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Roberto Arlt

—Nunca uno sabe lo que puede pasar.

—¿Y vos serías capaz de matar?

—Yo... la pregunta, ¡claro!

—¡Eh!

Algunas personas que pasaron nos hicieron callar. Del cielo celeste descendía una alegría que se filtraba en tristeza dentro de mi alma culpable. Recordando na pregunta que no le hice, dije:

—¿Y cómo sabrá ella que vamos esta noche?

—Le doy la seña por teléfono.

—¿Y el ingeniero no está de día en la casa?

—No, si querés le hablo ahora.

—¿De dónde?

—De esa botica.

El Rengo entró a comprar unas aspirinas, y poco después salió. Ya se había comunicado con la mujer.

Sospeché el enjuague, y aclarando, repuse.

—Vos contabas conmigo para este asunto, ¿nó?

—Sí, Rubio.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—Ahora todo está listo.

—Todo.

—¿Tenés guantes, vos?

—Sí.

—Yo me pongo unas medias, es lo mismo.

Después callamos.

Toda la tarde caminamos al azar, perdido el pensamiento, sobrecogidos ambos por desiguales ideas.

Recuerdo que entramos a una cancha de bochas.

Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

Imágenes adormecidas hacía mucho tiempo, semejantes a nubes se levantaron en mi conciencia, el resplandor