formas.

Terminado decía:

—Vení a comer conmigo.

—No, que en casa me esperan.

—Vení, no seas otario, hacemos un bife y papas fritas. Después le meto a la viola, y hay vino, un vinito San Juan que da las doce antes de hora. Me compré una damajuana, porque plata que no se gasta se "escolaza"...

Bien sabía porque el Rengo insistía que almorzara con él. Necesitaría consultarme acerca de sus inventos, — porque sí, — el Rengo con toda su vagancia tenía ribetes de inventor; el Rengo que según propio decir se había criado "entre las patas de los caballos", en sus horas de siesta compaginaba dispositivos e invenciones para despojar de