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El juguete rabioso

solar me hería las pupilas, un gran sueño se apoderaba de mis sentidos y a instantes hablaba precipitadamente sin ton ni son.

El Rengo me escuchaba abstraído.

De pronto una idea sútil se bifurcó en mi espíritu, yo la sentí avanzar en la entraña cálida, era fría como un hilo de agua y me tocó el corazón.

—¿Y si lo delatara?

Temeroso de que hubiera sorprendido mi pensamiento, miré sobresaltado al Rengo que a la sombra del árbol, con los ojos adormecidos miraba la cancha, donde las bochas estaban esparcidas.

Aquel era un lugar sombrío, propicio para elaborar ideas feroces.

La calle Nazca ancha se perdía en el confín. Junto al muro alquitranado de un alto edificio, el bodegonero tenía adosado su cuarto de madera pintado de verde, y en el resto del terreno, se extendían paralelas las franjas de tierra enarenada.

Varias mesas de hierro se hallaban en distintos puntos.

Nuevamente pensé.

—¿Y si lo delatara?

Con la barbilla apoyada en el pecho, y el sombrero echado encima de la frente, el Rengo se había dormido. Un rayo de sol le caía sobre una pierna, con el pantalón manchado de lamparones de grasa.

Entonces un gran desprecio me envaró el espíritu, y cogiéndole bruscamente de un brazo, le grité:

—Rengo.

—Eh... eh... ¿que hay?

—Vamos Rengo.

—¿A dónde?