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Roberto Arlt

nos y de mis zarzas duras, de este dolor que surgió en la tarde ardiente y que aún es en mí?

Que pequeñitos somos, y la madre tierra no nos quiso en sus brazos y henos aquí acerbos, desmantelados de impotencia.

¿Por qué no sabemos de nuestro Dios?

¡Oh! si El viniera un atardecer y quedamente nos abarcara con sus manos las dos sienes.

¿Que más podíamos pedirle? Echaríamos a andar con su sonrisa abierta en la pupila y con lágrimas suspendidas de las pestañas.

Un día jueves a las dos de la tarde, mi hermana me avisó que un individuo estaba a la puerta esperándome.

Salí, y con la consiguiente sorpresa, encontré al Rengo, más decentemente trajeado que de costumbre, pues había reemplazado su pañuelo rojo, por un modesto cuello de tela, y a las floreadas alpargatas las sustituía un flamante par de botines.

—Hola, vos por acá...

—¿Estás desocupado, Rubio?

—Sí,¿por qué?

—Entonces salí, tenemos que hablar.

—Como nó, esperame un momento — y entrando, rápidamente me puse el cuello, cogí el sombrero y salí. De más está decir que inmediatamente sospeché algo, y aunque no podía imaginarme el objeto de la visita del Rengo, resolví estar en guardia.

Una vez en la calle examinando su semblante reparé que tenía algo importante que comunicarme, pues observábame a hurtadillas, mas me retuve en la curiosidad, limitándome a pronunciar un significativo.

—¿Y...?