—Con gusto, y ahora mismo—respondió aquel joven de gran corazón; y salió del comedor con aspecto radiante.
Gervasio se marchó también entonces; se había divertido bastante.
Hilario iba casi corriendo por el bosque: tal prisa tenía por llegar al pabellón. Mientras andaba iba dando vueltas en la cabeza al texto del discurso que iba á pronunciar.
Hacía años que detestaba á Regino, recordando que no pocas veces le había levantado de una oreja ó por el fondillo de los calzones, en los tiempos del merodeo, siendo chico, cuando no sospechaba que vendría un día en que podría comprar castillos.
Tampoco José le era simpático; su gravedad y su indiferencia molestaban á aquel señorito que soñaba sencillamente con que todo el Universo tuviese los ojos fijos en él. Sentía bien que por aquel lado no gozaba de ninguna estima y odiaba por eso á aquella familia.
¡Qué voluptuosidad la de humillarles y ponerlos él mismo en la puerta, sin más razón que porque ese era su gusto!
A quinientos pasos del pabellón disminuyó la velocidad; su dignidad le prohibía los movimientos desordenados y las palabras anhelosas.
Cuando recobró el aliento y una apariencia de calma, abrió la valla, atravesó el jardinillo, empujó la puerta, y entró en casa del guarda.
Sofía, que estaba delante del fogón agitando una marmita, le miró con ojos admirados, pero él no se detuvo y entró en el comedor.
Berta, sentada al lado de una ventana, miraba hacia fuera sin ver nada; Regino, en pie al lado de la mesa, estaba limpiando su placa de cobre con un pedazo