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Todas sus palabras eran bofetones que él recibía en plena cara.

Gervasio le puso la mano en la boca para cortar los insultos, pero ella le dió tal bocado, que el hombre soltó su presa y retrocedió dando un grito de dolor.

— Buscona!

Levantó el brazo y ella vió venir la muerte, pero no se movió. Aquel brazo, sin embargo, cayó sin tocarla; Gervasio, con la cara morada, se ahogaba. Se arrancó el cuello y la corbata, y, anheloso y grotesco, se quedó mirándola con expresión estúpida. Bella se aprovechó de aquella impotencia momentánea.

— Cuidado, señor mío!... Hay gendarmes... No se mata á la gente sin ser molestado... Creo que para los dos se ha llenado la medida. Lo mejor y lo más digno es separarnos. Se lo propongo á usted; acepte pronto.

Gervasio volvía en sí y recobraba el aliento, todavía hiposo, pero su cólera se calmaba. El marido murmuró: —Me estás matando !...

Bella se echó á reir, juzgándole vencido y ya sin cólera. La tempestad se alejaba y con ella el peligro.

Aquella risa le dejó estupefacto; no comprendía á las mujeres y encontró superior y admirable á la suya.

Además, recordaba una frase de su serie de ultrajes: «Sería una alegría engañarte,» y aquel condicional le tranquilizaba. En su furia, Bella no podía haber mentido; luego no había nada todavía...

Arabela seguía riendo con una risa aguda que hacía daño y que él, que jamás la había comprendido, creía sincera. Gervasio balbució: —Pero, en fin, ¿qué es lo que quieres?

Bella triunfó; los papeles se cambiaban.

—Es muy sencillo: divorciarme.

Gervasio se encogió de hombros.