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Roberto Arlt

su dinero al prójimo. Recuerdo que un día, explicándole los prodigios de la galvanoplastía, el Rengo quedóse tan admirado que durante muchos días trató de persuadirme para que instaláramos en sociedad una fábrica de moneda falsa. Cuando le pregunté de donde sacaría el dinero, repuso:

—Yo conozco a uno que tiene plata. Si querés te lo hago conocer y nos arreglamos.

—Y vamos o no vamos.

—Vamo. Súbitamente el Rengo dirigía una mirada investigadora en redor, para gritar después con voz desapacible.

—Pibee!

El Pibe, que estaba riñendo con otros vagos de su calaña, reaparecía.

No tenía diez años de edad, y menos de cuatro piés de estatura, pero en su rostro romboidal como el de un mogol, la misera y toda la experiencia de la vagancia habían lapidado arrugas indelebles.

Tenía la naríz chata, los labios belfos, y además era enormemente cabelludo, de una lana rizada y tupida entre cuyos aros desaparecían las orejas. Todo este cromo aborigen y sucio, se ataviaba con un pantalón que le llegaba hasta los tobillos, y una blusa negra de lechero vasco.

El Rengo le ordenó imperativamente.

—Agarrá eso.

El pibe se echó la bolsa a la espalda y rápidamente marchó.

Era criado, cocinero, mucamo y ayudante del Rengo.

Este lo recogió como se recoge un perro, y en cambio de sus servicios lo vestía y alimentaba; y el Pibe era fidelísimo servidor de su amo.

—Fijáte — me contaba — el otro día al abrir la cartera una mujer en un puesto se le caen cinco pesos. El Pibe los tapa con el pié y después los alza.