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Hubiera acaso desenvuelto más abundantemente sus apreciaciones personales, pero alguien se lo impidió.

José acababa de entrar en casa de su padre y se había detenido un momento á escuchar en el corredor.

De pronto entró, muy pacífico y con aspecto adormilado. Hilario, al verle, retrocedió imperceptiblemente. José se acercó á Regino y dijo con su voz sombría: —Sufre usted esto, á su edad ?... Permite usted á este canalla que le insulte en su casa, pues aquí está usted en su casa, diga él lo que quiera? No tiene usted sangre en las venas...

Hilario palideció y apretó los puños, pero no dijo palabra. Si él era robusto, José, de cinco años más que él, más alto y más ancho de hombros, era realmente temible. El hijo del guarda siguió hablando: — No le ha conocido usted, padre? Es el chico de Grivoize, el mocoso de la granja; no hay más que darle un puntapié, va usted á ver.

— José!—gritó Hilario, cuidado...

—¿De qué?—dijo José acercándose á él.—¿Crees que te tengo miedo? Eres rico, pero yo no dependo de ti y no por eso dejas de ser un campesino; tratas de rasparte la grasa, pero no puedes y se te queda en la cara.

Y, con el revés de la mano, le rozó la mejilla. Hilario dió un sordo rugido y se registró el bolsillo buscando, sin duda, un arma; pero José le cogió por un brazo, le empujó hasta el jardín y allí, con un nuevo impulso, le envió al camino.

—Lo ves? A ti es á quien se arroja fuera... Lárgate y cuidado con el trasero.

El hijo de Grivoize recogió el sombrero, que había rodado por el barro, y se marchó á buen paso; si hu-