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Roberto Arlt

—Me permite una pregunta quizás indiscreta? Vd. no está casado, ¿nó?

—No.

Ahora mirábame seriamente, y su rostro enjuto iba adquiriendo paulatinamente por decirlo así, una reciedumbre que se difundía en otra más grave aún.

Apoyado en el respaldar del sillón había echado la cabeza hacia atrás; sus ojos grises me examinaban con dureza, un momento se fijaron en el lazo de mi corbata, después se detuvieron en mi pupila y parecía que inmóviles allá en su órbita, esperaban sorprender en mí algo inusitado.

Comprendí que debía dejar los circunloquios.

—Señor, he venido a decirle que esta noche intentarán robarle.

Esperaba sorprenderlo, pero me equivoqué.

—¡Ah! sí... ¿y cómo sabe Vd. eso?

—Porque he sido invitado por el ladrón. Además Vd. ha sacado una fuerte suma de dinero del Banco y la tiene guardada en la caja de hierro.

—Es cierto...

—De esa caja, como de la habitación en que está, el ladrón tiene llave.

—¿La ha visto Vd.? — y sacando del bolsillo el llavero me mostró una de guardas excesivamente gruesas.

—¿Es esta?

—No, es la otra y aparté una exactamente igual a la que el Rengo me había enseñado.

—¿Quiénes son los ladrones?

—El instigador es un ladrón de carros llamado Rengo, y la cómplice su sirvienta.

—Me lo imaginaba.

—Ella le sustrajo las llaves a Vd. de noche, y el Rengo hizo otras iguales en pocas horas.